VENENO Y LA TAMALERA
Restaurante "El Golfito", el único que existía en Alamar
Cuento infantil para tiempos de guerra.
El viejo José era imperfecto y fuera de pico, por eso
le decían con mucha razón "Veneno" y no era para menos. Es de aquella
gente que viaja con mucha rapidez de un extremo a otro, eso tampoco le gusta a
la gente. Sin desprenderse aún del carné rojo por el que luchara
intransigentemente, ahora era más gusano que la gente de Miami. Después de
tantos años, no puedo explicarme cómo pudo conservar aquella libretita roja
siendo tan gusano. Puede que trabaje para el aparato y sea un provocador,
respondía yo solo a mis preguntas. Luego le encontraba otra justificación,
bueno, yo sigo navegando a pesar de mi apatía, claro, hasta que se enfilaron
todas las mirillas hacia mí.
Era un tipo que por encima de los 50, conservaba el
recuerdo de haber poseído una bien formada musculatura. No es de esos tembas
que cuando se quitan la camisa inspiran lástima con estas horribles tetas
caídas o por la ausencia de que existieron alguna vez bíceps en sus antebrazos.
Veneno era un tipo bastante fuerte para haber vivido más de la mitad de un
siglo, y de verdad, muchos jóvenes debieron sentir envidia al verlo con el
torso descubierto.
Pero era imperfecto de verdad, algunos decían que
hasta pesao, siempre iba dejando caer su gota de veneno, no sé si se lo dejaban
pasar por miedo. ¿Quién me lo iba a decir? Diez años después de mi partida me
empato con el teléfono de un pariente suyo en Miami, me dijeron que se
encontraba de visita y lo llamé. No creo que haya sido maravillosa su memoria
para que reconociera mi voz, tuvo que haber sido el chismoso de los telefonitos
de ahora. Puede que sí, tal vez sea su memoria algo prodigiosa, porque no creo
que con tanto subdesarrollo encima sepa operar esos aparatos.
-¡Qué bolá veneno! Le dije al escuchar su
inconfundible voz.
-¡Qué pasa hijoputa! No había cambiado.
-¿Sabes quién te habla?
-¡Cómo no lo voy a saber comemierda!
-Raúl me dijo que estabas de visita, él fue quien me
dio tú número. ¿Y tu gente, cómo está?
-Ya sabes, aquello está en llamas, eso nunca se
arreglará, la gente bien.
-¿Y qué piensas hacer, te quedas?
-¡No hombre, no! Yo me voy pal carajo dentro de dos
semanas.
-¿No te gusta Miami?
-Si me gusta, pero imagínate tú, no consigo nada de
pincha y no voy a ser una carga para mi familia. Tengo que continuar los años
de condena que me quedan por cumplir.
-No es fácil, con nuestra edad no siempre se
encuentra algo por hacer.
-¿Y tu gente? La conversación continuó en ese giro,
chismes de los edificios que habíamos construido, los muertos, los que
desertaron, los que dejaron sin trabajo en la marina. -¡Escapaste a tiempo!
Ese día nos pusimos de acuerdo para tomarnos unas
pergas de laguer en la piloto del Golfito, como es de suponer, era día de cobro.
Luego no veríamos otras pergas hasta el mes próximo, era cíclica nuestra vida,
nada cambiaba, para pagar la guagua tendríamos que pedir prestado a la semana
siguiente. Dos o tres nos montamos en su carraspiana del 49, aquel carro se
conservaba mejor que yo y éramos de la misma edad. Otros tres se montaron en la
guagüita de Alberto, nadie sabe los milagros que hacía para mantenerla
funcionando, creo que era la única de su tipo en el país, puede que también en
el mundo, sabe Dios de que año y marca era. Ambos carros estaban pintados a
brochas y con pinturas marinas. Años después y cuando al fin nos mudamos para
esos edificios, daban un viaje y al regreso desarmaban sus cacharros para
hacerle alguna reparación, eran magos de verdad.
