EL
MAETRICO SE CAGÓ
DE
LAS MEMORIAS DE UN ALFABETIZADOR.
Haber salido de la Beneficencia y no detenerme hasta
llegar a Baracoa-Oriente con solo once años, habla un poco de esa alma
aventurera que me acompañó durante casi toda la vida. Fue un largo vuelo como
el experimentado por todas las aves cuando les abren la jaula, nació entonces
esa ansia de libertad que cargo en el alma. No volé solo, lo hice acompañado de
un pequeño grupo de “benéficos” y yo era el menor de todos. Puede que años más
tarde Nino Bravo nos dedicara aquella canción titulada “Libre” o nos apropiamos
de ella con antelación.
Aquella aventura comenzó en la playa de Varadero
donde permanecimos unas dos semanas. Luego y una vez uniformados como
alfabetizadores, cargando con un farol, una mochila repleta de tarecos y
manuales adoctrinadores, recorreríamos casi toda la longitud de la isla a bordo
de una guagua escolar de aquellos tiempos. Aquel viaje nos tomó varios días con
escalas en Santiago de Cuba y luego Guantánamo. El trayecto hasta Baracoa lo
realizamos en un camión ruso de aquellos llamados “Búfalo”, animal que consumía
casi todo el ancho de “La Farola”, un camino de tierra y única vía para acceder
a la primera capital de Cuba. Todos sentimos miedo cuando aquel mastodonte con
síntomas de asfixia tocaba con sus gomas el borde de los precipicios sin
protección que existían.
Baracoa estaba casi aislada del mundo, no les
llegaban las señales de televisión y los pocos vehículos que se atrevían a
desafiar aquella montaña fueron los camiones, jeeps y uno que otro auto bien
fuerte. El pequeño aeropuerto quedaba inutilizado cuando el río Miel o el
Sabanilla se desbordaba, no recuerdo cuál de ellos era el que le pasaba más próximo.
Llegamos de noche, muy agotados, tensos, mojados por la lluvia pescada en el
camino y muertos de hambre. Nos ubicaron en una vieja construcción cercana al
centro del pueblo al que le dieron el nombre de “campamento”, no recuerdo si
nos ofrecieron algo de alimento.
A la mañana siguiente y sin mucha demora fuimos distribuidos
por zonas rurales. El pequeño grupo de benéficos estábamos destinados al
Cuartón Cerqueo en Minas de Cabacú y nuestro jefe inmediato sería el maestro
voluntario Reunerio Cuellar. Años más tarde me encontraría con él en la calle
San Lázaro y me invitó a un café junto a su esposa, fue un excelente muchacho,
porque en esa época era muy joven también. El jefe de todos los brigadistas
ubicados en Baracoa fue un blanco medio afeminado al que todos llamaban “El
Checo”, es muy probable que haya estudiado algo en aquel país, bueno, tuvo que
ser de muy corta duración porque solo llevábamos dos años de pesadilla al ritmo
de las congas organizadas por la O.R.I. Al
año siguiente volví a coincidir con El Checo, esta vez era el director de la
escuela secundaria básica Rubén Martínez Villena donde yo estudié.
Nos montaron en un camión militar marca Zil y partimos
en dirección a la salida del pueblo, pudimos darnos cuenta porque pasamos
nuevamente y en dirección contraria el viejo puente que cruzaba el rio Miel. Una
vez superado el caserío de Cabacú, el camión se desvió hacia un pedraplén
apenas visible desde la carretera. Venciendo una tupida floresta durante varias
horas de recorrido, donde se cruzaba con frecuencia el mismo río, arribamos a
un punto conocido como “El Riíto”. Allí acampamos y nos dieron comida,
amarramos nuestras hamacas y esperamos al día siguiente para emprender nuestra
marcha por las montañas, ese era el último punto llano que encontraríamos en
nuestro camino.
