Visitas recibidas en la Peña

sábado, 31 de agosto de 2019

MEMORIAS DE “BOLLO MANSO” (1). VIAJANDO EN UNA ASPIRINA.


                    MEMORIAS DE “BOLLO MANSO” (1)

VIAJANDO EN UNA ASPIRINA.


Autobús de producción cubana conocido como "Aspirina"


Todavía recuerdo el último viaje interprovincial que hice cuando vivía en “Bollo Manso”, me habían relevado en el cargo de Primer Oficial a bordo del buque “Otto Parellada”. Si me matan ahora no puedo acordarme del nombre de quien me relevó, me tocaban las vacaciones y estaba desesperado por abandonar aquella nave en la que había vivido tan malos momentos. El Capitán Santana había relevado a Calixto Velozo y no ocurrió lo que gran parte de la tripulación esperaba, su amo Remigio Aras Jinalte no regresaría, le habían asignado otro destino. Ello no impidió que parte de su manada racista se reintegrara nuevamente al barco, mal presagio que volvieran a unirse, ya muchos de ellos habían probado los rigores del Reglamento de la Marina Mercante que se les aplicó en ausencia de su cacique y muy bien podían emprender una revancha. Se jodieron, los dejé con las ganas.


Como el barco había entrado por La Habana ya había extraído el grueso de mi equipaje, solo cargaba el mínimo necesario abordo, el suficiente para que me diera libertad de movimientos a la hora de la salida. El agente consignatario no pudo resolverme un pasaje por ninguna de las vías posibles, me encontraba literalmente atrapado en Puerto Padre, pueblo donde no conocía a nadie. No sé cómo me entero de que estaba operando una brigada de la empresa Obras Marítimas y que al día siguiente partiría hacia la capital una guagua con parte del personal relevado para descansar.


El albergue donde se encontraban alojados era un barracón que inmediatamente me trasladó hacia los años sesenta, deplorable e insalubre como aquellos donde me alojara en zafras y movilizaciones a la agricultura, nada había cambiado, era como si el tiempo se hubiera detenido. Luego de algunas averiguaciones me recomendaron hablar con el jefe de aquella tropa, solo él autorizaba a las personas que viajarían en esa guagüita.


-Compadre, yo soy el Primer Oficial saliente del Otto Parellada y necesito viajar para La Habana. Le disparé a boca de jarro mientras le extendía la mano. Con los ojos me indicó apartarnos del grupo unos cuantos metros.


-Yo te recomiendo que vayas a ver a Ñico, el agente consignatario, es buen socio y resuelve.


-Lleva varios días tratando de resolverme un pasaje y no encuentra vía posible, nada de pasajes en guaguas o trenes, estoy atrapado en esta trampa.


-Yo puedo resolverte, pero te advierto, el viaje es bastante incomodo y largo.


-No te entiendo, hay la misma distancia hasta La Habana, aunque salgas a caballo.


-Si, pero el asunto es que esta guagua debe entrar primero en Cienfuegos para recoger a otro grupo de trabajadores que salen de descanso.


-¡Ño, está dura! No tengo de otras, ¿de cuantas horas de viaje estamos hablando?


-Eso es impredecible, mi hermano, no olvides que estamos en Bollo Manso.


-¿No tienes una idea aproximada?


-¿Quién pudiera saberlo? Calcula entre 26, 32, 34 horas, no hay nada fijo.


-¿Esa es la incomodidad a la que te referiste?


-¡No, hombre! Una cosa es la duración del viaje y otra su incomodidad.


-¿De qué hablas entonces?


-Mi hermano, que el viaje es en una “aspirina”.


-Bueno, eso no me asusta, hay aspirinas de organismos como el INDER, Cultura, etc., que tienen asientos cómicos.


-Ese es el lío, aquí de cómico no hay nada, es una aspirina con sus asientos plásticos, las mismas que tú conoces.


-¡De pinga, asere! No es fácil meterse un viaje interplanetario en un asientico de esos.


-¡Es lo que hay, mi hermano! Lo tomas o lo dejas, tubí or not tubí, ya lo dijo ese gran filósofo…


-¡No, no, no, lo tomo! No me queda mas remedio. ¿Tienes que apuntar mi nombre? Le hice la pregunta al observar que tenia entre sus manos una tablilla con varias hojas sujetas por una presilla ya oxidada.


-Si, pero tampoco es así como así de jamoneta.


-¿Hay algo peor?


-No, ya te di una imagen de todo lo malo. El asunto es que, como debes imaginar, tenemos que luchar, aquí nada es fácil.


-¿De cuánto estamos hablando?


-Son 30 varos, mi hermano. Debo tocar al chofer y su ayudante.


-No hay líos, ¿te los doy ahora?


-Vamos a separarnos un poco mas y finge como si estuvieras dándome el carnet de identidad, mete la pasta dentro de él.


Motonave "Otto Parellada"


Una jauría de gente desesperada trataba de abordar la guagua, mujeres que suplicaban por llevar a sus hijos hasta La Habana para ser atendidos en un hospital y muchas causas mas que no lograron convencer o conmover al resto de los presentes. De aquella tablilla fueron mencionando los nombres de los bendecidos, primero abordarían los empleados y luego fui contando de 30 en 30 varos hasta reunir una suma importante. Unas dos horas tomó aquella batalla de abre y cierra la puerta, siempre temiendo lo peor mientras no acabara de arrancar el motor.


Partimos felizmente al mediodía, solo bastaban dos horas de viaje para sentir el rigor de aquellos rígidos asientos sobre mis escasas nalgas. No olviden que en muchas oportunidades sobresalía la cabeza del tornillo y quedaba exactamente en el mismo sitio del huesito de la alegría. A mi lado viajaba una mujer algo pasada en libras cuyos muslos no cabían en la estrechez de su asiento y ocupaba parte del mío. Las posibilidades de movimiento para alternar el peso del cuerpo entre una y otra nalga eran nulas, estabas condenado a meterte el dichoso tornillo. El calor era horrible y como saben el ruido del motor insoportable, es un pasajero mas que viaja con deficiente aislamiento y debes aspirar algunos de sus gases.


Aquella guagua paraba mucho mas que el tren lechero de Cienfuegos, bajaban pasajeros en uno u otro pueblo y allí mismo su plaza era ocupada por otro desesperado como nosotros. El ayudante era el encargado de cobrarles de una manera descaradamente clandestina, todos éramos cómplices. Hubo en aquella larga trayectoria algunos pasajeros que pagaron por viajar en la escalerilla de la guagua o en los pocos espacios vacíos del corto pasillo. Algo me llamó mucho la atención, coño, no hubo reclamos de paradas para mear durante las largas horas ya transcurridas desde la salida.


Ya era casi de noche y no habíamos vencido la provincia de Camagüey, alguien se atrevió a protestar y el chofer se detuvo en un restaurante campestre que debió ser hermoso antes de que la isla se transformara en “Bollo Manso”. Rodeado de arecas y palmeras que debían ofrecer un ambiente muy fresco en nuestros calurosos días, el salón de la terraza guardaba armonía con aquel aspecto tropical de su exterior, amplias mesas rodeadas de criollos taburetes dejaban aun constancia de su majestuosidad.


-¡No hay, no hay, no hay, se acabó hace un ratico, no hay! Fueron las respuestas de aquella hermosa camarera con telarañas en la lengua.


-¡Mija! ¿Qué rayos hay entonces? Le pregunté mientras ella no apartaba la vista de la operación más importante que realizara en todo el día. Llenaba unos vasos plásticos que dejaron de ser translucidos por estar empercudidos, el agua era del tiempo.


-¡Espaguetis! Respondió con una voz que me llegó desde el más allá.


-¿Espaguetis con qué? ¿De jamón, pescado, napolitano?