-¡Oye, negro! ¿Qué cantidad de agua le sonaste hoy al
tanque? Ese era el saludo de Veneno al pilotero, ya lo conocían y se la dejaban
pasar. Tal vez no les convenía dar mucho bateo, pero de que le sonaban agua al
tanque lo hacían, sabe Dios cuántas cosas más para que hiciera espuma, por eso
daba tantas cagaleras.
-¡Veneno, no jodas y deja la muela para que avance
esto! Era el vozarrón del negro Pello, él y Macías se habían robado todos los
watts existentes el día de sus nacimientos, buen par de gritones aquellos
negros.
Había algunos flamboyanes casi deshojados y unas
mesas de hormigón rodeadas de asientos del mismo material, redondos y pesados para
que no se los robaran. El indio picaba mucho a esas horas de la tarde, nosotros
íbamos directo a sentarnos debajo de unos ancianos pinos. Así lo haríamos
siempre, muy cerca de nosotros el inmenso meadero, bajabas solo un poquito de
aquella elevación y disparabas hacia el río de Cojímar. El baño de la piloto
era una cámara de gases y era necesario el uso de un salvavidas para poder
entrar, mear de frente a la naturaleza era algo que siempre nos gustó a los cubanos.
Veneno siempre ponía algunas de sus podridas y nadie
le hacía mucho caso, no estábamos para buscarnos líos ahora que casi finalizaba
el último edificio. No me explico esa facilidad para soltar sus gusanadas, ¿Y
si era pariente de Julito el Pescador o primo de David? ¡Pal carajo! Así pensamos
todos y no le pasábamos la bola, era preferible hablar de pelota, o de jevas,
porque en esa siempre terminamos los cubanos, no todos, la mayoría. ¡Vamos a
ver! Si me hubieran dado a escoger entre derechos humanos y un culo, ¿por cuál
piensan ustedes que inclinaría la balanza? En eso llegó una mujer con una lata
de esas usadas para envasar aceite, bueno, cuando aquello todavía existía ese
producto.
-¡Tamales! ¡Tamales! ¡Tamales! Les miento, solo lo
dijo una vez y bien bajito, no hacía falta tanto anuncio con el hambre que
llevábamos dentro, era ilegal eso que ella estaba haciendo y tampoco podía
estar anunciándolo tanto.
-¡Mamacita! ¿De qué son los tamales? José dejó caer
su píldora y aquello nos cayó mal, ya sabíamos que la iba a emprender contra
una mujer que solo estaba buscándose la vida.
-¡No jodas, José! ¿De qué carajo van a ser? Le dijo
Pello desde el tronco al que se encontraba recostado.
-No me vayan a caer ahora en pandilla, yo sé por qué
lo pregunto.
-De maíz. Respondió con mucha timidez la mulata,
tenía una voz muy sensual y mirándola con buenos ojos o dos pergas de más, se
encontraba muy bien.
-¡Ya ves, venenón! Son de maíz y no jodas más. Le
dijo Macías con sus 150 watts de salida.
-¡No me jodan! Lo pregunté porque hay gente que los
están haciendo con harina.
-¡Así y todo es maíz, viejo cabrón! Replicó Luisito
el borracho.
-¿Y cuánto cuestan, amorcito? Preguntó Veneno
cambiando el tono de la voz.
-Un peso cada uno. Respondió aquella mulata con
dulzura.
-¿Un pesooooo? Dijo Veneno como si fuera algo nuevo.
-¡Un peso, manón! ¿La caja de Populares no vale 1.60?
Luisito de nuevo, él era jefe de la microbrigada, pero un tipo que no estaba en
nada, solo le gustaba andar enclochado el día entero. La mulata miraba y no se
atrevía a abrir la lata para mostrar uno de aquellos tamales, se sentó junto al
grupo y muy cerca de José.
-Sí, pero no ha dicho si es de maíz tierno o de
harina. A veneno no le gustaba perder ni a las escupías.
-Son de maíz tierno. Respondió con el doble de la
dulzura aquella tamalera.
-¡Caballeros, no jodan más! ¿Compran o no compran los
putos tamales? No le hagan perder el tiempo a la compañera. Intervino Macías
nuevamente.