Después del desayuno y cargadas nuestras mochilas,
emprendimos nuestra escalada hacia lo desconocido. “El Pinalón” fue brusco con
nosotros, una montaña dura de vencer por niños criados bajo la tutela de dulces
monjas en la capital, no recuerdo cuantas horas gastamos en ese ascenso casi
empujados por Reunerio. Uno que venía en el grupo y no pertenecía a la
Beneficencia se rajó a mitad de la montaña y regresó solo, mis hermanos de
escuela permanecían pendientes a cada uno de mis pasos, nunca se me hubiera
ocurrido rajarme contando con tanta protección. Una vez en la cima de aquella
montaña, Reunerio nos pidió que miráramos a nuestras espaldas, muy lejos de
nosotros, podíamos divisar al mar rompiendo esa monotonía verde y cautivante
que nos acompañaría durante unos seis meses, descansamos unos treinta minutos y
por la ladera de “El Pinalón” descenderían nuestros faroles, nos libramos de
ese lastre sin importarnos su valor de uso. Durante toda la marcha fuimos
sorprendidos por una flora y fauna fascinante, se abría ante nuestros ojos un
mundo maravilloso y virgen, aves que nunca imaginamos existieran, cuyos cantos
eran sinfonías escuchadas solamente en el paraíso. Los manantiales brotaban
majaderos en nuestro camino y solo necesitábamos acercar nuestros labios para
beber un agua más pura que la bendecida en la iglesia de nuestra escuela.
Llegamos a la primera casa de Cerqueo siendo de noche, muy cansados y
hambrientos, Reunerio decidió dejarme en aquella casa para no someterme a más
sacrificios, era la de un guajiro llamado Ramon. allí relevaría a una muchacha
brigadista, iban a retirar a las que se encontraban en la zona por considerarla
muy hostil para ellas. Pero bueno, no me voy a recrear en datos de aquella
historia para terminar hablando de mierda, porque de eso se trata este tema, nadie
va al baño a cagar flores.
Me destinaron primero a la casa de Ramón Ramírez,
creo que así se llamaba aquel guajiro criador de gallos finos. Un día que me
agarró de mala leche uno de sus hijos, el que fuera contemporáneo conmigo, nos
fuimos a las manos. El cabrón de Ramón en lugar de separarnos se dedicó a
achuchar a su hijo como si se tratara de un gallo, era vicioso a las apuestas
el desgraciado viejo. Aquel guajirito por poco me despetronca, gracias a Dios
su mujer apareció para separarnos cuando yo llevaba toda la desventaja del
mundo. Fue tal el encabronamiento agarrado que guardé mis pocas pertenencias en
la mochila y sin explicaciones me fui al carajo. Reunerio me comprendió y
decidió ubicarme en la casa de Eusebio Rodríguez, un noble canario con amplia
descendencia de la que solo había logrado un varón de mi edad.
En ese humilde bohío me sentía en familia, allí fui
un hijo más para el matrimonio y un nuevo hermano para sus hijos. Los muchachos
encontraban divertido contar con un maestrico tan joven, más bien un niño menor
que algunas de las chicas. Fue tanta la confianza depositada en mí, que yo
podía pasar al cuarto donde dormían cuando acababan de levantarse y sorprendía
a alguna de ellas en blúmer y ajustadorcito, porque hablando en plata, solo una
de ellas tenía los senos bien desarrollados y estaba a punto de contraer
matrimonio al estilo montuno de aquella época. El novio construía el bohío
donde viviría con su pareja y una vez finalizado se robaba a la novia cualquier
noche. Venía la fase del insulto sufrido por quienes confiaron en el novio, la
promesa siempre incumplida de una merecida venganza, agredirlo y etcétera. La
sangre nunca llegaba al río y la realidad era que el novio había aliviado la
sobrecarga de su suegro restándole un estomago por alimentar. Me dejaban pasar
al cuarto mientras ellas estaban en paños menores, porque yo era un niño sano
acabado de salir de una escuela católica, absolutamente ninguna idea maliciosa
corrió por mi mente en aquellos momentos.