-¡Espaguetis con espaguetis? Respondió esta vez con sorna y mal humor.


-O sea, espaguetis sin queso también.


-Espaguetis con espaguetis, lo toma o lo deja. Debo atender a otros clientes.


-¡Claro, tráeme un plato de espaguetis! ¿Tiene algo para bajarlos?


-El agua servida y ron.


-¿Ron para bajar los espaguetis? ¿Qué marca de ron?


-Puerto Príncipe.


-¡Tráeme una caja!


-Es que aquí no estamos acostumbrados a despacharlos por cajas.


-Okey, tráeme el ron que dejarán de consumir todos los clientes que están ahora en el restaurante.


-Voy a consultarlo con el administrador.


-Marino, usted está medio loco. Me dijo la gorda que venía a mi lado de pasajera.


-Yo te voy a hacer un cuento después, aun no vamos por la mitad del viaje y ya no resisto el dolor en el culo. Es mejor terminarlo borrachos, ¿no crees?


-Cuando termine de servir las mesas le traigo la caja de ron, el administrador lo aprobó. Dijo ella mientras ponía delante de cada ocupante de aquella mesa un plato hondo con unos espaguetis nadando en una salsa anaranjada insípida, humeantes al menos. Debía disparármelos si no deseaba desmayarme, ya eran demasiadas horas sin ingerir alimento alguno. Claro, la operación de consumirlos nos tomaría mas de media hora, como único cubierto nos pusieron una cucharita de postre.


-¡Coño, parecido al país de Alicia! Se me escapó y no fui comprendido por la camarera ni la gorda. Solo unos privilegiados habíamos disfrutado aquel film clandestinamente.


-¿Quiere un trago? Le brindé a la gorda luego de destapar la botella dándole un golpe seco por el culo. Extendió la mano y se empinó a pico la botella.


-¡Coño, marino! El tiburón se moja, pero salpica. Me gritó un mulato desde la hilera opuesta a mi asiento. Saqué una botella y se la pasé, ofrecí otra a los que quedaban a mi espalda y no se hizo esperar el reclamo del ayudante por los que se encontraban delante, incluyendo al chofer. Al rato se escucharon bromas y carcajadas, la gente era un poquitín menos infeliz, cuando menos dejó de dolerles algo el culo y la espalda. Muchos cayeron en notas a partir del segundo trago, si no se debía a que estaban alcoholizados, muy bien pudo deberse a estar fuera de fondas. A partir de la hora siguiente aparecieron las demandas a detenerse para mear y desde las ventanillas les decían alguna barbaridad a las mujeres, ya era de noche y no se veía nada, solo eran deseos de joder y tratar de hacer pasar el tiempo.

La gorda se durmió y dejó caer su pesada cabeza sobre mi hombro luego de contarme la mitad de su vida cargada de frustraciones. Algo tarde me dormí yo también y descansé la mía sobre la de ella como si se tratara de un matrimonio bien llevado. Por el camino continuaron las paradas donde bajaban y subían peones luego de pagar su tributo al ayudante.

Casi sin darnos cuentas dejamos Cienfuegos y la guagua no se detuvo mas hasta La Habana, ya era de día y fuimos despertados por los implacables rayos de ese sol caribeño que castiga desde el amanecer. Me bajé en el entronque de Regla donde existió una posada y me dirigí hacia Vía Blanca para tomar un taxi o guagua hasta Alamar. Eran la una de la tarde del día posterior a mi salida de Puerto Padre y me moría por un traguito de café. Llegué con aliento etílico a la casa, pero con esa peste del alcohol viejo que hasta yo mismo detesto, no faltaron las descargas de mi mujer. ¿Dónde carajo estabas metido? Ese fue el saludo.

Treinta dólares pagamos una vez por un crucero de un solo día a Freeport-Bahamas saliendo de Fort Lauderdale, por ahí anda el escrito sobre esa aventura, se titula “Treinta dólares de felicidad”. Incluía un espectacular desayuno bufete y una cena de regreso, todo por ese precio en un pequeño barco llamado Discovery. ¡Claro! Fue hace muchos años y en temporada de baja turística, pero muy posterior al calvario sufrido en aquel viaje por tierras de Bollo Manso.






Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canada.
2019-08-31




xxxxxxxxxxxx

viernes, 30 de agosto de 2019

PAPI


                                                                         PAPI



                              Juana, Papao y Eduardo Ríos, una Navidad en Kendall.



Estimado Luís.-

Si importante es andar con los pies sobre la tierra, más hermoso resulta sobrevolarla con el alma y poder sonreírle a las penas.


Con afectos.


Esteban.


Siempre he detestado visitar hospitales, no me gusta ni asistir a mis consultas. Rechazo el color de los uniformes de enfermeras, asistentes, empleadas y las batas blancas de los doctores. No recuerdo dónde rayos nació esa fobia por un lugar que debería ser sagrado, amado, respetado.


Entre el viejo y yo siempre existió buena química, más que suegro era mi amigo, el padre que sustituyó al ausente y murió solo, precisamente en esta ciudad. El cariño fue mutuo desde el primer instante y pronto se estableció entre ambos una disciplina de reciprocidad sin que nadie lo exigiera. La vida en estos países nos impone lejanía aunque vivamos compartiendo el mismo techo, y cuando llegamos a viejo, nos transformamos en un mueble más de la casa. 


Nadie lo hace conscientemente, el tiempo y ritmo se encarga de aplicar esa regla por encima de cualquier sentimiento de amor. Todos salen temprano en la mañana, unos a la escuela y otros a ganarse los frijoles decentemente. Regresan agotados, los muchachos, no. Ellos tratan de descargar sus baterías en el patio mientras los mayores se reparten deberes, comidas, compras, lavado, novelas, noticias, regaños. Muchas veces pasan a su lado y no lo molestan. Se mantiene abstraído, lejano, concentrado en sus programas favoritos, que tampoco son tantos. Uno que otro niño choca con su asiento y él regresa al mundo de los vivos, lo regaña y no le hacen caso, continúan en su descontrolada carrera.
 
Su día está debidamente cronometrado y cualquier violación al programa autoimpuesto, puede ser una fuerte causa al enojo volátil que se borra con una gota de sueño durante la siesta. En las mañanas yo llevaba a su hija hasta el trabajo y al regreso lo encontraba sentado en el portal. Allí se comportaba como cualquier controlador aéreo.


- ¡Ese es de American Air Lines! Me decía cuando algún avión plateado volaba por los cielos de la casa. 

-¡Aquel es de Air Canada! Le decía yo, él no los conocía y lo miraba fijo hasta que desaparecía entre las nubes. -¡Fíjate que tiene una hoja roja en la cola! Le agregaba para que aprendiera a identificarlo, creo que solo conocía los de American. 

Cuando se aburría de contar aviones pasaba revista al árbol cargado de mangos del vecino de enfrente, pero ese tiempo no se extendía más allá de la media hora. El sol comenzaba a calentar y cambiaba de posición, le tocaba el turno a la terraza en la parte trasera de la casa. Vigilaba diariamente, contaba cada aguacate del árbol vecino.

-¡Son grandes, pero aguachentones! Ya los había probado según me contó, prefería los del viandero al que me solicitaba acudir con relativa frecuencia. Era una camioneta que siempre se estaciona en la esquina de la calle 17 ó 18 del southwest y la avenida 32. 

Después de contar los mismos aguacates de siempre, se dedicaba a describir cada una de las aves que llegaban al patio en busca de algo que picar o tal vez por un poco de agua para saciar la sed que también nos picaba a nosotros. Cada una hora se levantaba y llegaba al refrigerador, allí tenía un jarrito metálico lleno, era como aquellos utilizados en nuestros campos y pueblos del interior, también en los barrios pobres.

-¿Viste ese pájaro? Le pregunté hace solo unas semanas.

