SERVILLETAS
Los otros días estuve por casa de Roberto, nos reunimos de
vez en cuando para gusanear un poco entre laguer y laguer. Debo confesar que toda
su vida ha sido muy moderado en público, pero cuando pasa de la cuarta cerveza
se le afloja la lengua, siempre he dicho que el alcohol tiene poderes mágicos.
Después que se pone contento, porque no se puede negar que un estado de semi
embriaguez la gente muestra una alegría del carajo. ¡Borracho, no! Hay gente
que le hace daño la curda y se ponen agresivos, tristes, nostálgicos, gritones,
bailadores, ligones, calientes, atrevidos, faltos de respeto, etc. Una buena
borrachera puede conducir una persona a momentos impredecibles de las cuales se
abochornan al siguiente día si fue mala. Otros no, son celebrados, mucho más si
fue el que puso la curda, casi siempre es perdonado y llega a ser admirado. La
gente buscará alguna excusa para justificar ese mal día, hoy no estaba para él
y le cayó mal, pero no es así. ¡Coño! Yo conozco a Roberto desde que era un
chamaco y se inició, puedo asegurarle que posee una cultura alcohólica superior
a la de cualquier ser humano. Así las cosas, se han establecido niveles dentro
de ese terreno que pueden asegurarte un título universitario y cuando no hasta
nobiliario. No faltará aquel que sin exageración diga algún día, ese hombre es
un Caballero, y ahí mismo crecerá tu fama.
A Roberto se le ponen los ojos chiquitos cuando anda en
nota, yo creo que a todos nos pasa lo mismo. Se le enreda la lengua como a todo
el mundo, casi siempre después de la décima cerveza. Bueno, depende del
porcentaje de alcohol que tenga la consumida ese día. Recuerdo que en nuestras
primeras reuniones me dio por comprar una con el nueve por ciento, y para qué
fue aquello, Roberto lograba llegar a la séptima con muchos sacrificios e
insistencia. ¡Claro! Yo no me había detenido a estudiar su situación, llevaba
muy poco tiempo en Canadá y arrastraba el lastre del picadillo de soya y todo
el período especial, estaba fuera de fonda.
Tampoco hubo mucha necesidad de insistir, era muy corto el
tiempo transcurrido para eliminar de la mente ese mal hábito adquirido en la
isla. No sé si me comprendan, algo acaparador y bastante pilón. Tragaba,
tragaba y lo hacía apurado, como temiendo que la cerveza se acabara.
¡Tranquilo, men! No se va a acabar nunca, todos los mercados están repletos de
bebida, pero él desconfiaba, parecía un camello acabado de atravesar el
desierto de Sahara de norte a sur, no tenía fondo. Luego, aquella vieja teoría
de los borrachos cubanos que consta dentro de sus reglamentos como un sagrado
mandamiento: “No orines durante el consumo de las primeras cervezas”. No
existía explicación alguna a esas antiguas leyes, no decían si era por ausencia
de servicios sanitarios o para que el organismo asimilara el máximo de alcohol
posible, no sé, no sé, nadie ha dado una explicación científica.
El Caso es que Roberto se extendía más allá de la media
normal, varias veces me detuve a observarlo y siempre me mantuvo con la duda esa
capacidad de almacenamiento, como si las tripas se les extendieran por todo el
cuerpo. No era para menos, mi socio tiene unos cinco pies de estatura, ni un
poco más, ni un poco menos. Súmale a ello que es bien flaco, imagino que su
pantalón tenga a todo reventar veintiocho de cintura, no más. Debe suponerse
que la vejiga sea proporcional al organismo humano, pero en su caso no creo
tenga otra cosa dentro del abdomen, o sea, es una vejiga con inteligencia.
¡Coño! Ahora que hablo de él me pongo a darle taller al asunto y mis sospechas
confirman mis suposiciones. Roberto casi no come, lo hace igualito que
cualquier gorrión, bebe como un camello, pero siempre dice que no tiene hambre,
sus mojoncitos tienen que ser bolitas como las de los chivos.
El momento oportuno para gusanear con él no puede extenderse
más allá de la séptima cerveza, después de ella se le enreda la lengua, se le
cierran los ojitos, se levanta al baño constantemente tratando de mear toda el
agua consumida en el último oasis encontrado en el desierto. No coordina las
ideas, habla mucha mierda y confunde a Castro con Celine Dion, Madonna con
Maradona, Pérez Roque con Carlos Ruiz de la Tejera, te discute que Celia
Sánchez hizo famosa la canción del Yerberito. Bueno, después de la octava hay
que tirarlo a mierda y no hacerle caso, insiste, insiste en lo mismo y te dan
deseos de meterle un botellazo en la cabeza como hacían en las malas pilotos
del barrio. Para hablar mal del gobierno tiene que ser entre la tercera y la
sexta, está contento y valiente. ¡No, miren pa'que vean!, nunca ha sido
agresivo, ni fresco, ni falta de respeto. La curda le pide cama, nada de
sangre, se puede, se puede beber con él sin temores a un espectáculo o llamadas
de los vecinos a la policía.