Después del abundante desayuno, casi siempre constituido
por un plato de viandas con algún trozo de morcilla o masita de cerdo, el varón
y yo nos íbamos a las montañas de cacería. Regresábamos a la hora del almuerzo
cargados de pájaros de cualquier especie o jaibas que cazábamos debajo de las
palmas. Si acaso salíamos antes de las cinco de la tarde, era para bañarnos en
el río Minas. Las clases se las daba una vez terminada la cena con la ayuda de
un mechón y no era todos los días, existieron muchas fallas cuando el viejo
manifestaba estar agotado por sus labores de siembra en el monte. Imagino que los
esfuerzos físicos para esa faena en la montaña dupliquen a la requerida en el
llano y Eusebio era el único hombre para atender su cafetal, siembras de cacao
y las de viandas, además de alimentar a sus animales.
El bohío era grande, solo que su distribución
resultaba algo caprichosa. Todo el que pasaba por el camino real hacia el
pueblo o en sentido contrario, lo primero que veía era la cocina. Era una
construcción aislada del bohío a unos tres metros de distancia, muy fácil de
identificarla porque en los horarios de comidas se veía escapar humo de
tonalidad azulada entre las pencas de guano que cubrían su techo. Es de suponer
que sus paredes estaban construidas con tablas de palmas y carecía de puertas,
no existía nada por robar. Continuando a la cocina y en casi perfecta
alineación con ella se encontraba el amplio bohío, cuya sala tenía una puerta
para comunicarse con la cocina, por donde transitábamos todos a las horas mencionadas
por nuestro plato, el que consumían los menores manteniéndolo en sus manos. La
única mesita existente, fabricada con tablas de palma también, estaba destinada
al padre, la madre, la hija mayor a punto de casarse y yo en mi calidad de
maestro, aparte de la mesita, habían unos cinco taburetes como únicos muebles.
La sala era bastante grande y contaba además con dos
puertas laterales y una en la posición opuesta a la de la cocina que daba
acceso al único cuarto, bien amplio, pero donde dormían todos. No imagino la
hora elegida por los padres para tener sus relaciones sexuales estando rodeados
de un vejigo y tres vejigas. Por suerte para ellos, ya la mayor se había casado
y la siguiente se encontraba en proceso de hacerlo. La vieja se encontraba en
avanzado estado de embarazo y la hija mayor también. Un mes y medio antes de mi
partida parió la hija y dos semanas más tarde lo hizo su madre, o sea, el
sobrino sería mayor que la tía. Los partos se realizaron en aquel cuarto con la
asistencia de una comadrona, noches de horribles gritos y nerviosismo que los
padres trataban de calmar con el peor de los aguardientes por ellos fabricados.
Allí no hubo Baby Shower y la pobre canastilla se limitó a escasos culeritos
confeccionados con telas baratas por las mujeres de la casa.
Aquel cuarto poseía otra puerta que daba a lo que sería
el fondo del bohío y dispuesta para acudir a la letrina que se encontraba
separada a unos diez metros de la casa. Lugar al que solo acudí una sola vez y
pasé tremendo susto al encontrar dentro de ella a un jubo, una especie de
culebrita que existe en Cuba. Después del espanto experimentado hacía mis
necesidades en el monte donde no me vieran las chamacas, ya había aprendido a
usar hojas de plantas para limpiarme, solo debía cuidarme de que las gallinas y
gallos no me picaran el culo mientras hacía mis necesidades, eran amantes de la
mierda los muy hijoputas.
El lugar que me asignaron para dormir fue una esquina
de aquella amplia sala, existían unas tablas que se unían de una pared a otra en
una especie de cartabón, no tuvo uso hasta mi llegada en que la convertí en un
librero. Allí ocuparon su sitio los manuales del alfabetizador, libretas y
varios libros que cargué para leer. Con esa edad yo era un buen y selecto
lector, no fue accidental, fui dirigido inteligentemente desde pequeño por el hábil
bibliotecario de la Beneficencia. Solo que a la cosecha de grandes y famosos
autores recomendaos para mi edad, debí sumar libros con paisajes y nombres
extraños. La fortaleza del Brest, Chapaiev, La carretera de Volokolams, Así se
templó el acero y Un hombre de verdad, fueron algunos de los títulos que nos
regalaron en Varadero, pura penetración comunista. Mi hamaca era colgada
diariamente en esa esquina y recogida cada mañana, siempre debajo del ficticio
librero que, además, servía de trampolín a las ratas. Bajaban desde sus nichos
en el caballete del techo hasta el librero, saltaban a mi hamaca y luego al
suelo. Eso me obligaba a dormir con la cabeza tapada por temor a ser mordido.