 
-¡Sí, parece un Sinsonte! Respondió después de observarlo durante todo el tiempo que el pájaro se mantuvo posado sobre el cable eléctrico.


-¡Qué carajo, Sinsonte! Nada que ver, es un Blue Jay, ¿lo conoces? ¡Fíjate que es medio azulado y al parecer esa es la hembra, el macho es más bonito!


-¡No, es primera vez que lo veo!


-Yo sé que eres enfermo a la pelota, ¿has oído mencionar a los Blue Jays de Toronto?


-¡Sí!


-¡Fíjate en el uniforme! ¿No tienen la cabeza de un pájaro con un moñito de plumas? Ese es él.


-¡Verdad que sí, verdad que sí! Un rato más tarde llegan dos palomas, un totí, dos tojosas, un carpintero trata de taladrar el poste de la luz, se aburre o cansa en su intento y se larga al carajo. 


A la una exacta de la tarde le toca la hora de almuerzo, un minuto más tarde es motivo de enojo y hay que cuadrar muy bien el horario. Le sirvo, almuerza parado y sin protocolos se dirige a su cuarto. Tira una siesta continua hasta las tres en punto de la tarde, cualquier demora se debe al chorrito tardío de orine, si se mea fuera de la taza nadie se ha percatado de ello, tiene buena puntería.

Llega a la terraza con unas galleticas “María” marca Goya, no puede ser otra. Probablemente se tome una gelatina de fresa, quizás baje las galleticas, nunca más de cinco, con el agua bien fría que conserva en el jarrito metálico, debo hacer una pausa. De ese jarrito beben las hijas, los yernos, los nietos y no dudo que uno u otro visitante, tengo que probar para conocer el misterio a tanta atracción por el puto jarro. 


Se dirige al televisor colgado en la pared de la terraza y lo enciende, lo hace manualmente. No sabía que podía encenderlo con el control remoto, lo comprendo, viene de un pueblo de campo. Toma el control de los canales y busca su programa preferido “Caso Cerrado”, no opino, es su derecho elegir. Si hay algún juego de pelota elimina a la jueza y cambia de canal, no interesa si transmiten el partido en inglés, el viejo sabe lo que es un strike, bola, out, doble play, hit. Como a cualquier cubano, no hay quien le invente otro juego de pelota. 

A eso de las cuatro se servía un trago de ron Bacardí dorado, no podía ser otro. Entonces me daba cuerdas y yo preparaba otro para mí. Allí permanecía sentado hasta las diez menos cinco a más tardar, era la hora de su calabacita. No se despedía, ya conocíamos su rumbo, sus pasos, las losas que pisaba hasta la puerta del baño, entraba y probablemente orinaba. La puerta de su cuarto se cerraba y unos minutos después se apagaba la luz, nadie volvería a verlo hasta la mañana siguiente cuando se sentara en el portal a contar aviones y los mangos del vecino. 

Esa rutina solo podía ser interrumpida por Luís, un curioso viejo vecino que lo superaba en edad y ese olor rancio que antecede esa despedida que a nadie gusta. Hoy me senté en el único sillón que existe en aquel portal, no lo hice para contar aviones o mangos, esperaba por mi hija, no deseaba conducir hasta su casa, necesitaba relajarme. Luís llegó y me preguntó por el viejo. Se apareció como siempre, ocultando unos envidiables ojos azules detrás de unas gafas oscuras de dudosas marcas, baratas, plásticas. Nadie le ha dicho que le quedan horrorosas, nadie es sincero con él o prefieren dejarlo disfrutar su extravagante felicidad. Anda en una vieja bicicleta con las gomas casi lisas por tanto uso, están más gastadas que él, la bicicleta no apesta a rancio o muerte. 

-¡Oye! ¿Qué es de la vida de Ovidio? Vine a decirle que hoy hay juego de pelota. Se sentó como siempre hizo en presencia del viejo, el piso del portal está medio metro por encima del nivel de la tierra.

-Está ingresado y bastante delicado, no creo que tenga muchos deseos de ver un partido de pelota, aunque vio una parte del juego de las estrellas.


-¿Está muy mal?


-Creo que sí, lo suficiente para que estemos preocupados. Estuvo un rato hablando de temas banales hasta que decidió marcharse, manipuló su vieja bicicleta como si se tratara de un BMW, creo que era lo único de valor que poseía, incluyendo su triste y miserable figura. Luís viste mal, huele peor, pero existe entre ellos una afinidad terrible, la que solo suele lograrse a esa edad o proximidad a la misteriosa frontera de la que nadie regresa.


A la mañana siguiente lo encontré peleando con tres negras de origen haitiano, eran las encargadas de asearlo. Papao (porque así le decía toda la familia), no sabía una sola letra en inglés y las prietas se morían de la risa ante la resistencia que brindó. Afortunadamente para él, llegué a tiempo para salvarlo. ¡Claro! No sin antes de despedir a las haitianas y prepararle otra broma para la mañana siguiente. En inglés les dije que él se bañaría mañana y que hoy rechazaba el aseo por sentirse algo mal. La comitiva de dientes bien blancos y perfectos se marchó con sus palanganas y toallas. Papao quedó un poco más tranquilo.


-¡Compadre! Pero tienes que bañarte, no sabemos los días que vas a estar ingresado. Le dije mientras me observaba con desconfianza. El paciente que compartía el mismo cuarto me miraba y sonreía. Era un hombre algo obeso, no muy viejo, yo le calcularía unos cuarenta y tantos. Su cama era una réplica de la montaña rusa del Coney Islands, un sube y baja que no permitía girar el cuerpo hacia ningún lado. La cabeza alta, el culo bajo, las rodillas altas también y las plantas de los pies sumergidas en las profundidades de aquella sinusoide de tela y mantas.


Apenas ayer el viejo y yo realizamos uno de sus acostumbrados recorridos, parece que fue el último de ellos. Me lo dijo o insinuó cuando se me desplomó en el mercado Sedanos que esta en la Calle 8, tuve que pedir con urgencia una silla y llamar por el celular a su hija. 


-Parece que ya no podremos salir más. Me dijo con voz derrotada y algo asustado, mucho más que yo. Ya no me pedía lo llevara al Casino, tampoco se tomaba su traguito de ron. Cada mañana llegaba algo más tarde al portal y sus siestas se extendían más allá de las tres y media. Sus pasos iban siendo más cortos y pesados, muy lentos. Su apetito también se iba perdiendo por aquellas guardarrayas de su pueblo, hablaba menos y se acostaba antes del tiempo acostumbrado. Siempre desayunaba un platanito, decía que era bueno para el potasio, los últimos análisis le habían reportado tenerlo bajo. 

-¡Pero un solo plátano, no! Eso no es un desayuno, menos aún para una persona que solo hace una comida en el día. Le repetía a modo de protesta cada mañana y él no entendía, era tan terco como los mulos de su pueblo. 

Aquel día pasé mucho trabajo para evitar cayera al suelo, aún estaba pesado. Llegó la hija con su esposo para llevárselo, yo los ayudé en el trayecto hasta el auto. Andaba sujetándose del carrito cargado de mandados, siempre lo hacía y yo no me daba cuenta, fingía muy bien. Cuando pasábamos junto a una estiba de estuches con botellas de malta, extendió su mano derecha y cargó par de ellos sobre los otros “mandados”, fue la última labor que se impuso en la vida.

Papao era el encargado de mantener abastecido de comida los armarios y refrigerador de la cocina. No perdía un solo detalle sobre los productos que se agotaban o estaban próximos a hacerlo. Era eficiente, su ausencia se notó mucho durante el tiempo que estuvo ingresado.

