INCINERANDO ARCHIVOS
Miro por la ventana como cada mañana y me río
internamente, ayer fue fatal para los canadienses, una navidad sin nieves. Y
Ernesto, había pagado su boleto desde Tampa para disfrutarla con un trago de
ron cubano. Tuvo que conformarse con los trocitos de hielo dentro del vaso
mientras me hablaba de su calor y yo le describía las dificultades vividas para
regresar a casa la otra noche en medio de una helada. Partió sin darse el
gusto, sin matar la curiosidad o experimentar esa sensación de estar metido
dentro de una gran nevera. La ciudad estaba triste, el tráfico muerto, todos
celebraban en silencio. Pensé vivir un toque de queda y mi vista se perdía
entre balcones iluminados por infinitos bombillitos con figuras de pinos,
trineos, bastoncitos y Santas que aquí se llaman Noel. Pensaba que todos habían
abandonado la ciudad, las sombras danzantes se encontraban ausentes detrás de
las cortinas de aquellos balcones y mi marcha continuaba con la luz verde.
¿Cómo celebrarán la Nochebuena? Una vez lo hice con
ellos, hablaban, lo hacían sin parar y con la música bien baja, como si se
tratara de un velorio. Entonces, la nota de aquella aburrida celebración se
redujo a un solo tema, una pareja de recién casados era el foco de la atención
colectiva. Ella, narraba con lujos de detalles el regalo de bodas que le había
hecho a su novio. Mencionaba precio, altura, entrenamiento, seguros, y
finalmente el día del salto. Él, se limitaba a escuchar como nosotros, mientras
ella no se detenía, ni una sola coma interpuso en su narración, la más
entretenida de aquella aburrida Nochebuena, celebrada al estilo de aquí entre
platos insípidos y vinos a los que no estoy acostumbrado. Ellos disfrutaron de
una novedad, chocaron de frente con platos nuestros que condenaron a un segundo
plano los suyos. Ella se sentía muy orgullosa mientras hablaba y él no se
atrevía a interrumpirla, nadie tenía fuerzas o motivos para abrir un nuevo tema
y había que esperar hasta la media noche para abrir las cajas de regalos. -Yo le regalé un salto en paracaídas y él dudó
varios días en aceptarlo. Él no deseaba responder a la invitación que muchos le
hicieron con la mirada. Yo tampoco, bueno, sentía unos deseos inmensos de
gritarle comemierda, pero el silencio de su marido me contuvo y contaba los
minutos que faltaban para la medianoche.
Grandes copos de nieve caían y siempre que eso
sucede, mi vista viaja hasta el auto para evaluar la situación, debía sacarlo
de la entrada al garaje antes de que se acumulara más, su inclinación resultaba
molesta ante su presencia y podía complicarme la vida cuando fuera a salir.
Luego, me dirigí hasta el baño, recordé que orino cada mañana con exactitud
cronométrica. Me lavo la cara con indiferencia y evito en lo posible mirar al
espejo cuando me peino, tantos años haciéndome la raya en el mismo lado me
permiten esa frivolidad, me ahorro un disgusto a esa hora del día. Los pasos
son contados desde el baño a la cocina, los mismos, nada ha cambiado dentro del
apartamento donde vivo. Solo cambian pequeños detalles, la cafetera puede estar
lista o no. Si lo está, realizo un solo movimiento, si no es así, hago breves
cambios en mi recorrido. Llego hasta la computadora y la enciendo, le permito
descargar su pesada carga con tranquilidad y regreso hasta la cocina, no digo
nada, pero protesto al abrir la pila del agua. Espero por el ruido que produce
cuando está colando mientras reviso el correo, luego, viajo nuevamente hasta la
cocina y vierto el cenicero en la basura.