Todas las puertas del bohío, excepto la que daba
acceso al cuarto, se cerraban con unas enormes yaguas que Eusebio fijaba con
unos palos atravesados, Quedaban tan firmes que resultaba imposible quitarlas
con facilidad, gran obstáculo cuando me entraban deseos de orinar a medianoche.
La urgencia y la imposibilidad de salir, no solo por la obstrucción de aquellas
yaguas, debo agregar el miedo que sentía con solo imaginar de hacerlo, me
obligaban a orinar por cualquiera de sus rendijas disponibles. Siempre variaba
para no dar oportunidad a que la acumulación de orine produjera peste, muchas
veces borrada por las frecuentes lluvias. Unas veces orinaba por la puerta que
existía en dirección a la cocina y otras las repartía entre las puertas
laterales.
Ya les dije que en la casa se mantenían viviendo tres
de las hijas de Eusebio y que la mayorcita se encontraba en capilla ardiente para
escapar con su novio. Le seguía Lucia, una trigueñita más o menos contemporánea
conmigo y que no disimulaba mucho en estar enamorada de mí. Yo no le hacía
caso, mi vida se había resumido en cazar pájaros y buscar jaibas con el único
varón de la casa. Me queda por mencionar a la más pequeña y no recuerdo su
nombre, es una lástima, si se encuentra viva debe ser una viejita simpática y
jodedora. Pues aquella cabrona guajirita resultó ser mi verdugo dentro de
aquella familia, no existió minuto alguno en que dejara de joderme de mil
maneras diferentes, no me dejaba respirar y era preferible andar por el monte
con su hermano.
No sé qué me pasó uno de aquellos días y tampoco
recuerdo que fue lo que comí. De madrugada fui despertado por un fuerte dolor
de estómago y vencí mis miedos para salir a evacuar, solo que no pude desarmar
aquella trampa tendida por Eusebio diariamente y en medio de aquel forcejeo me
cagué. No tienen ustedes la más remota idea de las dimensiones de aquella cagazón
y lo apestosa que era. En medio de la oscuridad me quité el pantalón y el
calzoncillo, me limpié como pude y enrollé aquellas prendas en el rincón debajo
de mi hamaca. Realmente no pude dormir el resto de la noche y aunque tapado, dejé
la nariz afuera por la peste que tenía. No sabía qué era peor, porque apestaba
con la misma intensidad con la nariz tapada que descubierta. encomendé mi alma
a Dios y le pedía fervientemente que no fuera la más pequeña de la casa la
primera en salir del cuarto.
-¡MAMÁ, QUE PETE A MIERDA! Coño, ese grito le salió más
alto que nunca a esa cabrona y traté de hacerme el sordo.
-¡MAMÁ, EL MAETRICO SE CAGÓ! ¡QUE PETE A MIERDA, COÑO!
No pude continuar fingiendo, el único que dormía en la sala era yo, no vivía
otro maetrico en aquella casa. Bueno, comenzaron a salir las cabezas del cuarto
y muy avergonzado metí todos los trapos cagados, la hamaca y mi frazada en la
mochila, partí en dirección al río para lavarlo
todo.
Regresé unas dos horas más tarde cargando mi mochila
con todos aquellos trapos mojados, pesaban un mundo y le sume otro poquito de
ropa seca, no era mucha. No me aventuré a guardar los libros junto a ellas para
que no se mojaran, decidí abandonarlos aquella mañana. Partí solo y hambriento
en dirección al pueblo de Baracoa, cada cierto tramo de montaña recorrida debía
parar a tomar un descanso y aprovechaba para tender la ropa sobre la maleza, deseaba
que se fuera secando y me aliviara el peso. Iba todo el tiempo pensando en la
justificación que daría al Checo sobre mi presencia en el pueblo y mi decisión
de no retornar a Cerqueo. No le diría que me había cagado, eso se correría por
todo el pueblo y sería el blanco de todas las burlas habidas y por inventar,
pensaba, pensaba, no dejaba de hacerlo. Creo que en la tercera parada sentí el
relinchar de un caballo y pude identificar a Eusebio. Su imagen se fue
agrandando poco a poco hasta adquirir su dimensión verdadera, tomó unos minutos
en acercarse porque en las montañas no se corren los caballos.