-Juana, me llamo Juana y no compañera.
-Amorcito, dame dos para probarlos. Solicitó Pello y
le entregó un billete de cinco pesos, todos seguimos su ejemplo y la mulata
comenzaba a hacer el pan.
Mientras comíamos los tamales ayudados por la
cerveza, porque de verdad que estaban tan secos que eran casi imposibles de
tragar, el negro Macías dio rienda suelta a su lengua y todos escuchábamos con
atención, la tamalera se olvidó del negocio en esos instantes.
-¡Caballeros que no es fácil! No es muy sencillo
vivir al lado de una posada, y en una misma barbacoa donde pernocta tanta
gente. Allí se entregaban a los brazos de Morfeo una turba, mi suegra, una
mulata que todavía está durísima, pregúntenle a Casañas, es un terrible castigo
tener que virar la cara cuando se está cambiando de ropa. En fin, allí duermen
ella y su marido que es policía, un blanco atravesao con cojones, debe ser el
complejo que tiene por ser un enano al lado de mi suegra. Duerme mi cuñada, una
chamaca jovencita que para un tren, mulatica blanconaza lindísima. Duerme
también mi cuñado, un chama que está metiendo fuerza para llevar su jeva a la
barbacoa. Y por último, mi mujer, el chama y yo. En eso hizo una pausa y se
llevó el tamal a la boca, tomó un sorbo de cerveza y con la vista recorrió cada
uno de nuestros rostros en busca de aprobación. Ya el tema había sido tocado
con anterioridad, pero siempre lo hacía con una versión libre y así nos
entretenía. Era extraño ese placer que se siente cuando se disfruta con el
dolor.
-¡Asere! ¿Y cómo te la arreglabas para coger cajita?
Era Alberto, me asombró que interviniera con esa pregunta, por lo general él
solo se reía con las ocurrencias de los presentes.
-¡Esa era otra, mi socio! La suegra había soltado un
decreto prohibiendo la templadera en aquella barbacoa, no es fácil. Todo era
difícil en aquel país, pero la gente no lo expresaba directamente, era más
saludable decir que no era fácil.
-¿Entonces? Se puede afirmar que no agarras cajitas
de cumpleaños desde que te casaste. Fue José y no pudo ocultar su ironía, la
tamalera continuaba concentrada en aquella historia.
-¡No tan calvo, que se le ven los sesos! De cuando en
vez nos metíamos en la posada de al lado, claro, cuando había plata.
-¿Y cuando había plata? Preguntó Pello.
-¡Asere, no me lleves tan recio! Tú sabes que mi jeva
es camarera de un restaurante y se busca sus pesitos con las propinas.
-Sí, pero hay días brujas, ¿Cómo resuelves, hay
cajitas o no las hay?
-Siempre se puede más, oye, viviendo al lado de una
posada no hay quien se resista.
-¿Y qué tiene que ver la posada en todo esto?
-Mano, que cuando menos te lo imaginas ahí mismo te
llegan los suspiros, los gemidos, y para qué contarles, ya me vuelven tan loco
que siento hasta el olor.
-Debe ser de madre, eso es una tortura, pero bueno,
está el decreto de tu suegra.
-A esa hora te cagas en el decreto de la suegra y si
el policía se pone impertinente le metes un tiro, porque nagüe, cuando la de
arriba se calienta no cree en nadie.
-Sí, sí, sí, pero estás tirando curvas y no le acabas
de responder a Pello, ¿hay cajita o no hay cajita? Intervino Luisón.
-Si la hay, pero hay que tener un cuidado del carajo.
¡Miren! Traten de tener siempre un pañuelo para que la jeva lo muerda. Ya
saben, la ponen a mirar quien viene y atacan por la retaguardia, no es fácil.
-¡Consorte! ¿Y qué bolá con los meneítos? Preguntó
Mario "cantimplorita".
-Nada de eso, ni se les ocurra dar un solo meneíto,
ustedes no se imaginan como suenan en una barbacoa. Macías había logrado
controlar la situación y todas las miradas se encontraban enfiladas en su
persona.
