EL CARTERO DE MI BARRIO
Mi barrio se llama Luyanó, allí viví varios años y
siempre creí ser su propietario. El apartamento de mi vieja quedaba en la
esquina de las calles Reforma y Herrera, la puerta de la escalera daba a esta última,
tenía un balcón a todo su rededor. En él disfrutábamos de las cosas lindas de mi
gente, sus chistes, las groserías, las buenas y sonadas broncas. Eran tantas y
tan seguidas que llegaron a gustarnos y nos entretenía.
Todas las cuadras cercanas eran de viviendas de dos
pisos, digo, de verdad que lo eran. Así fue hasta que La Habana sufrió la
invasión de las hordas palestinas, con ellos llegaron esos grandes arquitectos
que todo lo transformaban. De pronto, las casas dejaron de tener dos pisos y lo
que una vez se diseñara de esta forma, calculando la resistencia de sus
cimientos, se convertía en un rascacielos de la noche a la mañana. Si todos los
constructores de los 40 vieran en que se han convertido esas viviendas,
estarían asombrados de la seguridad de sus cálculos.
Bueno, el edificio frente a la casa de mi vieja fue
construido de dos pisos como todos los del barrio, pero en los años 70 andaba
por los cinco y si la cosa sigue así, dentro de unos años llegara a los diez.
Logro alcanzado gracias a la magia de eso que llaman " Barbacoa " y
que no es eso que ustedes conocen que se usa para asar.
En fin, frente a la casa de mi vieja vivió primero Fefé,
una vieja gorda con el hijo y su mujer. Encima de ella y en la azotea, vivió
primero la novia de Carlos mi hermano con su familia, una mulatica lindísima.
En la esquina de la izquierda vivían Ofelia y sus
hijos, Francisco, El Bola y su joven hermana ahora viuda. Perdió al marido que
era marino, lo mataron en Santiago de Cuba para robarle una radiograbadora, creo
que era marino de la Flota Cubana de Pesca.
En la esquina diagonal había una carnicería que
después declararon inhabitable, yo no sé si era porque no había animal que
matar, bueno, después de todo solo se comía carne de Pascuas a San Juan. Aquel
local lo heredó un gallego que vivía al lado, y por no se cuales motivos,
resultó ser pariente de María la mujer de un socio de la marina. Aquella
carnicería yo ayudé a transformarla en una sala, le levanté las paredes
exteriores. Hasta la altura de un metro con ladrillos colocados en citaron y el
resto de bloques hasta el techo.
En toda la cuadra había gente que se hacían sentir,
como la negra Elena, no se le podía mirar en horas de la mañana acabada de
levantar. Olga vivía en mi acera con sus hijos, una pila de ellos muy jodedores,
después todos se montaron en una balsa y la cuadra se quedó media vacía,
silenciosa, extrañando sus travesuras.
Hasta Miami se fueron con su bulla y me imagino que
donde vivan ahora, tampoco se pueda dormir una siesta. Al lado de Olga vivía la
vieja Violeta con su marido, el gordo Esteban y su niño, parecían camioncitos
de carne. Doblando por Reforma hacia la
Calzada vivía Panchita, la negra que vendía cigarros Tupamaros hechos con cabos
recogidos en la calle.
El palomar rosado era el apartamento de mi vieja.
Bueno, mi casa no era un santuario, era como todas
las del barrio, con los mismos problemas, pero con la diferencia de que al
principio no teníamos barbacoa. Vivíamos la vieja y mi padrastro, Ernesto y los
dos hermanos menores. La cosa se complicó cuando llegaron dos hermanos nuestros
del campo, después cuando pisaron el asfalto, no hubo forma de convencerlos de
la hermosura de nuestro paisaje campestre y a la libreta de racionamiento se
sumaron.
Luis, que era
uno de ellos, estaba casi sin hablar, perdió el oído de niño. ¡Qué maravilla de
barrio! Aquella pintoresca gente logró en quince días lo que muchos médicos no
pudieron alcanzar desde que era pequeño. Mi hermano se aprendió todas las malas
palabras que existían en el diccionario cubano y a los pocos meses oía un poco,
y al cabo del año bailaba al ritmo de cualquier música.
Carlos, el otro, se hizo oficial de la marina de
pesca. Era negrero, debo aclarar que no traficaba con negros. Le gustaba mucho
las negras y cuando llegaba de viaje se alborotaba el barrio. Bueno, estaba
justificado, esto le salió por mi padre y por eso tengo cinco hermanos mulatos.
Como Ernesto, Carlos y yo éramos marinos, casi nunca
coincidíamos en casa y a veces nos pasábamos más de un año sin vernos, cuando
esto sucedía la fiesta era del carajo. Mi madre disfrutaba mucho, aparte de que
le encantaba la cerveza y de mi padrastro no digo nada. Bueno ellos hacían una
bonita pareja, pero cuando peleaban era de madre todo aquello.