-¿Pa dónde va usté, Compay? Ya les dije que era de
origen canario y nunca le escuché acento español alguno, era un guajiro más en
aquellas lomas.
-¿Yo? Pal pueblo, ¿Pa dónde más?
-Pues creo que no vas pa ningún lao, yo soy
responsable de su vida y tiene que regresar conmigo.
-¡No jodas! ¿No viste la burla de tus hijas por
haberme cagado?
-Hombre, cualquiera se caga una vez en su vida, si no
es por miedo puede ser por una mala digestión. Ya yo hablé con mis hijas y
nadie se va a burlar de usted, se lo aseguro.
-Eres el padre y parece que no conoces a la más
pequeña de todas.
-¡Mira! Estamos perdiendo tiempo, recoge tus cosas y
sube al caballo, si yo tengo que bajar, te aseguro que subirás a planazos. No
fue tanto el temor a los planazos como los llamados de mis tripas las que me
hicieron cambiar de actitud, tenía un hambre terrible.
La vieja me puso un enorme plato de comida en la
mesita y traté de concentrarme en cada trozo de vianda que iba devorando. Intenté
por todos los medios de evitar las miradas de las muchachas, ellas estaban
sentadas en la sala y podía sentir sus ojos clavados en mi nuca. A los pocos
minutos la curiosidad supo vencer todos mis temores y en lo que bebía un poco
de agua, mi rostro giró involuntariamente hasta chocar de frente con los de
ellas. Lucía me regaló una leve sonrisa muy parecida a la de la Mona Lisa,
parecía estar más apenada que yo en aquel instante, tal vez por las burlas que
le dedicaran sus hermanas por ese amor silente y ahora embarrado de mierda que sentía
hacia mí. La mayor de ellas me regaló una sonrisa más amplia injertada con algo
de burla, solo me faltaba la más pequeña, mi verdugo. Cuando la miré no pudo
contener la risa y me dijo ¡CAGÓN! Sin temer a la represión de su padre. Lo
dijo con tanta gracia que no pude evitar reírme, la sala se vino abajo.
-¡Ustedes, déjense de burlas y vayan a tenderle la
ropa al maetrico en la cerca! No supe diferenciar entre la burla o el regaño,
ellas agarraron mi mochila y partieron.
Nuestra salida de aquellas montañas fue precipitada y
adelantada a la fecha que se había anunciado. Una mañana llegó Reunerio y me
dio un prototipo de carta que los campesinos de aquella casa debían escribir.
Era una especie de agradecimiento a Fidel Castro por su alfabetización, ya había
cumplido los doce años y continuaba siendo muy inocente. La acepté y se las
puse de tarea a quienes les impartí clases, les dije que debían copiarla sin
desperdiciar ninguna de sus letras. Pasarían muchos años para acabar de
comprender que aquella carta era parte de un fraude y culto a la personalidad.
Ninguno de ellos estaba debidamente alfabetizado, solo la más pequeña leía y escribía
correctamente porque asistía a la escuelita donde Reunerio daba clases, siempre
y cuando el río no estuviera crecido. Fuera del bohío Reunerio me explicó que
aquella inesperada salida se debía a que en la zona estaban operando alzados y
que ya habían amenazado a un brigadista. No recuerdo si el cabecilla de ellos
fue Menoyo, puede que sí. Me dijo también que el trayecto sería más largo de lo
normal, llevaba lloviendo desde hacía cuatro días y no se podía cruzar el río Miel
en dirección a Baracoa. Me abrazó y nos despedimos para volver a encontrarnos
varios años después.