-¡Pedazo de cabrón! Tan majadero que eras para comer en la casa y mira cómo te disparas estas comidas insípidas del hospital. Se lo dije medio en broma, medio en serio, era verdad. Resulta que ahora desayunaba, almorzaba y comía. Noté algunas dificultades para llevarse la cuchara hasta la boca y no quise torturarlo o preocuparlo. Lo dejé comer tranquilo aunque parte de los alimentos los derramara por el suelo.


-¡Y tú! ¿No tienes deseos de comer? Le dije a su vecino cuando noté que tenía la mesita portátil alejada de él, pudo escucharse como un regaño.


-¡Papi! Fue la primera oportunidad en la que utilizó aquella palabra conmigo. -¡Estas viejas de la comida están locas! ¡Mira donde han dejado la mesita!


-¿No puedes acercarla?


-¡No! Yo soy parapléjico. ¿Puedes hacerme el favor?


-¡Por supuesto! Me acerqué hasta su cama y moví la mesita hacia él. -¿Te destapo la comida?


-¡Sí, por favor! Ese día el menú estaba compuesto por pollo, puré de papas, ensalada, postre, jugo y pan.


-¿Quieres que te pique el pollo o puedes hacerlo solo?


-Si fueras tan amable, tengo muy poco movimiento en las manos.

 
-Puedo darte la comida si así lo deseas.


-¡Gracias, Papi! Con un poco de dificultades, pero aún puedo comer. De verdad que te lo agradezco mucho.


-Bueno, si necesitas ayuda solo tienes que decirme.


El viejo dejó algo en sus platos y le retiré el servicio, tuve que ayudarlo a regresar a su cama. Luego le retiré la mesita a Papi y me senté entre las dos camas para conversar o estar atento a las sugerencias de ambos. El resto del día transcurrió en relativa calma, unos que visitaban al viejo con aparatos para medirle tal y más cual cosa. Otros que visitaban a Papi y le aplicaban inyecciones o le cambiaban la sonda que tenía colocada para el orine. Unas veces llegaban enfermeras que entregaban al viejo unas ocho o diez pastillas. Algunas solicitaban se las tragara de un golpe y yo les pedía el vasito para dárselas al viejo una a una. Otras veces, Papi comenzaba a protestar por el regreso de sus dolores y la proximidad de la hora para que le aplicaran un calmante. Tenía fracturada una pierna y no lo habían enyesado o al menos colocado alguna prótesis que evitara cualquier movimiento. Por los gestos de su rostro, podía saberse el grado de dolor o sufrimiento que padecía cuando los efectos de los analgésicos iban desapareciendo. Él tocaba el timbre, volvía a tocarlo repetidamente y al cabo de un rato se aparecía una o un enfermero algo molesto. Lo inyectaban luego de pelear un poco y Papi regresaba a la normalidad.


Uno de aquellos días gastados entre olores a medicamentos, llamados por intercomunicadores, carritos de comidas, enfermeras sirviéndoles de compañía a pequeñas computadoras. Médicos que emplean solo dos minutos, quizás menos, entre pacientes y enfermeros. Diagnóstico acertado o fatal, pasan un juego de los Marlins por televisión y el viejo se encuentra entretenido. Papi quiere hablar, yo lo escucho.


Esa tarde, apareció de la nada una hermana suya que no veía desde hacía unos veinte años, vivían en New York, me dijo más tarde. Apareció con su marido e hija, Papi demoró varios segundos en reconocerla, son de aquellos segundos donde se impone el silencio y se transforman en siglos. Todos esperamos con la mirada fija entre los dos, ella con una sonrisa hueca y newyorkina. Él, tratando de escapar, huyendo de esa pequeña emboscada que le impuso la vida. Se rompió el hielo al cabo de los segundos siguientes, Papi conoció finalmente a su hermana y cuñado.

-¡Whisky! Cuando escuches esa palabra y te encuentres frente a una camarita o celular, trata de enseñar cuando menos los dientes y fingir que estás contento. ¡Whisky! Se escucha de nuevo y cambian de posición. La sobrina toma la cámara y la hermana de Papi se acomoda a su lado derecho, el marido de encuentra en el opuesto. ¡Whisky! Ahora es el marido de la hermana de Papi quien tiene la cámara en la mano. Observo los rostros, todas las dentaduras reciben el impacto del aire acondicionado menos la de Papi, él no despierta, no sabe qué carajo le sucede. El flash rebota en la blancura de aquellas perfectas dentaduras, pocos segundos después no se escuchó el eco de aquella palabra y algún dedo apagó la camarita para ahorrar baterías.


Palabras atropelladas que se mezclaban antes de penetrar los oídos, unas estrofas en español, otras en inglés y la mayor parte cortadas entrambas, comprensibles para el que lamiera algo de los dos idiomas. Papi apenas hablaba y la parte de su diálogo se redujo a monosílabos de ambas lenguas. Él no acababa de despertar, creo que nunca comprendió cómo su hermana descubrió que se encontraba ingresado, y para ser más exacta, fuera en aquel hospital.


La visita no burló la barrera de los quince minutos, si se hubiera cobrado la entrada, quizás resultaría más prolongada, pensé cuando los vi partir. Miami resulta irresistible con todos sus encantos, ¿por qué perder el tiempo dentro de un cuarto acompañando a un infeliz parapléjico? ¡Veinte años no son nada! Dice un refrán masticado por los cubanos y lo achacan a Gardel. La hermana de Papi nunca escuchó un tango en su puta vida, no le dio tiempo a su hermano para cerrar la boca después de tan rara sorpresa. 


No regresaron nunca más, se propusieron consumir hasta el último centavo pagado en aquel paquete turístico y Papi volvió a su soledad, hoy efímera y violada con la presencia de nuestra familia, bueno, la de Papao. Nada cambió a partir de aquellos extravagantes minutos en su rostro, continuaba siendo el mismo individuo sonriente. ¡Claro! Sonrisa cortada a veces cuando se excedían en el tiempo de aplicarle su calmante. Yo no lo comprendía mucho, luego de conocerlo lo consideré una escuela por donde debemos pasar muchos.


-No creas que nací paralítico. Me dijo un día, no recuerdo exactamente si después de partir aquella hermana turista. –Fui deportista, competí como ciclista profesional en Europa muchas veces y gané dinero. Yo no detendría aquel natural impulso humano por comunicarse con alguien, por saberse escuchado alguna vez, lo dejé que tomara las riendas de su caballo y determinara cuando debía aplicarle los frenos. -Tampoco pienses que soy un imbécil ignorante, un analfabeto. No te estoy descargando, no me has dado razón para hacerlo, disculpa si me aventuro a ponerle el parche al grano antes de que pudieras abrir la boca, es solo un defecto. Soy graduado universitario y no sé por qué coño te cuento estas cosas. Esta vez se detuvo unos segundos y los interpreté como si él se mantenía esperando algo, unas palabras de apoyo, una condena, algo de rechazo. La presencia de un enfermero detuvo la conversación.


-¿Es familia suya? Me preguntó el enfermero al salir del cuarto, sabía perfectamente que yo era pariente del viejo.


-Es hijo adoptivo. Le respondí sin pensarlo mucho, imaginaba por donde venía.


-Es muy afortunado, cientos como él son abandonados a su suerte en éste y todos los hospitales donde he trabajado. Es como si se tratara de un saco de papas, la humanidad se va convirtiendo más indiferente ante la familia. Terminó de decirme cuando nos encontrábamos en la puerta de la habitación y partía en su diario recorrido repartiendo pastillas de todos tamaños, figuras y colores. Empujaba un carrito armado de una computadora, asiento y depósitos para medicamentos. No nos despedimos, nos veríamos otras veces durante su turno de servicio.


