ABUELA NEGRITA
La negra, así me
enseñaron a conocerla, pero con toda la intensidad y desprecio acumulado por el
color de su piel. La negra, siempre pronunciada con ese acento despectivo que
busca sepultar cualquier indicio de virtud. Insistían, machacaban constantemente
dentro de mi cabeza infantil buscando tal vez, o pretendiendo, dejar esa
semilla de odio que nunca es capaz de germinar en el corazón de un niño.
¡No la llames por su
nombre, ella es una negra! Nunca alcancé a comprender el objetivo perseguido
por mi abuelo materno, mi inocencia, maltratada con su enfermiza insistencia,
no podía distinguir donde se ocultaba el fantasma de un rancio racismo que deseaban
penetrara en mí.
-¡Abuelita negra,
dame pan! Dijo mi hija de solo unos tres años y al escucharla no pude evitar
saltar como un resorte.
-¡De abuela negra,
nada! ¡Solo abuela! ¿Me escuchaste? Ella se asustó con aquella repentina
reacción mía y rompió a llorar.
-¡Ven acá, mijita!
¡No llores, tu papá está medio loco! ¡Abuela negrita, bien! La tomó con ternura
de su manita y con esa dulzura que nunca la abandonaba se perdió por la puerta
de la cocina. Por allá las escuché cuchicheando algo sobre el papá medio peleón
que era yo.
Una vez le dije
negra, claro, sin esa carga de odio que quisieron inculcarme. Pudo haberse
escuchado algo divertido, muy infantil, pienso yo. Ella mantuvo la calma y
derramó sobre mi alma de niño toda la dulzura reservada quizás para otra
ocasión. Después, no puedo precisar con exactitud cuánto tiempo había
transcurrido en esa lucha de ella por conquistarme, me regaló una hermanita. Ya
yo tenía tres hermanos blanquitos y no recuerdo cómo me dieron la noticia, solo
que me alegré mucho porque era hembrita, algo nuevo. Camino a su casa, que no
era tal, un humilde cuartucho en la carretera que unía al Moro y el Lawton, mi
mente iba ocupada con ese pensamiento que no lograba abandonarme, ¿de qué color
era mi hermanita? ¡Vaya sorpresa! No paraba de observarla mientras estuve junto
a su cuna, era tan blanca como yo. La miraba a ella, lo hacía con su madre y
nunca pude resolver aquella ecuación extravagante de colores.
Un tiempo después se
mudaron para Los Pinos, otro cuartucho situado en 24 de Febrero y Finlay, era
como si estuviéramos condenados a habitar todos los cuartos existentes en La
Habana. Allí continuaron naciendo otros hermanos, unos tras otros, la familia se
reproducía rápidamente, muy fecunda ella, como si fuéramos conejos. Aquellos
hermanitos no salieron tan blanquitos, tampoco tan prietos, eran mulatitos.
Bueno, se me estaba olvidando contarles que la negra, además de criar a sus
hijos, que fueron cinco en total, cargó sobre sus hombros la suerte de dos
hermanos míos carnales, dos blanquitos que no eran suyos. ¡Siete niños! Resulta
fácil pronunciar esa cifra, pero muy difícil a la hora de calzarlos,
alimentarlos y velar por sus fiebres. Ella lo hizo sin marcar diferencias entre
unos y otros, todos eran sus hijos y es aquí donde radica toda su grandeza.
Aquellos dos hermanos míos fueron muy afortunados, tanto, que para ellos no
existe otra madre que aquella negra.
La suerte cambió de
repente y mi padre, un gran “revolucionario” de sus tiempos, fue premiado con
un magnífico apartamento en 49 B entre 74 y 76 en Marianao. Yo había crecido,
me convertí en un hombre que violó su infancia y pubertad, un hombre de 14 años
que portaba armas, metralletas de verdad y no las pistolitas o revólveres que
traían los Reyes Magos. Durante mis pases del Servicio Militar, me convertía en
el hijo número ocho de la negra. No solo debía hervir y lavar las sábanas
meadas por mis hermanos menores, se sumaban también mis uniformes de militar.
Nunca protestó, nunca manifestó estar agotada, nunca se sintió incómoda, todo
lo contrario, no sabía qué hacer para complacer a su hijo mayor.