Eso sí, para poder gusanear tranquilo y arreglar el mundo
como hacen los buenos borrachos, hay que hacerlo en privado, su mujer no puede
estar presente. Ya saben cómo es eso, siempre lo mismo, y para que lo sepan,
cansa. Que si ustedes no van a tumbar a Fidel desde aquí, que pa'qué se rompen
la cabeza con los problemas de Cuba. ¡Vivan su vida, coño!, les va a caer mal
la cerveza y se gastaron la plata pa disfrutar. ¡Pero, carajo! Su mujer solo
habla de pacotilla, que si los precios de la carne, que si el pollo, que si el
papel sanitario está en especial. El papel del butin, el que es suavecito y
viene doble, y no se rompe. Porque no hay nada más desagradable que estar
limpiándote el culo y se rompa el papel y te embarres los dedos.
Tampoco me explico esa obsesión nuestra que mantiene atado
nuestro culo a la isla, son pocas las reuniones donde no salga a la palestra el
papel sanitario. Pero ya le agarré el tumbao, les pongo música si es en mi casa
la reunión y las acomodo en la cocina para que se maten hablando de precios. Me
voy con el Robert para mi oficina y allí hablamos tranquilos, claro, hasta los
límites de alcohol explicado anteriormente. Pero esa no es la lucha de su
mujer, yo sé que sus miedos tienen como fundamento que yo pueda envolver a
Roberto en mis gusanerías. ¡Pero, carajo!, si nunca lo he invitado a nada, yo
solo escribo, pero hasta de eso tiene pánico. Yo la comprendo, pero no es para
tanto tampoco. Bueno, el problema fue que a ella le costó mucho trabajo
convencerlo para regresar a Cuba. Solo me enteré de aquella aventura cuando
regresaron, ustedes saben cómo es eso, la curda te levanta el espíritu de vez
en cuando y crees de verdad que puedes combatir un león en medio de un coliseo.
Pero cuando te falta el alcohol puedes claudicar y eso le pasó a mi socio. Se
los digo yo, era un plantado, lo fue hasta un día, el día que le faltó la curda
y pensó en la abuelita, la tía, la sobrinita. Eso es normal, pienso yo, no todo
el mundo puede ser héroe y menos aún mártir. Ella me lo dijo y esperó alguna
condena de mi parte, pero se equivocó, no soy nadie para juzgarlo. Entonces me
contó de sus temores durante aquel vuelo, lo imagino con un pamper de adulto y
buena marca comprado en uno de esos especiales de los que ella se encuentra al
tanto. Pero nada, seguimos siendo tan socios como siempre, ya ha regresado
varias veces a la isla y no se le escapan tantos peos durante el vuelo.
A lo que iba, mi socio no me dijo nada de la visita de su
cuñada cuando me invitó a su casa, tampoco era una obligación, me tenía
reservada esa sorpresa. Bueno, ya estaba allí y no podía decirle que declinaba
su invitación, pero me dio unas ganas tremendas de mandarlo al carajo, ustedes
no se imaginan. El lío es que la doña estuvo por acá hace unos años y se me
calentó la cabeza escuchándola hablando tan bien de aquello. No solo he tenido
esa experiencia con ella, un día me empujaron a Miguelón en el carro y se le
ocurrió abrir la boca para defender aquello. ¡Miren! Arrimé el carro a la
acera, había un frío que ustedes no pueden imaginarse. -Si vuelves a abrir la
jaiba en lo que nos resta de recorrido hasta tu casa, voy a detener el auto
nuevamente y te vas a bajar a patadas por el culo, ya lo sabes, le dije. Creo
que fue la última vez que me habló de política, por allá anda el mariconzón,
pidiéndole a la sobrina que le ponga una carta de invitación. Como si el
billete para cubrir esos gastos se recogiese en un árbol sembrado en el patio
de la casa, allá está, cagando pelos, así se morirá por pendejo, porque no tuvo
timbales para comenzar desde cero y sacar a sus hijos.
Ya estaba en la casa de Robert y saludé con esa mezcla de
educación e hipocresía a su cuña. El socio no se llevó el pase, pero su mujer
sí, ella tiene mucha más maldad y carretera que él. Al rato nos encontrábamos
en la sala hablando de nuestros temas, ese día evitamos secretamente gusanear y
todo se desvió a los problemas de los carros, el precio de la gasolina, las
nevadas y costo de los mecánicos. Le seguí la rumba para que no se sintiera
incómodo, además, no creo me haya invitado con el fin de molestarme. Yo
hablaba, él hablaba, contaba las cervezas consumidas, me dijo se había tomado
dos antes de mi llegada mientras atendía el lomo de puerco que descansaba en el
horno. Yo hablaba y él hablaba, pero tenía la única oreja disponible orientada
hacia el comedor y hubo oportunidades en los que perdía el hilo de la
conversación, me concentraba en lo que hablaban las mujeres.