-Como te decía. Indudablemente necesitaba soltar algo que llevaba dentro y me dispuse a escucharlo. El viejo dormía su siesta, al menos eso parecía, tal vez no deseaba participar en una historia de terror. Me senté nuevamente de frente los dos. -No me gradué de la noche a la mañana y todo tuvo su precio. Se me había olvidado decirte que mi madre era puertorriqueña y mi padre italiano. Nací y viví hasta la adolescencia en el Bronx, poco después de mi pubertad, mi vida se transformó hasta llegar a lo que soy hoy, un inútil. Se detuvo unos segundos para hilvanar ideas o decidir si continuar o no con aquella narración que atrapó mis sentidos.


-Compadre, al menos yo, no te considero así. Traté de animarlo un poco.


-No me conociste en plena juventud, por eso te manifiestas de esa manera y te lo agradezco. Un día, llegué a casa y encontré a mi padre golpeando a mi madre. Me transformé en una fiera y lo golpee por todos lados, todavía se debe estar acordando de mí.


-¿Están vivos aún?


-Solo Dios debe saberlo, ese día mi madre me expulsó de la casa. Ambos eran alcohólicos y drogadictos, hace más de treinta años que no sé de sus vidas. ¿Viste a esa hermana que me visitó los otros días? No tengo ideas de cómo se enteró de mi paradero, hacía más de veinte años que no la veía. Tampoco creo haya servido de mucho su corta visita, me sentí como el león encerrado en la jaula de un zoológico, ¿no los viste? Se detuvo nuevamente y pude observar que sus ojos se humedecían.


-Imagino haya sido muy duro para ti, puedo comprenderte porque también me he criado sin padres, sé perfectamente lo que se sufre, pero todos los casos no son similares.


-¡Papi, no tienes idea! Solo, sin nadie a quien pedir ayuda, me vi de pronto en la calle y tuve que acudir a todas las armas disponibles al ser humano para sobrevivir. 


-Tuvo que ser muy duro para ti, ¿qué edad tenías?


-Solo catorce años. Bueno, dando tumbos caí en manos de una mujer mayor de edad y no tuve otra alternativa que ceder. Me convertí de pronto en un objeto sexual de aquella mujer, y créeme, hacer el sexo con ella resultó ser sumamente desagradable, yo diría que repugnante, no tenía otra alternativa que responder a todos sus caprichos. Como pago al sacrificio que estaba realizando, al menos poseía un techo donde vivir, buena alimentación, ella se encargaba de vestirme y para resumir, pagó toda mi carrera. O sea, no puedo quejarme en ese aspecto, fue algo así como pulir una roca hasta convertirla en diamante y como quiera que sea, eso cuesta dinero. Logré graduarme en Derecho y durante mi vida como estudiante universitario, me dediqué a practicar distintos deportes. Me enfoqué en el que obtenía mejores resultados, ya te he mencionado algo de esto. El ciclismo no solo fue un deporte que practiqué por simple afición, me convertí en un ciclista profesional y obtuve buenos dividendos en competencias profesionales. Ya sabes cómo es la juventud en la mayor parte de los casos, solo se vive el presente sin detenerse a pensar en tiempos futuros. La gloria, una fama efímera y el dinero, pueden crear un manto ante tus ojos y nunca logras ver más allá de tus propias narices. Luego, todas esas condiciones propician que se te acerquen seres a los que por estupidez consideras como amigos. Solo después de cualquier fuerte tropiezo llegas a entender estar equivocado, nunca escuchas a los demás y, desgraciadamente chocas con muchas piedras hasta que aprendes, algo tarde en ocasiones. Casi ciego y pensando ser el dueño del mundo, nunca reparé en gastos, fui muy complaciente a los antojos de aquellas faldas que me rodearon y los supuestos amigos. En ese mundo cargado de fantasías y falsas ilusiones, no es difícil caer en el mundo del alcohol y luego las drogas. Papi, no tienes idea del auto que yo rodaba en las calles de New York, solo que cada historia tiene un final, unas veces felices y otras no. Una de aquellas noches de locuras donde el alcohol y la cocaína me convirtieron en su presa, sería oportuno decirte que ninguno de aquellos amigos me alertaron nunca sobre el abismo por el que estaba a punto de caer, pues caí inevitablemente. Aquella noche fatal, conducía yo a exceso de velocidad ebrio y endrogado. No supe de ello hasta salir del estado de coma en el que me mantuve durante más de una semana, hubiera preferido no salir nunca de esa situación y que me desconectaran. Se detuvo unos minutos y me pidió le acercara el vaso con agua provisto de un absorbente. Bebió lentamente mientras su mirada se fijaba en la pared que quedaba justo al frente de su cama, trataba de leer en ella algo de su pasado o descifraba ese revoltijo de recuerdos que se agruparon de pronto en su memoria. Miré hacia la cama del viejo y creo que estaba fingiendo dormir, pestañeaba con los ojos cerrados.


-¡Wow, Luisito! Si te sientes mal y deseas detener la narración, puedes hacerlo sin ningún tipo de penas.


-¡No! Quiero llegar hasta el final de esta historia, ¿sabes por qué?


-No tengo ideas.


-Precisamente por la dedicatoria de tu libro. Creo que eres de las pocas personas que me dicen la verdad en mi cara y eso me ha gustado. Tal vez un día te sirvan estas palabras para escribir una de tus historias.


-¿Cómo vas a pensar eso?


-Ya te dije que no soy ningún idiota improvisado.


-¡Hombre! Hay recuerdos que duelen y es preferible mantenerlos sepultados.


-No son exactamente estos, necesitaba confiarlos a una persona y considero que eres el más indicado.


-Bueno, tú sabrás lo que haces.


-Cuando regresé del coma no sentía nada de mi cuerpo y me alarmé. De muy poco sirvió la asistencia de psicólogos para darme tratamiento y prepararme para lo peor, convencerme que a partir de esos instantes comenzaría a formar parte de ese vasto ejército de minusválidos que existen en todo el mundo. Hacérmelo comprender no resultaría tarea fácil, sobre aquella cama yacía el cuerpo joven y atlético de un hombre conducido hasta allí por su estupidez. Demás está decirte que en la medida que avanzaban las horas o se desprendían hojas del almanaque, así mismo se esfumaban aquellos amigos a los que pagué alcohol, comida, mujeres y drogas. Los escasos que resistieron visitar el hospital unos cuantos días, me explicaron que el auto había dado unas cinco vueltas en el aire hasta quedar encima de mi cuerpo. Volvió a detenerse y hubiera preferido se detuviera en la narración de aquella macabra historia.


-¡Ufff! Terrible, no sé cómo describir lo que me has contado. Yo mismo no sabía cómo rayos continuar.


-Después de eso intenté quitarme la vida en cinco oportunidades, no era mi hora, nunca pude lograrlo y al parecer, solo Dios pudo pedirme que observara un poco a mi alrededor. Aquella mirada profunda logró hacerme renunciar a los intentos por quitarme la vida, encontré a gente en peores condiciones que yo luchando por vivir, aferrados a un cordelito que los ataba a la vida. Ellos resultaron una lección para mí o simplemente un mensaje de Dios. Creo haya sido el punto final a su historia aquel día, luego comprobé que no tendría continuación como en cualquier novela, yo debía imaginar los capítulos finales.


Papao empeoraba en la medida que avanzaba el tiempo dentro del hospital, ya no podía comer solo y su apetito disminuía a una velocidad asombrosa. No era capaz de sentarse en la cama por sus propios medios, menos aún levantarse para ir al baño. Habían transcurrido varios días y no evacuaba su estómago que, aparecía diariamente más inflamado, siempre temí que pudiera llegar a reventar. Por mucho que insistí en cerrar las cortinas y colocarle algún artefacto del hospital para que hiciera tranquilo sus necesidades, no logré convencerlo. Siempre fue un hombre muy activo y criado a la antigua, sentía pena o vergüenza de sentirse postrado en la cama. Podía verlo sufrir en silencio, apenas hablaba.

