Visitas recibidas en la Peña

viernes, 9 de junio de 2023

INCINERANDO ARCHIVOS

 

INCINERANDO ARCHIVOS



Miro por la ventana como cada mañana y me río internamente, ayer fue fatal para los canadienses, una navidad sin nieves. Y Ernesto, había pagado su boleto desde Tampa para disfrutarla con un trago de ron cubano. Tuvo que conformarse con los trocitos de hielo dentro del vaso mientras me hablaba de su calor y yo le describía las dificultades vividas para regresar a casa la otra noche en medio de una helada. Partió sin darse el gusto, sin matar la curiosidad o experimentar esa sensación de estar metido dentro de una gran nevera. La ciudad estaba triste, el tráfico muerto, todos celebraban en silencio. Pensé vivir un toque de queda y mi vista se perdía entre balcones iluminados por infinitos bombillitos con figuras de pinos, trineos, bastoncitos y Santas que aquí se llaman Noel. Pensaba que todos habían abandonado la ciudad, las sombras danzantes se encontraban ausentes detrás de las cortinas de aquellos balcones y mi marcha continuaba con la luz verde.

¿Cómo celebrarán la Nochebuena? Una vez lo hice con ellos, hablaban, lo hacían sin parar y con la música bien baja, como si se tratara de un velorio. Entonces, la nota de aquella aburrida celebración se redujo a un solo tema, una pareja de recién casados era el foco de la atención colectiva. Ella, narraba con lujos de detalles el regalo de bodas que le había hecho a su novio. Mencionaba precio, altura, entrenamiento, seguros, y finalmente el día del salto. Él, se limitaba a escuchar como nosotros, mientras ella no se detenía, ni una sola coma interpuso en su narración, la más entretenida de aquella aburrida Nochebuena, celebrada al estilo de aquí entre platos insípidos y vinos a los que no estoy acostumbrado. Ellos disfrutaron de una novedad, chocaron de frente con platos nuestros que condenaron a un segundo plano los suyos. Ella se sentía muy orgullosa mientras hablaba y él no se atrevía a interrumpirla, nadie tenía fuerzas o motivos para abrir un nuevo tema y había que esperar hasta la media noche para abrir las cajas de regalos. -Yo le regalé un salto en paracaídas y él dudó varios días en aceptarlo. Él no deseaba responder a la invitación que muchos le hicieron con la mirada. Yo tampoco, bueno, sentía unos deseos inmensos de gritarle comemierda, pero el silencio de su marido me contuvo y contaba los minutos que faltaban para la medianoche.

Grandes copos de nieve caían y siempre que eso sucede, mi vista viaja hasta el auto para evaluar la situación, debía sacarlo de la entrada al garaje antes de que se acumulara más, su inclinación resultaba molesta ante su presencia y podía complicarme la vida cuando fuera a salir. Luego, me dirigí hasta el baño, recordé que orino cada mañana con exactitud cronométrica. Me lavo la cara con indiferencia y evito en lo posible mirar al espejo cuando me peino, tantos años haciéndome la raya en el mismo lado me permiten esa frivolidad, me ahorro un disgusto a esa hora del día. Los pasos son contados desde el baño a la cocina, los mismos, nada ha cambiado dentro del apartamento donde vivo. Solo cambian pequeños detalles, la cafetera puede estar lista o no. Si lo está, realizo un solo movimiento, si no es así, hago breves cambios en mi recorrido. Llego hasta la computadora y la enciendo, le permito descargar su pesada carga con tranquilidad y regreso hasta la cocina, no digo nada, pero protesto al abrir la pila del agua. Espero por el ruido que produce cuando está colando mientras reviso el correo, luego, viajo nuevamente hasta la cocina y vierto el cenicero en la basura.