La felicidad siempre
dura poco en casa del pobre y la mala suerte se ensañó sin piedad con ella. La
“Patria”, la puta patria que ha servido de argumento para justificar el
abandono de tantos de sus hijos, fue la causa que utilizó nuestro progenitor
para abandonar a la negra con todos mis hermanos. No pudo haber ocurrido de una
forma peor, los llevó a todos para Jatibonico, iba supuestamente a cumplir con
un llamado de esa patria mencionada. Después, a cientos de kilómetros de su
pariente más cercano, quedó la negra sola, desamparada, casi olvidada con siete
hijos, mi padre escapó con una compañera de su partido. Recuerdo que una vez,
cuando intentó marearme con sus falsos argumentos, solo alcancé a decirle algo,
puede que sean las mismas palabras: ¿Cómo es posible que se sienta amor por un
amigo, un compañero de trabajo, del partido, cuando se ha abandonado a nueve
hijos? Eran nueve los que quedaron regados por el camino, cinco de la negra y
cuatro blanquitos. No supo responderme, no podía hacerlo.
Esa fue la fecha en
la cual la negra se convirtió en gigante, siete bocas para alimentar con solo
dos brazos, admirable. No protestó, no reclamó, no abandonó a ninguno de sus
cachorros, mulatos o blancos, eran de ella, les pertenecían. Regresó con toda su
prole a Isla de Pinos, era el único sitio donde tenía parientes. La casa, si
acaso pudiera llamarse así, se encontraba en muy mal estado. La luna y el sol
se aprovechaban de ello para penetrar por sus paredes y disfrutar de todos sus
secretos. La negra no cedió, nunca se dio por vencida, solo que ahora su tarea
era un poco más difícil. No solo debía llenar siete barrigas, se imponía la
necesidad de reparar y proteger su nido. Nadie puede imaginar cómo rayos lo
hizo, pero lo logró.
Si la solución de
todos esos problemas económicos que la agobiaron durante tantos años pudiera
ser interpretado como su mayor mérito, creo que se equivocan. Haber logrado
mantener esa cohesión dentro de su núcleo familiar, y no solamente esa unidad,
haber creado toda una institución indestructible basada en la existencia del
gran amor sembrado entre sus hijos, esa ha sido su máxima victoria lograda al
precio de un sacrificio que solo conocen los que vivieron dentro de aquellas
cuatro paredes.
Hace solo unas
semanas mi hijo viajó a Isla de Pinos para despedirse de su abuela negrita, no
pude contenerme y escribí unas líneas mojadas con mis lágrimas. No conforme,
llamé y pude entre dolorosos sollozos decirle algunas palabras a mi hermana,
insistí en algo, que le dijeran cuánto yo la quería, solo eso. Muchas veces
hablé con la negra por teléfono y siempre me salpicaba con sus lágrimas y me
torturaba con la misma pregunta, ¿cuándo te veré?, no creo que vaya a morirme
sin verte, me partía el alma.
Hoy dejó de respirar
y no ceso en la búsqueda de todas sus virtudes, era sencillamente asombrosa.
Recuerdo que una vez la llamé para informarle de la muerte de mi padre, ironías
de la vida, siendo un extremista comunista murió en Miami. Ella lloró desconsoladamente
por el autor de todas sus desgracias, indudablemente que su amor no tenía
espacio disponible dentro de aquel cuerpo oscuro de piel, pero con un alma
enchapado de diamantes.
Tengo el corazón
arrugadito como una de las pasitas que adornaban su cabeza, todavía hay cosas
que no comprendo, por ejemplo, la capacidad del ser humano para soportar tantos
golpes y dolor. No entiendo que exista un Dios que castigue a los buenos con una
dolorosa agonía, tal vez sea el precio que se deba pagar para entrar al cielo,
no lo comprendo.
Espero que se lean
estas líneas ante su féretro, un poco antes de que las primeras paladas de
tierra comiencen a cubrir su caja. Espero que sirvan de homenaje a una mujer
grande, enorme, gigante, a la mejor de todas las madres, negra ella. Espero que
entre todas las lágrimas de mis hermanos se encuentren las mías, ese dolor nos
pertenece a todos por igual. Entonces, cuando esa caja comience a descender en
las profundidades de su tumba, quisiera que se escuchen las palabras de una
niña.
-¡Abuelita negra,
dame pan! Qué ironía, hoy es San Esteban.
Esteban Casañas
Lostal.
Montreal..Canadá.
2009-12-26
Y si tenéis por rey
a un déspota, deberéis destronarlo, pero comprobad que el trono que erigiera en
vuestro interior ha sido antes destruido.
Jalil Gibrán.
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