-¡Fíjate! Vas a imaginar que soy hijo tuyo en todo momento, necesito bañarte algo, apestas a león del zoológico.


-¡Hoy, no! Mejor lo haces mañana.


-Lo lamento, acabo de traer la máquina de afeitar y voy a rasurarte. No sé qué carajo pareces con esa barba, me avisas si te duele. En cuanto acabe, voy a pasarte una toallita tibia por todo el cuerpo y eso incluye el rabo y los huevos, ¿me escuchaste?


-¡Eso es mejor dejarlo para mañana!


-Entonces cuando termine de afeitarte me largo y que venga otro a cuidarte, no resisto esa peste que tienes. 


Se aconsejó y esa fue la primera vez que se dejó trastear por alguien. No permitía que sus hijas u otros familiares realizaran esas faenas, al menos, iba perdiendo la vergüenza conmigo.

-Tengo deseos de orinar.


-Si quieres te coloco el “pato” para que lo hagas en la cama, cierro la cortina y nadie te verá.


-No puedo hacerlo acostado.


-Pero yo no puedo llevarte hasta el baño, no puedes pararte y menos aún caminar. ¿Cómo vamos a resolverlo?


-Yo puedo ir hasta el baño.


-¡Vaya, cuánto me alegra escuchar eso! Trata de levantarte y si lo logras, yo voy contigo. Me acordé que eso podía ser posible, mi abuela andaba en sillón de ruedas y un día que estábamos solos, se levantó y anduvo sin ayuda por todo el cuarto. –No se lo digas a tus primos. Me sugirió, llevaba semanas fingiendo y ese era un secretico que quiso compartir conmigo, no por mucho tiempo, falleció dos o tres semanas después. 


Papao hizo un esfuerzo extraordinario por levantarse y al cabo de pocos segundos se rindió. Sus fuerzas no alcanzaron para levantar aquella enorme estructura de vientre doblemente inflamado.

-¡Vamos a hacer una cosa! Yo voy a levantarte, primero te siento en la cama, te agarras fuertemente de mis hombros y te paras, no intentes dar un solo paso. ¿Comprendes lo que te digo? Lo miré y asintió con la cabeza. -Cuando estés parado, tú te sostienes de mí mientras te agarro el pito y lo pongo dentro del tareco que tienes para orinar. ¿Comprendiste? Si por una casualidad se te para la morronga, ahí mismo te dejo suelto para que te descojones.


-¡Jajajajaja! ¡Coño Papi, no seas abusador! Intervino su vecino, se había mantenido en silencio observando aquella difícil maniobra.


-Tú dices eso porque no conoces a este viejo cabrón, ya le repito, si se le para el rabo lo voy a dejar solo.


-¡Dale, no jodas más! Dijo Papao algo enojado, creo que fingiendo estarlo. Corrí la cortina para darle privacidad y lo moví como le había manifestado. Apenas podía mantenerse en pie y con mucha dificultad agarré por primera vez un pene que no fuera el de mi hijo. El viejo solo orinó unas goticas, no pudo evacuar por mucho que insistí y le dije se hiciera la idea que yo era su hijo. 


Me preocupaba mucho aquella situación y le manifesté al acostarlo que me vería obligado a pedir ayuda a una enfermera. No defecaba y ahora tampoco podía orinar, eso podía convertirse en una retención de líquidos, nada beneficioso para su condición. Se le trajo una silla especial para sentarlo y que hiciera sus necesidades, aún así, se mantuvo toda la semana sin vaciar el estómago y lo informé a los enfermeros que pasaron por el cuarto. A las dosis de medicamentos le agregaron pastillas para aflojarlo un poco y tampoco se obtuvieron buenos resultados. El vientre daba la impresión de querer explotar en cualquier momento y su apetito se reducía al mínimo.

-¡Oye! Necesito que me vigiles a una paciente que tengo en el cuarto del lado. Me dijo otra mañana una prima del viejo que era propietaria de un Home.


-¿De qué me hablas? Atiné a preguntarle algo sorprendido.


-Se trata de Raquel, es una señora a quien queremos mucho, ella vivió en mi casa y desde hace años vive en el Home.


-¿No tiene familia? 


-Es una historia larga y triste. Me dijo una vez en el pasillo antes de entrar al cuarto. -Es una mujer que una vez tuvo esposo e hijo, el muchacho murió en los brazos de su padre y dejó esposa e hija. Fueron de buena posición económica, bueno, para no extenderme mucho porque debo hacer otras gestiones, te contaré algo. Su marido falleció un poco después y su nuera e hija se encargaron de desplumarla sin que ella se diera cuenta. La hicieron firmar uno y otro papel hasta que la desprendieron de la propiedad de una joyería y un edificio. Ahora no tiene ni donde caerse muerta, la abandonaron en el Home y no puedo mandarla a otro lugar porque la conozco de mi pueblo desde hace muchísimos años. 


-¡Qué hijos de putas, pobrecita! Bueno, presentamela. Fue todo lo que se me ocurrió decirle mientras entrábamos por la puerta contigua al cuarto donde estaban mis pacientes.


-Raquelita, mira, te presento a Esteban. Le dijo a una diminuta ancianita que se perdía entre las sábanas. Estaba blanquita en canas y su inocente sonrisa mostraba una boquita carente de dentadura. Muy sonriente ella, destilaba toda la alegría del niño cuando le presentan a un mago o payaso en la función de un circo.


-¿Y quién es Esteban? ¿Yo lo conozco? Dijo ella sin detener aquellos síntomas de ignorada felicidad.


-¡Sí, tú lo conoces! Es el marido de la Chela, ¿te acuerdas de ella?


-¿La Chela, la Chela, la Chela? ¿No es la que vivía en Amarillas, la hija de Papón el escobero? ¡Ahhhhh! Mira qué casualidad, hacía años que no te veía. ¿Y qué haces por aquí? Todo parece indicar que tuvo algunos segundos de lucidez, los perdió cuando aceptó haberme conocido.


-¿Yo? Estoy acompañando a un tío mío que se encuentra en el cuarto de al lado.


-¡Ahhhhh! ¡Qué bueno! Cuánta alegría haberte encontrado nuevamente.


-Bueno, yo debo irme. Raquelita, Esteban pasará por acá regularmente. Si necesitas algo se lo puedes decir con toda confianza, él es de la familia.


-¿Quién es Esteban?
-No te preocupes, él te dará vueltas. Salimos juntos y nos despedimos a la entrada del cuarto de mis dos amigos.


-¿Sabes quién está en el otro cuarto? Le pregunté al viejo apuntando con el pulgar en dirección a la pared de mi espalda.


-¿Quién?


-No sé si conociste a Raquelita, la viejita que vivió en casa de tu prima.


-¡Sí, la pobre! Es una historia muy triste, lo perdió todo. Dijo con algo de vagancia.


-Ya me contaron. Es terrible las sorpresas que recibes en la vida.


Los días en el hospital transcurrieron con suma lentitud, aquella monotonía era difícil de romper y cada acción era copia fiel de las realizadas el día anterior. Yo permanecía con el viejo desde las nueve de la mañana hasta entrada la tarde, debía partir a recoger a mi pareja de entonces para regresar nuevamente y permanecer dos o tres horas extras. Raquelita solo estuvo ingresada un día para alivio mío, ese único día fue una sobrecarga de emociones.


-¿Qué haces Raquelita? Le pregunté en una de mis visitas a su cuarto, ella se encontraba sentada en la cama y estaba desconectada de todos esos cables que dan la impresión de tratarse de un robot que funciona por baterías.


-Me voy para mi casa, mi familia acaba de llamar y decirme que vienen por mí. Respondió algo asustada, como si la hubiera sorprendido cometiendo alguna travesura. Trató de ocultar aquel nerviosismo con su simpática sonrisa, pero aquel gesto la delató aún más.