Ernesto llamó temprano, había regresado la noche anterior a Tampa y le conté de la fenomenal nevada que estaba cayendo en estos instantes, se lamentó, pero así es la naturaleza de caprichosa. Me recordó que era veintiséis, el día de mi santo y su cumpleaños, lo felicité y regresó la felicitación, no me acordaba de ese detalle que solo era mencionado por mi abuela. ¿Santo? Me pasó a su esposa para que la saludara, ya me había hablado de ella en su visita al restaurante. Trabajamos en la misma empresa, la foto mostrada no me decía nada, no la conocía, sin embargo, me resultó tan familiar hablar con ella, existieron tantas coincidencias, tantas razones que nos condujeron al mismo destino.

Mientras cambiábamos palabras y anécdotas, yo regresaba a un pasado que comenzaba a proyectarse algo lejano. Surgieron nombres casi borrados de la memoria que insisten y luchan por mantenerse vivos, casi siempre se concluía con las mismas palabras, ¡tremendo hijoputa!, no siempre era masculino el personaje.

-Recuerdo haber leído algo escrito por un marinero y se titulaba La dama de hierro”.

-Eso lo escribí yo, reconoces al personaje.

-¡Por supuesto! Ella había sido directora de prisiones antes de ser jefa de cuadros en la empresa.

-Me mantuvo hundido durante varios años. Debí sepultarla luego de escribir aquello, trato de hacerlo siempre, pero me persiguen como molestos fantasmas. Ella seguía mencionando personajes y me obligó a regresar hasta el último viaje.

-Dice mi hermano que si logras salir del país no debes regresar. Tomé con mucha cautela aquellas palabras y no mostré nerviosismo alguno, manifesté que nunca abandonaría el país, no podía confiar en él, aunque se proyectara como buen amigo. La experiencia me había demostrado que esa amistad no existía, éramos compañeros de trabajo, solo eso. No se podía confiar tampoco en manifestaciones de hombría, cada día dejábamos de ser hombres para convertirnos en compañeros con todos sus privilegios. Viajé hasta el puerto pesquero y me paré en la cubierta del barco, me recosté a la regala y miré hacia el muelle. Había un Lada estacionado a unos veinte metros del buque, junto al auto, un negro obeso que me hizo una seña con el dedo índice. Era uno de los negros por los cuales había sentido un gran afecto y simpatía, entendí la seña y bajé.

-Si lo aceptas, mañana sales en un avión para Angola. Vas a ganar setecientos dólares mensuales y saldrás de todo este lío.

-No puedo repetir otra aventura, ya he envejecido algo.

-¡Piénsalo! Comprendí la profundidad de su invitación, trataba de salvarme de algo, pero el salvavidas que me ofrecía era sumergible, inseguro. Nos despedimos con un abrazo, no sé si él lo comprendería, pero aquello fue una despedida. El Majá me habló de él en uno de sus viajes a Montreal, me contó que había caído en desgracia. La esposa de Ernesto lo conocía y no pude evitar esa expresión que siempre se me escapa cuando aparece en la luz aquel negro bonachón, es un tipo elegante, es de los pocos hombres que conocí en la marina mercante, mis elogios pudieran resultarle perjudiciales. Luego, ¿te acuerdas de fulano?, ¿te acuerdas de sicano?, ¿te acuerdas de zutano? Al final de cada pregunta una sola respuesta, era un hijoputa. Aún siéndolo, nos resulta difícil sepultarlos con sus recuerdos, ¿será tan difícil olvidar?, borrar de un tirón todos los sueños perdidos, parece que sí.

El socio portador del mensaje de su hermano vive ahora en España, se acogió a la ciudadanía española como muchos que un día se acordaron de sus abuelos. Me escribió dos o tres mensajes y luego se borró como la niebla al amanecer, no me sorprende y los comprendo, viven acorralados con sus miedos. El Majá no pudo regresar nuevamente, siempre tenía un problema que resolver en cada viaje, cargaba consigo una listica donde tenía anotada sus prioridades, las mismas listas que yo cargué un día, las mismas soluciones del salvavidas sumergible.