Vinieron por mí esa tarde, el grupo aun era pequeño,
estaba integrado por tres guajiros de las milicias serranas armados de pepechá,
dos brigadistas mas a los que solo conocía de vista y mi amigo Nemesio Echevarría,
el
benéfico. La despedida fue muy triste y corrieron lágrimas. La vieja me dio un
cartucho con unos trozos de pan de maíz para el viaje y una moneda de
veinticinco centavos que me tenía guardada. El último en abrazarme fue el noble
de Eusebio, lo hizo como si perdiera a un hijo. Partí con la cara humedecida
por los mocos de Lucía y la más pequeña, los perdí de vista en un recodo del
camino. Un poco más arriba de aquella montaña logré ver el techo humeante de la
cocina y ese fue mi último recuerdo de aquella humilde y linda familia. Fuimos
recorriendo cada una de las casas del Cuartón hasta que se nos unieron todos
los brigadistas, otra vez nos reunimos los benéficos y no parábamos de hablar.
Esponda, Horacio y dos hermanos que todavía continuaban meándose de noche y nos
lo hicieron saber los guajiros donde alfabetizaron. No parábamos de hablar y reírnos
sin escuchar el pedido de silencio frecuente de los milicianos. Nos demoramos
cuatro días en llegar a Baracoa, arribamos al poblado de Sabanilla extenuados y
logramos abordar un camión que nos llevara hasta el pueblo. Una vez allí y en lo
que fuera el punto de control de los alfabetizadores, nos pagaron $60.00 pesos,
toda una fortuna para esos tiempos. Nuestra partida hacia Guantánamo se produjo
varios días mas tarde, los necesarios para agrupar a la totalidad de los
brigadistas.
Unas dos semanas posteriores a mi salida de Baracoa, veía
en la televisión al grueso de aquella tropa juvenil desfilando por la Plaza José
Martí. Entonaron un himno creado para la ocasión; ♫ Somos las brigadas Conrado Benítez,
somos la vanguardia de la revolución, con el libro en alto cumplimos una meta: llevar
a toda Cuba la alfabetización. ♫ Decía una de sus estrofas.
Una década y media mas tarde vi con asombro y enojo
la película “El Brigadista”. Me encabroné al observar la exageración y manipulación
empleada en la fabricación de un superbrigadista muy distante de la realidad. Película
donde se emplea un lenguaje politizado dentro del campesinado y los jóvenes brigadistas
casi desconocido para esa época. Fue real el entusiasmo de una gran parte de la
juventud en la participación de esa nueva aventura, la primera de ellas
destinadas a la división de la familia cubana. Jóvenes que partían gustosos y escapaban
del dominio paternal para disfrutar de una especie de libertad o libertinaje
antes desconocido. Nadie incluyó en las estadísticas la cantidad de embarazos
fabricados entre cartillas, abortos producidos, etc. ¡Bienvenido sea el amor
libre! Gritarían muchos jóvenes alejados de la tutela de sus padres, pero no existía
ese lenguaje excesivamente politizado y manipulador que presenta el film. Menos
aun puede concebirse ese nivel de autoridad de un fiñe con solo 15 años dentro
de la comunidad campesina en la que estuvo destinado y, donde la mayor parte de
las veces aparecía vistiendo un uniforme implacablemente limpio y planchado.
Solo aceptaran tranquilamente esta versión exagerada del “superbrigadista”,
quienes no participaron en la campaña de alfabetización.
Una década después de aquella campaña por Baracoa,
estudiaba para oficial de la marina mercante cubana en la playa de Jaimanitas y
allí tuve muy presente a la pequeña guajirita que me dedicara aquel horrible
grito anunciando que me había cagado. Los habaneros hemos tenido el defecto de
comernos la “R” cuando hablamos, desconozco si ha sido superado en la jerigonza
que se habla actualmente en la isla. Para nosotros los habaneros el “Carbón” no
dejaba de ser “Cagbón. Los orientales, en cambio, pronuncian bien la “R”, pero tampoco
eran perfectos cuando hablaban, ellos metían la “S” donde no iba o simplemente
la omitían, tampoco se si lo habrán superado. Un compañero de estudios de
origen oriental de apellido Regueifeiros, fallecido en un terrible accidente a
bordo de un barco libio, cuando se dirigía al grupo solía decir; “Etos
compañero”, expresión que regresándola al año 1961,
resultaba muy parecida al grito de aquella inolvidable guajirita; ¡Que pete a
mierda! ¡Mamá, el maetrico se cagó!
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2022-06-06
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