-Raquelita, tal vez hablaste con la familia de otro paciente que llamó a un número equivocado. Creo que ellos vienen por la tarde, así que debes acostarte y esperar por los estudios que te harán los médicos. ¿Por qué no has comido?


-Es que no tengo mucha hambre y quiero comer con mi familia.


-Sí, pero mientras esperas debes alimentarte un poco. Si no comes te puedes enfermar y no podrás salir del hospital.


-Es que no me gusta esa comida. Tomé el pozuelito con la natilla y comencé a dársela como si se tratara de una niña. Se calmó un poco y logré que al menos comiera algo, luego le coloqué un absorbente a su vaso de agua para que bebiera y me dispuse a partir al cuarto de mis pacientes. 


-¿Quién eres tú? Preguntó cuando me encontraba a los pies de su cama.


-Yo soy Esteban, no digas que no me conoces.


-¿Esteban, Esteban, Esteban? La verdad es que no me acuerdo de ti, ¿Puedes llamar al hombre que está a tu lado? Es familia mía y seguro viene por mí.


-¿Cuál hombre, Raquelita?


-El que está a tu lado, el de bigotes. Giré un poco el torso y la comprendí, a mi espalda se hallaba un espejo.


-Raquelita, ese soy yo, me estás viendo por un espejo.


-¡Qué, no! Ese es pariente mío, está a la entrada, ¿no lo ves?


-Tienes razón, están esperando la hora de la visita, yo hablaré con él.


-¿Y a qué hora es la visita?


-La visita es a las ocho de la noche.


-¿Y qué hora es?
-Son las cuatro de la tarde, me tengo que ir y debes permanecer tranquila hasta esa hora, regreso en un ratico.


-Está delirando, me dijo un enfermero que entraba al cuarto y escuchó parte del diálogo. Es muy normal en pacientes que sufren una fuerte hipoglucemia. Creo haber escuchado algo de eso y no me detuve, unos segundos después me encontraba sentado de frente a mis amigos. 


No estaba mal, para ser una persona que sentía un profundo rechazo hacia cualquier instalación hospitalaria, atender a tres personas necesitadas comenzó a experimentar un profundo cambio en mis sentimientos. En los ratos que bajaba a fumarme un cigarro y tomarme un café, pensaba y meditaba mucho sobre esas situaciones. Mi edad iba acercándose mucho al estado de esos seres humanos y rechazaba la idea de ser abandonado en un hospital a mi suerte, como si nunca hubiera tenido familia, como si no hubiera sido el autor de la vida de otros seres humanos. Me fui transformando en un ser mucho más sensible y solidario con el dolor ajeno, llegué a sentir ese dolor como propio y pensaba mucho en cuál sería mi reacción de encontrarme como ellos.

Cada tarde, antes de partir, Papi pedía abrazarme y darme un beso. Lo hacía como cualquier niño carente de amor o cariño, solo que se trataba de un hombre de cincuenta años y yo lo comprendía. El día anterior al que le dieran el alta, recibí otra gran sorpresa, el destino no se cansaba de premiarme diariamente con algo.


-Cuando finalices con él ni te laves las manos, necesito que me hagas un favor. Escuché a mi espalda mientras terminaba de lavar al viejo.


-¿Qué necesitas? Le pregunté sin mirar a su cama y terminaba de vestir a Papao.


-Tengo la sonda del pene fuera de sitio y el orine se está saliendo, es como un condón que me colocaron en la morronga. Contestó riéndose.


-De todas maneras debo lavarme las manos, yo no sé si el viejo posee unas bacterias que pueda trasmitirte, ahora voy por ti. Lo destapé y era cierto lo que decía, tenía una especie de condón unido a una manguerita que colectaba su orine en una bolsita colocada a un costado de su cama en el suelo. Por segunda vez tuve que agarrar un rabo extraño que no era el de mi hijo, pero debo confesar que no sentí vergüenza alguna, comprendía que todo lo que estaba haciendo me preparaba para la vida, eran nuevas experiencias que nunca sabría cuando serían necesarias aplicar. Tampoco sabía que a la entrada del cuarto existía una cajita de guantes desechables y un pomo de desinfectante para las manos, no soy muy curioso que digamos. Inevitablemente sentí el contacto caliente de su orine en mis manos y terminando con él, me las lavé muy bien.


-Hoy te dan de alta, así que finalmente nos vamos a casa. Le dije al viejo ese mediodía, Papi también sería enviado a su casa, lo haría con su hueso roto sin ningún tipo de prótesis que al menos evitara cualquier tipo de movimientos con sus consecuentes ataques de dolor.


-¿Nos vamos en el carro? Preguntó el viejo.


-No puede ser, es muy incómodo para sentarte y yo no puedo contigo.


-Pero entre tú y Chela me pueden sentar.


-Es imposible, el médico puso como condición transportarte en una ambulancia. Ya sabes, esas personas son profesionales y yo puedo hacerte daño con cualquier movimiento en falso. Se quedó pensativo y no respondió palabra alguna, sabía que yo no cedería en mis posiciones. 


-Papi, ¿me dejas darte un beso y un abrazo? Luisito se encontraba sobre la camilla de la ambulancia y accedí a complacerlo. Observé que de sus ojos escaparon unas lágrimas. -Si de algo no me arrepiento en la vida, es haber estado ingresado en este hospital de mierda. Solo él me ha dado la maravillosa oportunidad de conocerte a ti y a tu excelente familia. Dos lagrimones más le corrieron por ambas mejillas y solo escuché cuando le dijo a los camilleros. -¡Vámonos! Razones le sobraban para expresarse de aquella manera del hospital, yo conservaba su número de celular entre mis contactos. 


Tampoco quise asomarme a la puerta del cuarto para seguirlo con la vista hasta que desapareciera en el elevador, era como si me despidiera de un ser muy querido del que se desea hacer más corto ese amargo momento de perderlo, aunque fuera por muy corto tiempo. De despedidas estaba sumamente agotado.

Yo salí del hospital unos minutos antes de que lo hiciera el viejo en su ambulancia, había algo que él ignoraba y estaba convencido le causaría un profundo impacto. La noche anterior, junto a su hija, desarmamos su cama y en su lugar fue colocada una camita hospitalaria. Junto a ella se colocó un aparato de oxígeno, otro baloncito portátil para ser utilizado en caso de que el aparato tuviera fallas. También me encargué de llevar el cable de la televisión hasta su cómoda, donde colocaría un televisor que le compré para que el viejo viera sus juegos de pelota y el programa favorito “Caso Cerrado”.


 Haría muchas preguntas al notar aquel cambio y yo no quería estar presente para darle respuestas. Supuestamente, él estuvo ingresado por tener el “potasio” muy bajo. Nunca supo que tenía cáncer en los pulmones y había hecho metástasis, estaba en fase final de su vida y necesitaba se le diera todo el cariño del mundo como muestra de agradecimiento por lo que siempre hizo en vida por su familia.

-Hace falta que vengas a ayudarnos, no podemos con él. Dijo Chela a la mañana siguiente, muy temprano.


-¿Qué pasó?


-Tenemos al viejo en el baño, se ha defecado y es necesario bañarlo un poco. El escenario era dantesco, el viejo permanecía sentado sobre la taza del baño invadido de fuertes temblores. Gran parte de su cuerpo estaba salpicado de excrementos y el olor era terriblemente nauseabundo. 