¿Qué les cuento? La misma historia, los mismos cuentos, las
mismas mierdas de su cuñada, todo en Cuba era perfecto, había de todo. Si su
mujer mencionaba, porque ya les dije que la esposa de Robert amaba la
pacotilla, pues si ella mencionaba una marca de jabón, allá le salía la
hermanita y le daba una disertación de jabones existentes en el mercado cubano.
Digo yo, entonces la gente de allá habla mucha mierda. La mujer de Robert sacó
mantequilla para no sé qué mierda y allá salió su cuñadita. Hablaron de zapatos
marca Aldo y ella sabía de otras marcas. Mencionaron autos y no les cuento,
dijeron algo de las rentas y para qué alargar la presente. ¡Hasta el eclipse,
coño! Hasta eso era mejor en Cuba, solo le faltaba decir que allí la nieve era
más blanca y atractiva. Por mi madre, estuve a punto de reventar en varias
oportunidades, pero me contuve, ese no era mi problema, no me encontraba en mi
casa. Por su boca hasta los Play Station andaban por la libre y hablaba con
orgullo de su retiro. Saco cuentas, porque no soy malo para ellas, ¿cuánto le
darán de retiro? ¿Doscientos cincuenta pesos cubanos? Lo dudo, pero supongamos
que así sea, dividido entre veinticinco y es igual a diez dólares mensuales.
¡Coño! Si es feliz con eso, ¿qué derecho tenemos a destruir esa felicidad? Sin
embargo, algo me sacó de todas esas malignas cavilaciones.
- ¡Saca las servilletas que hay en esa gaveta! Dijo la mujer
de Robert en una pequeña pausa, creo que se disponían a montar la mesa.
- ¿Te acuerdas la costumbre de nosotros cuando montábamos la
mesa en casa? Fue la voz de su hermana, la cuñadita de Robert.
-No te entiendo. Le contestó la mujer de Roberto a su
hermana.
- ¡Sí, chica! Cuando venía visita a la casa y sacábamos
todos los trapos para decorar la mesa.
-No te entiendo, Matilda. Le volvió a responder.
-Chica, ¿no recuerdas que poníamos el mantel, sacábamos
todos los cubiertos y poníamos servilletas?
- ¿SERVILLETAS? Tú me disculpas Matilda, pero desde que
tengo uso de razón no recuerdo haberlas usado en casa.
- ¿Cómo vas a decir que no? Siempre las usamos.
- ¿Qué en nuestra casa usamos servilletas? Matilda, yo creo
que te está patinando el coco. Si en Cuba no había papel para limpiarse el
culo, ¿crees de verdad que alguna vez existieron las servilletas?
- ¡Qué, sí! ¿No recuerdas que íbamos con mamá a comprarla?
- ¡Claro que no! Nunca, las nuevas generaciones de cubanos
nunca pudieron comprar servilletas, no las había.
- ¡Qué, sí! Lo que pasa es que has perdido la memoria.
-Que no he perdido nada, te asimilo todo lo que pueda
generar tu imaginación, pero no me vengas ahora de que en la isla se vendió
servilletas. Robert y yo pactamos una pausa y nos dedicamos a escuchar aquel interesante
diálogo, yo creo que él pudo adivinar mis pensamientos. Nos conocíamos desde
Cuba y comprendía el esfuerzo que yo realizaba para contenerme y no participar
en un debate tan estúpido. Conocíamos perfectamente a la familia y sabíamos que
Matilda mentía en algo tan insignificante como la existencia de una servilleta
en la vida de un cubano.
- ¿Te acuerdas, consorte? No sé qué rayos le iba a decir
después, pero me salió.
- ¿De qué mi ambia?
-De aquellos tiempos, nosotros sí podíamos. No quiero meterme
en la discusión para evitarte malestar, pero esta vieja olvidó que las únicas
veces que visitó un cabaret fue con nosotros. Tú sabes de qué carajo te hablo,
cuando aquello podían entrar los cubanos, pero los salarios que siempre han
ganado no les han alcanzado para estos lujos, ¿te acuerdas, mi socio?
- ¡Claro que me acuerdo! Debo confesar que Roberto no estaba
alegre aún ni se había levantado para ir al baño.
- ¡Oye! Y que venga esta vieja con esas historias a la
altura del juego. ¡Asere! Tenemos que morir todos los que pertenecemos a esta
puta generación y que los chamas decidan cuál será su destino.
- ¡No te envenenes, asere! No vale la pena por una
servilleta de mierda.
-Es verdad, una cosa tan insignificante como eso.
-Tú no sabes nada, desde que llegó la computadora no para de
tener virus y aparecen una pila de números telefónicos desconocidos en las
llamadas de larga distancia.
- ¡Cómprate otra computadora, tumba el servicio de larga
distancia!
-No había pensado en eso.
- ¡La mesa está servida! Dijo alguien desde el comedor.
-Con servilleta y todo, como en los mejores tiempos. Dijo
Matilda, me hice el sordo, tuve deseos de mentarle la madre.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2008-02-24
xxxxxxxxxxxxx
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