El veinticuatro pasó una señora por el restaurante, destilaba cultura en cada una de sus canas, me conocía y me llamó por mi nombre a la entrada, por el santo de hoy. Había reservado para dos personas y me manifestó que la otra se había enfermado. La otra, le preguntó si no estaría muy sola en el restaurante y ella le respondió que no, eso me contó. Era una Peter Pan que llevaba más de cuarenta años sin visitar su país y me conmovió, me solidaricé enseguida con su fatalidad y surgieron las inevitables preguntas. ¿Recuerdas algo de tu tierra?, ¿deseas visitarla?, ¿tienes familia allá?, ¿por qué no vas? Comenzó por responder la última, no le dan visa de entrada al país, ni permiso de salida a sus padres para visitarla. Debe ser la más representativa manifestación de ese odio que hoy pretenden borrar con esos llamados a la reconciliación que pocos entendemos.

-¿Cuántos años llevas aquí? Preguntó ella y me sentí enano al responderle, vi en su mirada tanta firmeza que, manifestar dolor o nostalgia en su presencia me harían acreedor de cualquier condena de su parte.

-Llevo unos quince años, salí de la YMCA un veintitrés de diciembre del noventa y uno.

-Entonces, es tu cumpleaños.

-Es verdad, son mis quince. Escuché un vals y vi a varias chicas bailándolo, cambiándose de vestidos en cada número, y yo, bailando por los quince años cumplidos en destierro mientras alguien trata de recordarme algo lejano.

-¿Te falta algo, extrañas tu patria? Ella buscaba un poco de fuerzas para continuar su camino.

-Si algo me han robado no ha sido la patria, esa nunca la tuve, razones sobran para no sentirme patriota. No se justifica en mí esa rabiosa nostalgia que muchos sienten por una palma, cosas tan sencillas como un partido de dominó en cualquier portal de La Habana. Gritería formada ante el forro descubierto y apagada por el trago de ron que quema la garganta, juego inventado para mudos, dicen muchos, yo creo que para los ciegos también. Nadé siempre en sentido contrario, me sumergí en sus pestes y el polvo limitaba la mirada imperfecta, me moví entre bípedos escualos con grandes agallas, devoradores de almas con apetito insaciable.

Llegar era siempre una aventura, salir era su sorpresa, nadie estaba seguro, nada te pertenecía en esa extraña playa, ni los sueños inconfesos y bien guardados en los ataúdes de la memoria. Miedo a ser traicionado por los pensamientos, pánico porque se puedan leer o un día te traicionen convertida en voz. Sonidos que muy bien pudieron escapar de ultratumba, sitio donde se guardan a buen recaudo los buenos y malos sentimientos, y que salieron a la luz por culpa de un engaño. El árbol, la serpiente, la jeva, una botella de ron y tú, ajeno con tu inocencia a la trampa que te tendían. Luego, esa extraña persecución de tu conciencia y la lucha intermitente por convencerla, nunca podías vencerla.

Cada inmersión en sus playas de rocas y columnas derrumbadas por la indiferencia era una luna de alcohol en movimientos casi perfectos, sin fases de oscuridad, porque la claridad solo nos ampara en estado de embriaguez. Se impone estar borracho para olvidar y ganar valentía, para decir y ser yo, para ser macho, para perder un poco esa vergüenza que opaca la ceguera, para expresar una verdad convertida en locura o calificada de mierda.