-Me quedé botao ahora, no entiendo ni timbales.
Intervino Pello nuevamente.
-¡Compadre! No seas bruto, usted la mete y deje que
la jeva ponga de su parte. Nada, contracciones que tú conoces, pañuelo que
aprietas y si es necesario se lo suenas hasta la garganta, se sufre un poquito,
pero tiene sus encantos.
-¡Coño, Macías! ¿Así fue como concebiste al chama? Le
preguntó Luisito el borracho.
-¡Sí, caballeros! ¿No han visto que fuerte está el
negrito?
-Sí, de verdad que está fuerte, pero olvídalo mi
ambia, ese negro no fue concebido como Dios manda, el daño lo tiene el socio en
el coco. ¡Coño, asere! Eso se cae de la mata, lo que tienes ahora en la
barbacoa es carne de presidio. Ese chama no puede salir normal con todos esos
sobresaltos, y los espermatozoides reprimidos sin poder moverse, y los cabrones
óvulos sin poder gritar, y pidiendo a gritos que termines en la cabrona
microbrigada, ese chama tiene que ser anormal. Se oyó una sonora y colectiva
carcajada después que Luisón dio sus sabias conclusiones.
-¡Oye Juanita! ¿Qué tienen adentro estos tamales?
Preguntó cantimplorita.
-¡Caballeros! Ahora que Macías terminó vamos a buscar
otra ronda, ya ésta que queda en la perga está caliente. Propuso Marquitos y el
grupo se levantó, Veneno continuó sentado junto a la tamalera y le encargó una
perga. Media hora más tarde algunos bajaron la lomita y se perdían de la vista
de Juana para orinar.
-¡Mi socio! ¿Cuánto pides por ese dorado? Le pregunté
a un pescador que pasaba junto a nosotros.
-Treinta y cinco varos, mi ambia. Contestó el tipo,
vestía muy mal y la piel estaba muy quemada por el sol.
-¿Cuánto pesa?
-Chico, ¿pero ese dorado es de oro, o sabe hablar
también? Metió la cuchareta José.
-Bueno, ve a comprarlo en la pescadería, si no lo
encuentras trata de sacar el carné de pescador, trata de comprar los avíos,
consíguete una lancha, compra combustible, compra la carnada. Luego pásate todo
el día curricaneando por toda esa costa desde Guanabo hasta el Morro. ¡Mira, es
más, subió a cuarenta varos el precio! Le respondió el pescador algo
encabronado al que le quería poner malo el negocio.
-¡Oye, Veneno! Asere, por qué no te metes la lengua
en el culo.
-No te preocupes, mi ambia, para ti el precio es el
mismo.
-Ni discutas más y suelta ese bicho ahora mismo. Le
pagué y el hombre continuó su camino.
-Por fin, Juanita, ¿qué tienen esos tamales adentro?
Insistió cantimplorita.
-Maíz. Respondió Juana sin abandonar su dulzura.
-¿Maiz con maíz?
-¿Y qué quieres que tenga por un peso? ¿No querrás
unas masitas de puerco? ¿Y el ají, y el ajo, y la cebolla, y el puré de tomate?
Y lo quieres con masitas de puerco también por un peso. ¡Coño, Mario! Que
descarado eres. Respondió Veneno como si fuera el dueño del negocio.
-Bueno, Veneno, ¿pero tú eres el tamalero? Hubo un
poco de silencio entonces, un patrullero se parqueó muy cerca del área y Juana
se mostró nerviosa.
-Cierren fila alrededor de la lata para que no se
lleven el pase. Dijo Veneno, pero segundos después desaparecían nuevamente y
Alberto le pidió otro tamal a Juana.
Alberto era un tipo chévere, el no participaba mucho
de las jodederas, prefería disfrutar de ellas, muy servicial también. Pocos
años después y siendo vecinos, le hablé a él y a Pello de un lugar en San
Agustín donde se podía comprar aguacates y conejos. Acordamos salir a la mañana
siguiente con ese destino y hacer nuestras compras. Arribaríamos a eso de las
once de la mañana, y en aquellas casas donde años atrás yo hacía una factura
extra para la casa, todos se negaban a vendernos algo. No sé si lo hacían por
miedo, o simplemente para conservar cierta reserva para sus familias y
amistades, lo cierto es que nos fuimos con las manos vacías.