Ernesto llamó temprano, había regresado la noche
anterior a Tampa y le conté de la fenomenal nevada que estaba cayendo en estos
instantes, se lamentó, pero así es la naturaleza de caprichosa. Me recordó que
era veintiséis, el día de mi santo y su cumpleaños, lo felicité y regresó la
felicitación, no me acordaba de ese detalle que solo era mencionado por mi
abuela. ¿Santo? Me pasó a su esposa para que la saludara, ya me había hablado
de ella en su visita al restaurante. Trabajamos en la misma empresa, la foto
mostrada no me decía nada, no la conocía, sin embargo, me resultó tan familiar
hablar con ella, existieron tantas coincidencias, tantas razones que nos
condujeron al mismo destino.
Mientras cambiábamos palabras y anécdotas, yo
regresaba a un pasado que comenzaba a proyectarse algo lejano. Surgieron
nombres casi borrados de la memoria que insisten y luchan por mantenerse vivos,
casi siempre se concluía con las mismas palabras, ¡tremendo hijoputa!, no
siempre era masculino el personaje.
-Recuerdo haber leído algo escrito por un marinero y
se titulaba “La
dama de hierro”.
-Eso lo escribí yo, reconoces al personaje.
-¡Por supuesto! Ella había sido directora de
prisiones antes de ser jefa de cuadros en la empresa.
-Me mantuvo hundido durante varios años. Debí
sepultarla luego de escribir aquello, trato de hacerlo siempre, pero me persiguen
como molestos fantasmas. Ella seguía mencionando personajes y me obligó a
regresar hasta el último viaje.
-Dice mi hermano que si logras salir del país no
debes regresar. Tomé con mucha cautela aquellas palabras y no mostré
nerviosismo alguno, manifesté que nunca abandonaría el país, no podía confiar
en él, aunque se proyectara como buen amigo. La experiencia me había demostrado
que esa amistad no existía, éramos compañeros de trabajo, solo eso. No se podía
confiar tampoco en manifestaciones de hombría, cada día dejábamos de ser
hombres para convertirnos en compañeros con todos sus privilegios. Viajé hasta
el puerto pesquero y me paré en la cubierta del barco, me recosté a la regala y
miré hacia el muelle. Había un Lada estacionado a unos veinte metros del buque,
junto al auto, un negro obeso que me hizo una seña con el dedo índice. Era uno
de los negros por los cuales había sentido un gran afecto y simpatía, entendí
la seña y bajé.
-Si
lo aceptas, mañana sales en un avión para Angola. Vas a ganar setecientos
dólares mensuales y saldrás de todo este lío.
-No puedo repetir otra aventura, ya he envejecido
algo.
-¡Piénsalo! Comprendí la profundidad de su
invitación, trataba de salvarme de algo, pero el salvavidas que me ofrecía era
sumergible, inseguro. Nos despedimos con un abrazo, no sé si él lo
comprendería, pero aquello fue una despedida. El Majá me habló de él en uno de
sus viajes a Montreal, me contó que había caído en desgracia. La esposa de
Ernesto lo conocía y no pude evitar esa expresión que siempre se me escapa
cuando aparece en la luz aquel negro bonachón, es un tipo elegante, es de los
pocos hombres que conocí en la marina mercante, mis elogios pudieran resultarle
perjudiciales. Luego, ¿te acuerdas de fulano?, ¿te acuerdas de sicano?, ¿te
acuerdas de zutano? Al final de cada pregunta una sola respuesta, era un
hijoputa. Aún siéndolo, nos resulta difícil sepultarlos con sus recuerdos,
¿será tan difícil olvidar?, borrar de un tirón todos los sueños perdidos,
parece que sí.
El socio portador del mensaje de su hermano vive
ahora en España, se acogió a la ciudadanía española como muchos que un día se
acordaron de sus abuelos. Me escribió dos o tres mensajes y luego se borró como
la niebla al amanecer, no me sorprende y los comprendo, viven acorralados con
sus miedos. El Majá no pudo regresar nuevamente, siempre tenía un problema que
resolver en cada viaje, cargaba consigo una listica donde tenía anotada sus
prioridades, las mismas listas que yo cargué un día, las mismas soluciones del
salvavidas sumergible.