El mar, una pitada larga me extraía de aquel aire viciado por la maldad, cada regreso a las profundidades de su azul infinito y con horizontes inalcanzables a nuestra mirada, era un retorno al lugar de donde me habían arrancado, un encuentro con aquella paz tan deseada. Pocas veces, casi ninguna, amé el nido del colibrí ni me atrajeron los colores del tocororo. Encontraba excusas para acusar de hipócrita al sinsonte cuando escuchaba sus líricas notas entonadas en su jaula, tal vez lo condené injustamente, nunca pregunté si había nacido así. ¡El mar, no, es diferente! Es libre, indomable, temido, despiadado, tierno, sereno, fiel, traidor, cuna y tumba a la vez. Sus olas viajan sin destino en busca de una playa, como hacen las ballenas a punto de morir o equivocadas, mueren dignamente. Luego, el silencio, la abstracción, la posibilidad de un sueño mientras otra ola se repite sin apagarse el eco de la anterior. ¿Y la oscuridad? Cuánto desearía alejarme de los candiles de una ciudad para encontrarle el verdadero rostro a la luna y reírme de su acné siempre juvenil, y criticarle esos cambios en su figura, y pedirle que siempre fuera redonda, sin panzas o cuernos que apunten hacia otra dirección engañando a la gente de aquellas playas de hormigón. La oscuridad es sublime, casi siempre silente, duerme el papagayo del discurso gastado y aburrido, y puedes pensar, soñar, meditar, algo vedado por los molestos bombillos. Pasan las estrellas y sus visitas se repiten cuando viajas horizontal al sentido de la tierra. Las conoces y te enamoras de ellas. Nunki es tu novia, Bellatrix una aventura que provoca los celos de Rigel y Aldebarán. Antares es sensual, atrevida y coqueta. Sirius es un rabioso gigante que gusta ladrar y Arcturus un oportunista. ¡Venus! Una hermosa mujer que burla las elevaciones de Santiago y brilla muchas veces al amanecer, la última en caer vencida cuando sale el que más manda y destruye la negrura. La oscuridad es adorable y su silencio te brinda una maravillosa alfombra donde puedes construir un universo, el tuyo, el que no estas obligado a compartir con los demás, ni aún en nombre de la sagrada solidaridad. Miras y descubres puntos caprichosos que forman un manto lechoso, algunos escapan de sus trampas milenarias y recuerdas a la abuela. ¡Pide un deseo! ¡Pide un deseo! Gritaba ella y ponías a trabajar todas las neuronas buscándolo. Siempre era tarde y cuando lo iba a manifestar, ella siempre repetía lo mismo, ¡Guárdalo para la estrella que viene! Y así siempre, ¡pide un deseo!, y a la hora de sacar el que tenía guardado en aquel almacén infantil se trababa la gaveta del buró. ¡Guárdalo para la estrella que viene! La abuela murió, no era ella exactamente, era la bisabuela. Sentado en el puente se repitieron aquellas caídas y el empeño por pedir un deseo había sido un compromiso con ella nunca logrado. Me había enseñado varias cosas, pero solo sobrevivió la acción de pedir, no tuvo tiempo de explicarme como lograr, luchar, vencer, alcanzar, solo pedir. No la culpo tampoco, murió y me dejó al inicio del camino, su hija tampoco me dijo nada, y su nieto menos aún, el nadaba, nadaba y nadaba entre consignas extrañas. Fue mucho más difícil encontrarlos en aquel extenso archivo de la vida y la estrella pasaba veloz. Tuve que haberlos enumerado, pero eso se me ocurre hoy, cuando los candiles de la ciudad no me permiten ver las estrellas y no distingo a ningunas de ellas. Un día, pasaba una luz algo lenta y quise aprovechar la oportunidad para pedir algo. Pedí, pedí, volví a pedir hasta el cansancio y la luz no caía, nunca cayó, era un satélite de los que probablemente utilizan con fines de comunicación. ¡Me cago en mi abuela! Pobre viejita condenada por los avances de la modernidad.

No tengo razones para ser patriota, cambio al valle de Yumurí por aquellas montañas de agua donde sobreviví una vez, otra vez y otra. Al menos allí sentí algo, pánico, terror, miedo, temí y manifiesto que muchas veces me acobardé. Dudé de mí y la valentía para enfrentar la vida, pero, me sentí vivo por los efectos de cada bandazo o cabezada, pude descubrir que aún vivía. En un valle no, solo se mueven las hojas de los árboles molestos por el viento, como la cabeza despeinada luego de estarte vacilando en un espejo, y esperas que la novia te encuentre, así como te viste la última vez, como si fueras una fotografía de ti mismo, con la sonrisa fingida y los cabellos pegados a una cabeza quizás vacía, tal vez prestada, con una risa que solo se borra si es quemada.