Hicimos una breve parada para comer algo en el Pío
Pío que estaba frente al muelle de Caballerías, coincidimos con un tirito de
laguer y con buena propina el camarero nos abastecía frecuentemente. Nos
pusimos sabrosos enseguida, en esos tiempos me gustaba estar así todos los días
y ése era uno de suerte, no siempre se encontraba cerveza embotellada. A las
botellas no se les podía agregar agua, bueno, a las de cerveza solamente,
porque casi todas las de ron venían bautizadas, tampoco era mucha la diferencia
entre las calidades de las cervezas. Recuerdo que estando atracados en Tokio
con la motonave Otto Parellada, al Jefe de Máquinas se le ocurrió invitar a un
japonés a tomarse una de ellas y de pronto lo veo corriendo hacia el baño.
Pensé que le había sucedido algo, pero el problema fue otro, cuando estaba
abriendo la botella observó en el fondo una cucaracha, por suerte su invitado
no se llevó el pase.
A esa hora Pello se acordó que, en el bar situado en
los bajos de nuestra Empresa, hacían un tiro de cerveza a las cinco de la tarde
y para allá partimos. Comenzó a caer tremendo aguacero y el negro se apareció
con una caja entera que colocó en el piso de la guagüita de Alberto. Claro, con
la caja llegaron tres jevitas también y a mi lado cayó una simpática mulata.
Ella trabajaba en las oficinas de la pesca y conocía a mi hermano, allí
apretados consumimos esa caja de cerveza y nos pusimos más sabrosos aún. Cuando
se acabó el tiro ya eran cerca de las ocho de la noche y Alberto se acordó de
otro tiro que hacían en la posada La Pampa, manejaba bien el muy cabrón con cuatro
barriles de cerveza arriba. Allí estuvimos hasta que finalizó el tiro y a la
mulatica que ya andaba conmigo, se le ocurrió la brillante idea de ir a su casa
en Marianao.
Nos abrió su tía, una vieja solterona que al sabernos
miembros de la marina mercante se puso a cocinar. La mulatica nos llevó hasta
una piloto clandestina donde un paralítico, luego de un largo interrogatorio,
nos vendió una caja de cerveza a tres pesos cada una. Después de comer algo y
estando ella sentada en mis piernas, la vieja comenzó a sacar fotos y
galardones de su paso por la seguridad del estado, allí tuvimos que aguantarle
la muela a la vieja jubilada, pero con cuatro cervezas en la cabeza era
soportable.
A la hora de repartir las camas Alberto cayó de
cabeza en el sofá, Pello dormiría con la vieja y yo lo haría con la mulatica.
Nos dimos un buen baño de agua fría, luego hicimos el amor en el piso y
dormimos junto a su hijito en la cama. Partimos de regreso a las seis de la
mañana.
-Bueno, ¿cómo la pasaron? Preguntó Alberto riéndose
mientras Pello permanecía callado.
-¡Oye, Pello! Solo se me ocurrió decir eso.
-¿Qué bolá? respondió.
-¡Asere! Te templaste a Julito el Pescador. Alberto
tuvo que detener la guagüita para reírse. Cuando enfilamos el edificio allí
estaban las mujeres esperando, ya iban a llamar a la policía, por suerte, al
teléfono que se encontraba en los bajos del edificio B1 siempre le robaban el
auricular.
Luisito el borracho se ponía de lo más cómico con
cuatro tragos encima, se le trababa la lengua y su paso se hacía doblemente más
lento, varias veces coincidimos en el Golfito y otros bares. En una de esas
relevantes borracheras, Luisón se cayó en el hueco de un tragante sin tapa de
la vía pública, pero era de goma aquel enano, no digo yo si lo era. Me contaron
que, en una bronca con un vecino, éste lo lanzó desde el tercer o cuarto piso,
y que el hombre solo sufrió unas leves contusiones. Es bien bajito y no se
puede negar que tuvo sus quince a pesar de su corta estatura, tenía ojos verdes
o grises, no recuerdo ahora, pero Luisón era enfermo al petróleo. Mientras más
negra y fea fuera una mujer, esa era la ideal para él. Un día me enseñó a una
hija de King Kong y yo quisiera que vieran lo radiante que estaba de felicidad
al decirme que era su pollo.