Mi padrastro creía en la santería, como el 70 % de
los cubanos, aunque no decían nada, porque en esa isla el que no tiene de
Congo, lo tiene de Carabali. Un día, parece que a mi madre se le fue la mano o
la boca con la cerveza y en una discusión con su marido, lanzó escaleras abajo
a Francisco y María Merced, dos muñecos negritos que eran de la religión. Junto
a ellos tiró también unos tabacos que les tenía puesto en un taburete y un coco
al que llamaban Eleguá.
¿Qué les cuento? En la mañana siguiente cuando llegó
el lechero, el tipo, quien era santero también, al encontrarse con todos
aquellos despojos en la escalera reculó. Ustedes no se imaginan el tremendo
espectáculo que tuvimos de desayuno. No hubo maneras de convencerlo para que
subiera, casi frenético gritaba que esa escalera estaba untada y no sé cuántas mierdas
mas.
Así pasábamos un día y otro, yo diría que años, pero
de verdad, nos divertíamos con las cosas de la gente del barrio. Eran
jodedores, peleones, mal hablados, los había rateros, pero en términos
generales muy simpáticos. A esta gente humilde, quienes carecían de todo, les
sobraba algo muy importante para vivir, su corazón, pocas veces he visto a
gente más desprendida para dar amor.
¡Coño, se me olvidaba lo del cartero! El asunto fue
que un día llegó el cartero de noche con un telegrama para Violeta. Todo el
mundo estaba viendo la novela y no había nada más inoportuno en Cuba que
interrumpirle ese momento a un cubano. Todos nos volvimos noveleros, es que el
cubano vive y disfruta tanto una novela que llega a ser protagonista de ella.
Un cubano frente a un televisor durante un programa que llega del extranjero,
se está escapando del terrible mundo en que está viviendo, sueña aunque sea por
una hora y el encabronamiento que producen los apagones a esta hora, no tienen
descripción alguna. Como nadie tenía VCR, la gente te la contaba en la guagua,
el trabajo, la escuela y hasta en la funeraria.
El tipo se bajó de la bicicleta y comenzó a sonar el
silbato, mientras gritaba a toda voz; ¡Violeta Pérez, telegrama! Nadie
respondía, la gente continuaba el hilo de la novela.
- ¡Violeta Pérez, telegrama! Gritó el cartero aún más
fuerte y como respuesta recibió el mismo silencio.
Sonó más fuerte el pito, dos, tres veces, hasta que
una voz salió de una ventana.
-¡Coño Violeta, vieja, acaba de coger el dichoso
telegrama! A ver si ese cabrón nos deja ver la novela.
-¡Oye, más cabrón eres tú, comemierda! Respondió muy
enojado el buen cartero y gritó todavía con más fuerza.
-¡Violeta Pérez, telegrama! Nada, la vieja no
contestaba y el hombre se encojonó y gritó; -Partía de viejas chismosas de
mierda, eso es lo que son, cabronas. Entonces salió el marido de Violeta a
sacar la cara por su esposa, muy ofendido el gordo.
-¡Oiga, animal! A mi mujer tú la respetas, coño.
-¡Animal es tu abuela! ¡Mira, es más, aquí está el
telegrama de ella! Diciendo eso lo arrojó en el medio de la calle y se marchó
mientras los vecinos le gritaban insultos.
De verdad que los vecinos no se daban cuenta que el
cartero era buenísimo, porque en aquellos tiempos, había otros que revisaban
los telegramas y solo repartían los de urgencias, los otros paraban en latones
de basura.
Al otro día, el esposo de Violeta fue al correo que
estaba a dos cuadras de la casa a presentar una queja ante el Administrador.
-¡Que va, compadre! Yo no quiero lío con ese
compañero, hace solo unos días que le dieron baja en el hospital psiquiátrico.
El marido de Violeta le hizo el cuento a la gente de la cuadra y todos se
rieron. Esa noche se oyó el silbato de nuevo, pero después de esto no se llamó
a nadie por telegramas, el cartero le gritó a toda la cuadra:
-¡Atiendan acá, partía de chivatos! Los que viven en Herrera
entre Reforma y Guasabacoa, van a tener que ir al correo por su
correspondencia, maricones. Con la misma le dio a los pedales de la bicicleta y
durante muchos meses nos vimos obligados a ir hasta el correo, nadie tenía
valor de reclamarle al loco. Paraba la bicicleta en la esquina, tocaba el
silbato, se reía y continuaba pedaleando Reforma abajo.
Con mucho cariño para todos los del barrio.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá
1999-06-22
xxxxxxxxxx
"Y si tenéis por rey a un déspota, deberéis
destronarlo, pero comprobad que el trono que erigiera en vuestro interior ha
sido antes destruido".
Jalil Gibrán.
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