-Tenemos que movernos rápido, échenle agua tibia por todo el cuerpo y vamos a secarlo con urgencia. ¡No se puede traer nuevamente al baño! Pesa mucho y cualquier caída le provocará una fractura, no podemos cometer ese error. Les dije y al rato lo sentamos con mucha dificultad en una silla de ruedas para llevarlo hasta la cama. Ese día defecó siete veces, una por cada día ingresado en el hospital, el mal olor era insoportable. Por suerte, su prima, la dueña del Home, nos trajo pampers y guantes desechables. El viejo prácticamente no hablaba, no se quejaba, pero sabía perfectamente que no era esperanzadora la situación que experimentaba. Cada día empeoraba un poco más y su deterioro corporal era apreciable aún para el que tuviera contactos diarios con él.


Se contrató a una excelente compañía de enfermeros que nos acompañarían hasta el desenlace final, casi todos eran cubanos y graduados de médicos en Cuba. En las noches los observaba estudiando, imaginé que con el propósito de convalidar su carrera en este país. Solo una enfermera no era cubana, una negra muy amable de las Islas Caimán. Todos, absolutamente todos, fueron muy humanos, compresivos y solidarios con el paciente y toda la familia. 


-Esteban, ¿cuándo voy a volver a caminar? Me partió el alma escuchar aquella pregunta.


-Papao, tú organismo no está respondiendo debidamente y será un proceso muy lento, todo depende de ti y la voluntad que demuestres en recuperarte. Tenía que mentirle piadosamente y aceptar como respuesta su silencio. 


Aquellos lazos afectivos con el viejo, adquirieron mayor solidez durante todo el proceso de su extensa agonía. Yo lo afeitaba cada mañana antes de que llegara la asistenta que lo bañara. En oportunidades yo colaboraba con ella, pero realmente no era necesario, eran trabajadores muy profesionales. Después le preguntaba qué deseaba comer y yo era el encargado de prepararle sus alimentos. Casi siempre insistí que sus hijas le dieran las comidas para que no perdieran esa cercanía y contacto con su padre. Igualmente les exigía a los tres nietos que vivían en la casa, pasaran por el cuarto a saludar a su abuelo. El viejo era muy querido en su familia y contaba con muchas amistades que lo visitaron diariamente. Por las tardes, me llamaba para ver algún partido donde jugaran los Marlins, su equipo preferido o, ver alguno de los capítulos del programa “Caso Cerrado”. Creo que solo conocía aquellos dos canales de televisión, pero en la medida que era consumido por la enfermedad, sus tiempos de sueño eran más prolongados y la tele se encendía por menos tiempo.

Aquella compañía de enfermeros, nos trajo un folleto donde se explicaba claramente todo el proceso experimentado por el cuerpo humano cuando se aproximaba a la muerte. Lo estudié con calma y pude identificar la fase en la que se hallaba el viejo. Recuerdo que ofrecían todos los síntomas desde unos tres meses anteriores a la partida y comprendí que Papao había superado dos de esos meses. Luego les pedí a sus hijas y parientes cercanos que lo estudiaran para que tuvieran conciencia de las condiciones del viejo y lo que estaba por llegar. Muchas veces, la familia, queriendo demostrar todo el cariño del mundo y tratando de ofrecer mejor calidad de vida en esos últimos instantes, comete gravísimos errores que solo logran producir sufrimientos al familiar enfermo y eso provocó algunas pequeñas discusiones. Nada graves y como he manifestado, todas tuvieron su origen en la ignorancia del fenómeno que enfrentaban y para el cual no estaban debidamente preparados. Recuerdo entre muchos ejemplos, aquella enfermiza insistencia en que el viejo ingiriera alimentos. Siempre pensamos que con ello le prolongaríamos la vida y no sabemos que es precisamente el organismo quien regula esa acción para protegerse de otros efectos que nos llevarían más rápido a la muerte. Otro de los graves contratiempos que encontré en ese lento camino del viejo hacia su destino final, fue cuando les dije a las hijas y parientes cercanos que, nos encontrábamos en el momento oportuno para despedirnos del ser querido. Nadie quiere aceptar que el pariente morirá y se resisten a decirle adiós mientras tenga conciencia. No comprenden que de muy poco sirve le hablen cuando se encuentran en estado de coma y que es preferible manifestarle el amor y agradecimiento que ellos se merecen en el caso de que hayan sido buenos padres, abuelos, tíos, hermanos, etc. 


Yo fui el primero que me despedí del viejo y el primero también en manifestarle que estaba muy próximo a morir. Cuando le dije aquellas palabras de cariño, vi como corrían de sus ojos dos gruesas gotas de lágrimas que sequé con mis manos. Ya él no podía responderme, pero aún conservaba lucidez. Cada mañana y hasta el mismo día de su muerte, continué afeitándolo, lavándole la cara y perfumándolo. Nuestra comunicación fue reducida a respuestas suyas con los ojos, pero siempre respondió a mis pedidos hasta que cayó en coma total. 

Antes de que eso ocurriera, Papao estuvo conversando largamente con seres invisibles, miraba en diferentes direcciones, hablaba con ellos, luego me miraba y decía algunas palabras. Esa noche, la anterior, estuvo muy activo y comunicativo, apenas durmió, solo que no tenía voz. Su familia, esposa y amigos fallecidos, habían acudido por él, eso pienso.

Papao nunca estuvo solo y cuando dejó de respirar, estábamos presentes unas siete u ocho personas en su cuarto. Considero haya sido todo un privilegiado para los tiempos que corren y donde la corriente actual es abandonar a los viejitos a su suerte. Unas cinco horas antes de partir, sus piernas comenzaron a cambiar de color y tomaron un tono morado, las plantas de sus pies se tornaron de un violeta intenso, era una señal inequívoca del viaje sin regreso. Falleció y mantuvo los ojos abiertos, traté en varias oportunidades de cerrarlos sin éxito alguno. Pocos minutos más tarde, aquel color violáceo desapareció y dio paso a ese tono cianótico que adquieren los cadáveres. 


Con bastante antelación, creo que dos meses antes, le solicité a la familia me concedieran el privilegio de despedir su duelo y no hubo objeción. Las dos veces anteriores que me vi en la necesidad de despedir a dos seres queridos, lo hice porque me lo solicitaron. Esta vez fui yo quien lo pidió y lo hice porque consideraba un verdadero lujo despedir a un hombre por el que sentí mucho cariño. No solo fueron esos lazos afectivos los que me empujaron a dar un pequeño discurso junto a su féretro. Creo que lo hice para rendirle un merecido homenaje de despedida a un verdadero padre y abuelo, mi amigo. No voy a reproducir ninguna de aquellas palabras que viajaron con él y tal vez fueron atrapadas por oídos receptores. Quizás me equivoque y todas ellas se esfumaron con el viento y las altas temperaturas de aquel día miamense. 


Considero que mucho más que una despedida, mis palabras estuvieron dedicadas a los vivos y que ellas fueran una llamada de alarma ante los tiempos que corren. Creo que fue un clamor o invitación a la salvación de la familia. Siempre que muere el patriarca o matriarca, los núcleos que integran sus familias se dividen y dan vida a otras, pero esa ley natural que siempre existió entre los humanos, cada día sufre más el riesgo a evaporarse entre las fantasías que nos ofrece la modernidad. 

Ovidio fue despedido como se merecía y la pregunta dejada en la atmósfera aquel caluroso mediodía, aún debe sobrevivir en las mentes de las personas mayores que acudieron a su entierro. ¿Gozaremos nosotros de ese privilegio? ¿No seremos abandonados en un Home? De toda aquella angustiosa experiencia, solo puedo dar una conclusión, mi contacto directo con la muerte, me transformó en un ser mucho más humano del que yo mismo conocía.

P.D.- Hace unos días llamé por teléfono a Luisito, fue inevitable su “Papi” de siempre.



Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá
2014-04-25




xxxxxxxxxxxxxxxxxx


Síntesis biográfica del autor

CRONOLOGÍA DE UNA AVENTURA

                               CRONOLOGÍA DE UNA AVENTURA La vida para mí nunca ha dejado de ser una aventura, una extensa ...