-¡Bueno, qué! ¿No desean comerse unas papitas
rellenas? Nadie se había percatado de la presencia del flaco papero. El tipo
iba todos los días por la brigada con una lata de galletas debajo del brazo, en
el bolsillo trasero siempre llevaba una libreta donde apuntaba los créditos que
otorgaba a sus clientes.
-¡Coño, flaco! Vas a salirnos hasta en la sopa. Le
dijo Marquitos.
-¡Vamos, muchachos! Siempre es bueno comer algo
cuando se bebe.
-Llegaste tarde, hoy estamos para los tamalitos de
Juana. Intervino José.
-Na, que esas papas son de la casa de los trucos, son
de sorpresas mi hermano, papa con papa. Le dijo Macías.
-¡No jodas! Tú sabes que cuando me empato con jurel
las hago de pescado. No me digan que los tamales son de puerco. Se defendió el
tipo.
-¡Asere! Son de maíz con maíz, tú sabes cómo es eso,
puros vegetarianos nos vamos convirtiendo. ¡Coño! No le pongas la mala al
negocio de Juanita. Dijo Pello.
-¿Qué tú quieres, mear? Todos giraron la cabeza hacia
Veneno. El flaco continuó su recorrido de borracho en borracho.
-¡No seas imprudente, manón! Así no se le habla a una
jeva, se dice orinar y bajito para que no se entere nadie. Fue Luisito.
-¡Sin tema, Juanita! Baja por la lomita y escóndete
detrás del matorral, no hay quien entre al baño de la piloto. Le dijo Macías
esforzándose en hablar bajito, ella miró a todos buscando aprobación.
-¡No hay líos, mulata! Nosotros te cuidamos el
negocio. Cuando Alberto le dijo esas palabras ella se levantó y siguió por el
trillo señalado. Todas nuestras miradas se concentraron en ese delicioso vaivén
que las cubanas saben darles a sus nalgas. Juana sobrepasaba la treintena, pero
se conservaba apetecible al gusto de cualquiera de los machos allí presente.
-¡Aseres! No se pongan pal daño, voy a ver si me
levanto a la mulata. Advirtió Veneno a todos los presentes, pocos minutos
después ella se encontraba nuevamente en el grupo.
-Ven acá mi amor, tú sabes que te la estás jugando
con el numerito de los tamales, ¿tú pinchas? Le preguntó Pello y rompió un poco
la inesperada quietud de aquellos minutos de ausencia.
-Yo trabajo, pero si alguien me da la fórmula para
mantener a tres bocas con ciento cincuenta pesos, yo dejo de vender tamales.
Respondió con desgana.
-Pues mira, tienes buen salario aunque no lo creas,
¿y tú marido? Insistía el negro en su interrogatorio y todos permanecíamos
atentos. A unos quince metros de nosotros pasaban rumbo a la pipa Graupier e
Idelfonso, ambos eran secretarios del núcleo del PCC. No quisieron llegar hasta
nosotros, disimularon no vernos. Graupier había estado navegando conmigo en el
buque angolano, arribó a ese país al año de yo estar allá como técnico de
refrigeración. Como no tenía búsqueda alguna le tiré muchos cabos, ahora en la
micro no se me arrimaba porque yo hablaba mucha mierda.
-¿Marido? Quién se acuerda de eso, borrón y cuenta
nueva, como se hace aquí. Contestó Juana.
-Pero el tipo tiene que ayudarte con algo. Esta vez
fue Mario cantimplorita.
-Eso no se lo creen ni ustedes mismos. ¡Vamos,
caballeros! Ustedes saben cómo es la rumba en este país. Los hombres se echan
otra mujer y se olvidan de lo que dejan atrás.