Poco y mucho me arrancaron, me arranqué yo mismo, el mar. La posibilidad de adorarlo o luchar contra él, amarlo u odiarlo, mencionarlo como si fuera él cuando estaba furioso. Ella, cuando era apacible y nos mimaba en sus brazos, cuando nos enredaba en sus murmullos y encantos. Nada cubre su vacío ni llena su espacio, vivo al lado de un río muy caudaloso y ancho que me recuerdan al mar, pero le falta algo. Carece de ese olor a marisma que te envenena y atrapa por toda la vida, de sus corales y orillas preñados de erizos, de esos sargazos que te anunciaban la proximidad de cualquier playa, y las gaviotas que gritan como una mujer en pleno parto u orgasmo.

No soy patriota en el furibundo sentido que esa palabra encierra por vicio o engaño, paso frecuentemente por un estadio y veo banderas de diferentes colores, me río. Solo distingo trapos tratando de volar y atrapados a una asta, y el asta a unas rocas, y las rocas a una playa cualquiera, allá fue igual. Escapé de una playa maloliente donde hoy se cayó un ladrillo ante una mirada indiferente, mañana una pared, pasado mañana un gemido extraño y casi infantil, ¿es esa la patria? Ella escuchaba sin dejar de consumir un plato típicamente nuestro, una droga que le era necesaria para continuar viviendo.

-Yo te entiendo, estoy obligada a comprenderte, quince años es mucho tiempo.

-¿Mucho tiempo?, ¿qué pudiera decir de ti entonces?

-¿De mí? Nada, hace mucho tiempo olvidé quién soy y de dónde vengo. Te leo y te encuentro sumido en esa lucha, falta un poco de tiempo para vencerla, yo logré quemar todos los archivos de mi memoria.

Ernesto me habló del libro, me dijo haberlo consumido durante el vuelo de regreso y me comentó sobre algunas anotaciones que había realizado. En las páginas de su pasado se encontraba comprendida la labor que hoy realizaba conmigo, no era la persona que leía por hacerlo, quedaba demostrada su observación estudiosa y me lo comentó con sinceridad.

-¿Cómo puedes recordar tantas cosas sin acudir a la historia? Me preguntó con curiosidad.

-Si supieras, escribo cuando alguna idea me llega a la mente, o sea, cuando la musa llega y me toca la puerta. ¿Cómo lo hago? Es mi truco y quizás el de muchos autores, pongo a mi lado un traguito de Absolut con jugo de naranja, enciendo el equipo de música y selecciono un disco de la época. Casi siempre, cuando deseo trasladarme a la década del sesenta o setenta, coloco uno de aquellos discos con música de Nocturno. ¡Es mágico, Ernesto! Me traslado hasta aquellos barrios donde vivimos, me encuentro en el paisaje adecuado y la gente, los socios del barrio no han envejecido, entonces escribo, solo así puedo lograrlo. Ernesto me dio una explicación técnica o científica sobre la utilización de esa herramienta, yo la olvidé a los cinco minutos, soy bruto para las palabras extrañas y ajenas a nuestro vocabulario diario.

-¿Sabes? ¡Coño! Yo me crie en los mismos barrios que tú, hacía tiempo que no encontraba aquellas expresiones hoy olvidadas. ¿Te acuerdas de aquella, tirado por el balcón?

-¡Claro que la recuerdo!

-Bueno, ha sido un placer haberte conocido. Espero que cuando bajes por La Florida nos avises.

-Que tengas un feliz cumpleaños, ¡ah!, y que cumplas un millón más.

-Un abrazo. Ambos colgamos al mismo tiempo, me dispuse a quemar archivos también, es imperioso despojarse de los fantasmas que nos persiguen.

 

 

 

Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá.

2006-12-26



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