El veinticuatro pasó una señora por el restaurante,
destilaba cultura en cada una de sus canas, me conocía y me llamó por mi nombre
a la entrada, por el santo de hoy. Había reservado para dos personas y me
manifestó que la otra se había enfermado. La otra, le preguntó si no estaría
muy sola en el restaurante y ella le respondió que no, eso me contó. Era una
Peter Pan que llevaba más de cuarenta años sin visitar su país y me conmovió,
me solidaricé enseguida con su fatalidad y surgieron las inevitables preguntas.
¿Recuerdas algo de tu tierra?, ¿deseas visitarla?, ¿tienes familia allá?, ¿por
qué no vas? Comenzó por responder la última, no le dan visa de entrada al país,
ni permiso de salida a sus padres para visitarla. Debe ser la más
representativa manifestación de ese odio que hoy pretenden borrar con esos
llamados a la reconciliación que pocos entendemos.
-¿Cuántos años llevas aquí? Preguntó ella y me sentí
enano al responderle, vi en su mirada tanta firmeza que, manifestar dolor o
nostalgia en su presencia me harían acreedor de cualquier condena de su parte.
-Llevo unos quince años, salí de la YMCA un
veintitrés de diciembre del noventa y uno.
-Entonces,
es tu cumpleaños.
-Es verdad, son mis quince. Escuché un vals y vi a
varias chicas bailándolo, cambiándose de vestidos en cada número, y yo,
bailando por los quince años cumplidos en destierro mientras alguien trata de
recordarme algo lejano.
-¿Te falta algo, extrañas tu patria? Ella buscaba un
poco de fuerzas para continuar su camino.
-Si algo me han robado no ha sido la patria, esa
nunca la tuve, razones sobran para no sentirme patriota. No se justifica en mí
esa rabiosa nostalgia que muchos sienten por una palma, cosas tan sencillas
como un partido de dominó en cualquier portal de La Habana. Gritería formada
ante el forro descubierto y apagada por el trago de ron que quema la garganta,
juego inventado para mudos, dicen muchos, yo creo que para los ciegos también.
Nadé siempre en sentido contrario, me sumergí en sus pestes y el polvo limitaba
la mirada imperfecta, me moví entre bípedos escualos con grandes agallas,
devoradores de almas con apetito insaciable.
Llegar era siempre una aventura, salir era su
sorpresa, nadie estaba seguro, nada te pertenecía en esa extraña playa, ni los
sueños inconfesos y bien guardados en los ataúdes de la memoria. Miedo a ser
traicionado por los pensamientos, pánico porque se puedan leer o un día te
traicionen convertida en voz. Sonidos que muy bien pudieron escapar de
ultratumba, sitio donde se guardan a buen recaudo los buenos y malos
sentimientos, y que salieron a la luz por culpa de un engaño. El árbol, la
serpiente, la jeva, una botella de ron y tú, ajeno con tu inocencia a la trampa
que te tendían. Luego, esa extraña persecución de tu conciencia y la lucha
intermitente por convencerla, nunca podías vencerla.
Cada inmersión en sus playas de rocas y columnas
derrumbadas por la indiferencia era una luna de alcohol en movimientos casi
perfectos, sin fases de oscuridad, porque la claridad solo nos ampara en estado
de embriaguez. Se impone estar borracho para olvidar y ganar valentía, para
decir y ser yo, para ser macho, para perder un poco esa vergüenza que opaca la
ceguera, para expresar una verdad convertida en locura o calificada de mierda.
El mar, una pitada larga me extraía de aquel aire
viciado por la maldad, cada regreso a las profundidades de su azul infinito y
con horizontes inalcanzables a nuestra mirada, era un retorno al lugar de donde
me habían arrancado, un encuentro con aquella paz tan deseada. Pocas veces,
casi ninguna, amé el nido del colibrí ni me atrajeron los colores del tocororo.