-Pero las leyes, Juanita, las leyes revolucionarias.
Intervino Pello nuevamente.
-¡Caballeros! ¡Caballeros! Vamos a cambiar el tema,
siempre caemos en la misma baba. Aunque le apliquen la ley ese hombre no puede
mantener dos casas, ¿en qué pincha el tipo, Juanita? Macías quiso cambiar la
bola, pero se dejó dominar por esa curiosidad que mata a todos los cubanos.
-El tipo es policía. Respondió a secas.
-¡Pa'su madre! Ese debe ser un nagüito, ¿o me
equivoco? Dijo Luis en tono burlón.
-Sí, el tipo es de Guantánamo.
-¡Coño, manona! Con lo rica que tu debiste estar,
¿cómo rayos te vas a empatar con la gente que inventó la barbacoa?
-Cosas de la juventud Luis, nada, me dejó embarcada
con los tres chamas.
-¿Y tú estás integrada? Intervino de pronto Veneno,
ya se le notaba un poco amarrada la lengua. Juana se sintió un poco sorprendida
con aquella pregunta.
-¡Oye, manón! ¿A ti qué te importa? ¿Quieres
empatarte con la mulata o con Vilma Espín? Se escuchó una carcajada general y
otros grupos dirigieron sus miradas hacia nosotros.
-Luisón, no aprietes, tú sabes que hay que andar con
cuidado. Juana se hizo la desentendida ante aquella pregunta, eso demostraba
que estaba puesta para el daño.
-Ya este laguer está caliente, voy por otra. Todos
nos levantamos mientras Veneno nos encargaba dos vasos. Haciendo la colita
junto al tanque pudimos seguir sus movimientos de caimán viejo. Unas veces la
manoseaba, otra le hablaba al oído, ambos se reían. Parece que ya estaba
cuadrando la caja, era normal, solo él, Alberto y Luisón lo podían hacer. No
era fácil cargar la jeva en una guagua con aquella lata de tamales y luego
hacer la cola en la posada.
-¿Y qué bolá, está integrada o no? Preguntó Mario
cantimplorita.
-¿Qué, me van a vacilar ahora? Juanita, recoge tus
cosas que nos vamos en la carraspiana. Ordenó Veneno después de levantarse con
la perga en la mano.
-Manón, juega con el mono, pero no con la cadena. Lo
frenó en seco Luisito.
-¿Qué bolón, Luisón? Preguntó Veneno algo intrigado.
-¡Asere! Llévate a Juanita, pero deja la lata de
tamales. Que pase mañana por la brigada a liquidar. Poco rato después de
marcharse Veneno con la mulata, Luisito se los vendía a los borrachos a $1.50.
Algunos de mis vecinos se largaron y viven en Miami,
varios de ellos desertaron como yo, otros salieron por el bombo, algunos
escaparon en balsa. Los muchachos ya son hombres y pagan los errores cometidos
por nosotros, todas las generaciones que los antecedieron. Sus vidas han sido
constantes al garete en mares de alcohol, mariguana, inventos jineteos, y con
la esperanza de escapar un día de aquel infierno. Los edificios que terminamos
en el 81 nunca han sido pintados, se encuentran iguales que los de La Habana
Vieja, como todos sus habitantes.
¡Claro que me gustaría compartir con ellos! Con los
que sobrevivan a esta gran traición. Iría de visita y me sentaría debajo de
aquellos pinos o flamboyanes, los invitaría a beber algo de respeto.
Hablaríamos, recorreríamos con dolor y tristeza parte de este pasado que
arruinó nuestras vidas. Trataría de elevar la mirada por encima de toda esa
destrucción, me esforzaría en olvidar que mi tierra nunca estuvo en esas
humillantes condiciones, intentaría nublar cualquier rayo de odio
sobreviviente, me reiría con ellos, con gente como yo.
¿Y la tamalera? Dicen que es una anciana, sobrevivió
a la ventisca turbulenta de estos años, continúa vendiendo tamalitos de maíz
con maíz para sobrevivir.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá
Jueves, 27 de Mayo del 2004
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