Encontraba excusas para acusar de hipócrita al sinsonte cuando escuchaba sus
líricas notas entonadas en su jaula, tal vez lo condené injustamente, nunca
pregunté si había nacido así. ¡El mar, no, es diferente! Es libre, indomable,
temido, despiadado, tierno, sereno, fiel, traidor, cuna y tumba a la vez. Sus
olas viajan sin destino en busca de una playa, como hacen las ballenas a punto
de morir o equivocadas, mueren dignamente. Luego, el silencio, la abstracción,
la posibilidad de un sueño mientras otra ola se repite sin apagarse el eco de
la anterior. ¿Y la oscuridad? Cuánto desearía alejarme de los candiles de una
ciudad para encontrarle el verdadero rostro a la luna y reírme de su acné siempre
juvenil, y criticarle esos cambios en su figura, y pedirle que siempre fuera
redonda, sin panzas o cuernos que apunten hacia otra dirección engañando a la
gente de aquellas playas de hormigón. La oscuridad es sublime, casi siempre
silente, duerme el papagayo del discurso gastado y aburrido, y puedes pensar,
soñar, meditar, algo vedado por los molestos bombillos. Pasan las estrellas y
sus visitas se repiten cuando viajas horizontal al sentido de la tierra. Las
conoces y te enamoras de ellas. Nunki es tu novia, Bellatrix una aventura que
provoca los celos de Rigel y Aldebarán. Antares es sensual, atrevida y coqueta.
Sirius es un rabioso gigante que gusta ladrar y Arcturus un oportunista.
¡Venus! Una hermosa mujer que burla las elevaciones de Santiago y brilla muchas
veces al amanecer, la última en caer vencida cuando sale el que más manda y
destruye la negrura. La oscuridad es adorable y su silencio te brinda una
maravillosa alfombra donde puedes construir un universo, el tuyo, el que no
estas obligado a compartir con los demás, ni aún en nombre de la sagrada
solidaridad. Miras y descubres puntos caprichosos que forman un manto lechoso,
algunos escapan de sus trampas milenarias y recuerdas a la abuela. ¡Pide un
deseo! ¡Pide un deseo! Gritaba ella y ponías a trabajar todas las neuronas
buscándolo. Siempre era tarde y cuando lo iba a manifestar, ella siempre
repetía lo mismo, ¡Guárdalo para la estrella que viene! Y así siempre, ¡pide un
deseo!, y a la hora de sacar el que tenía guardado en aquel almacén infantil se
trababa la gaveta del buró. ¡Guárdalo para la estrella que viene! La abuela
murió, no era ella exactamente, era la bisabuela. Sentado en el puente se
repitieron aquellas caídas y el empeño por pedir un deseo había sido un
compromiso con ella nunca logrado. Me había enseñado varias cosas, pero solo
sobrevivió la acción de pedir, no tuvo tiempo de explicarme como lograr,
luchar, vencer, alcanzar, solo pedir. No la culpo tampoco, murió y me dejó al
inicio del camino, su hija tampoco me dijo nada, y su nieto menos aún, el
nadaba, nadaba y nadaba entre consignas extrañas. Fue mucho más difícil
encontrarlos en aquel extenso archivo de la vida y la estrella pasaba veloz.
Tuve que haberlos enumerado, pero eso se me ocurre hoy, cuando los candiles de
la ciudad no me permiten ver las estrellas y no distingo a ningunas de ellas.
Un día, pasaba una luz algo lenta y quise aprovechar la oportunidad para pedir
algo. Pedí, pedí, volví a pedir hasta el cansancio y la luz no caía, nunca
cayó, era un satélite de los que probablemente utilizan con fines de
comunicación. ¡Me cago en mi abuela! Pobre viejita condenada por los avances de
la modernidad.
No tengo razones para ser patriota, cambio al valle
de Yumurí por aquellas montañas de agua donde sobreviví una vez, otra vez y
otra. Al menos allí sentí algo, pánico, terror, miedo, temí y manifiesto que
muchas veces me acobardé. Dudé de mí y la valentía para enfrentar la vida,
pero, me sentí vivo por los efectos de cada bandazo o cabezada, pude descubrir
que aún vivía. En un valle no, solo se mueven las hojas de los árboles molestos
por el viento, como la cabeza despeinada luego de estarte vacilando en un
espejo, y esperas que la novia te encuentre, así como te viste la última vez,
como si fueras una fotografía de ti mismo, con la sonrisa fingida y los
cabellos pegados a una cabeza quizás vacía, tal vez prestada, con una risa que
solo se borra si es quemada.
Poco y mucho me arrancaron, me arranqué yo mismo, el
mar. La posibilidad de adorarlo o luchar contra él, amarlo u odiarlo, mencionarlo
como si fuera él cuando estaba furioso. Ella, cuando era apacible y nos mimaba
en sus brazos, cuando nos enredaba en sus murmullos y encantos. Nada cubre su
vacío ni llena su espacio, vivo al lado de un río muy caudaloso y ancho que me
recuerdan al mar, pero le falta algo. Carece de ese olor a marisma que te
envenena y atrapa por toda la vida, de sus corales y orillas preñados de
erizos, de esos sargazos que te anunciaban la proximidad de cualquier playa, y
las gaviotas que gritan como una mujer en pleno parto u orgasmo.
No soy patriota en el furibundo sentido que esa
palabra encierra por vicio o engaño, paso frecuentemente por un estadio y veo
banderas de diferentes colores, me río. Solo distingo trapos tratando de volar
y atrapados a una asta, y el asta a unas rocas, y las rocas a una playa
cualquiera, allá fue igual. Escapé de una playa maloliente donde hoy se cayó un
ladrillo ante una mirada indiferente, mañana una pared, pasado mañana un gemido
extraño y casi infantil, ¿es esa la patria? Ella escuchaba sin dejar de
consumir un plato típicamente nuestro, una droga que le era necesaria para
continuar viviendo.
-Yo te entiendo, estoy obligada a comprenderte,
quince años es mucho tiempo.
-¿Mucho tiempo?, ¿qué pudiera decir de ti entonces?
-¿De mí? Nada, hace mucho tiempo olvidé quién soy y
de dónde vengo. Te leo y te encuentro sumido en esa lucha, falta un poco de
tiempo para vencerla, yo logré quemar todos los archivos de mi memoria.
Ernesto me habló del libro, me dijo haberlo consumido
durante el vuelo de regreso y me comentó sobre algunas anotaciones que había
realizado. En las páginas de su pasado se encontraba comprendida la labor que
hoy realizaba conmigo, no era la persona que leía por hacerlo, quedaba
demostrada su observación estudiosa y me lo comentó con sinceridad.
-¿Cómo puedes recordar tantas cosas sin acudir a la
historia? Me preguntó con curiosidad.
-Si supieras, escribo cuando alguna idea me llega a
la mente, o sea, cuando la musa llega y me toca la puerta. ¿Cómo lo hago? Es mi
truco y quizás el de muchos autores, pongo a mi lado un traguito de Absolut con
jugo de naranja, enciendo el equipo de música y selecciono un disco de la
época. Casi siempre, cuando deseo trasladarme a la década del sesenta o
setenta, coloco uno de aquellos discos con música de Nocturno. ¡Es mágico,
Ernesto! Me traslado hasta aquellos barrios donde vivimos, me encuentro en el
paisaje adecuado y la gente, los socios del barrio no han envejecido, entonces
escribo, solo así puedo lograrlo. Ernesto me dio una explicación técnica o
científica sobre la utilización de esa herramienta, yo la olvidé a los cinco
minutos, soy bruto para las palabras extrañas y ajenas a nuestro vocabulario
diario.
-¿Sabes? ¡Coño! Yo me crie en los mismos barrios que
tú, hacía tiempo que no encontraba aquellas expresiones hoy olvidadas. ¿Te
acuerdas de aquella, tirado por el balcón?
-¡Claro que la recuerdo!
-Bueno, ha sido un placer haberte conocido. Espero
que cuando bajes por La Florida nos avises.
-Que tengas un feliz cumpleaños, ¡ah!, y que cumplas
un millón más.
-Un abrazo. Ambos colgamos al mismo tiempo, me
dispuse a quemar archivos también, es imperioso despojarse de los fantasmas que
nos persiguen.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2006-12-26
xxxxxxx
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