Visitas recibidas en la Peña

lunes, 23 de noviembre de 2020

EL RECLUTA

EL RECLUTA




Estaba sentado en una de las gradas del estadio que se encuentra al final de la Avenida Acosta, nadie me ha dicho si es allí donde comienza o termina la avenida. A mi espalda corría Vento y una línea de tren paralela, ya había pasado por allí en varias oportunidades. Era uno de esos días calurosos donde mojas la camisa con exageración, el sudor que produce la humedad del trópico se incrementa con las gotas aportadas por los nervios. Entre mis dedos casi colgaba un telegrama que había recibido una semana atrás, decía algo así: Preséntese el día 4 de Abril de 1964 en el estadio tal a las 14 horas, debe llevar un cepillo de dientes, máquina de afeitar, ropa interior y pasta de dientes. No recuerdo quién era el “tal”, era un mártir que murió en no sé cuál de esas batallas, todo comenzaba a tener nombres de muertos, la isla se transformaba en una funeraria o cementerio.

A mi lado se encontraba la madre de mi padrastro, yo no la invité, ella participaba con mucho fervor en todas las actividades revolucionarias. Esto no era una actividad tampoco, pero ella lo entendió así. ¡Vaya! En aquellos momentos su postura era como la de Mariana Grajales, estaba en ese estadio entregándole uno de sus hijos a la causa de la revolución, pero es que yo tampoco era su hijo, nada, potestades que se tomaba. Yo creo que ella padecía de cierta psicosis de guerra o revolucionaria, no se perdía ninguna actividad donde hubiera que gritar o agitar banderitas. Y siempre vestía de negro, no recuerdo si usaba alguna medallita o algo que la identificaba como madre de un mártir, pero usaba algo distintivo aparte de aquellos espejuelos con cristales fondo de botella. Por mucho que me pregunto no hallo la respuesta, ¿qué carajo hacía Susana junto a mí en aquel estadio?

Yo metí en la jabita todo lo que indicaban en el telegrama, la vieja agarró la máquina de afeitar de mi padrastro y dos cuchillitas “Patria o Muerte”. Tampoco sé si lo hizo por disciplina o por miedo, pero allí se encontraban cuando miré de refilón el contenido. Dos calzoncillos matapasiones, pero para ser sincero, eran de marca Perro, igual que las dos camisetas de manguitas, todavía existían. Yo las usaba así porque mi padrastro era de la guapería, no se metía con nadie, era un blanco de seis pies de estatura con ojos verdosos y pelo rizado que pelaba de cortes rectos sus patillas y motas sobre las orejas. ¡Vaya! Aunque no fuera guapo de verdad había que respetarlo por el tamaño, el tipo  era guapo, nunca lo vi en una bronca, pero no puedo negar que lo respetaban. Hablaba poco y con faltas de ortografía, o sea, se trababa y no podía discutir mucho, eso lo convertía en algo violento y temido. Las motas era un anuncio que se usaba mucho en aquella época, y bueno, si estaban acompañadas de un pantalón corte batahola y una camisetilla de manguitas con la botonadura de oro con sus iniciales, ya clasificabas de guapo. Como yo me encontraba comprendido dentro de su protectorado, él se empeñó en inculcarme las reglas de la guapería y debía comenzar por la vestimenta, eso era muy importante, no se aceptaba a un guapo con un chama flojito.

Está bien se exigiera en el telegrama que llevara una máquina de afeitar, esa parte no la comprendí muy bien, pude interpretar que formaría parte de una escuadra de barberos, yo no tenía bigotes y menos aún barbas, era lampiño. Bueno, me creció varios años después y de manera provocada, “osease”, como tenía cara de niño y quería presumir de hombre comencé a rasparme la cara con aquellas cuchillas “Patria o Muerte”. Por suerte mis vellos eran de una suavidad comparable con los pelitos que se encuentran en las mazorcas de maíz, muy tiernos. Cuando vinieron a salir de verdad y despuntaron como cañones de hombre, yo estaba navegando y compraba cuchillas Wilkinson en el extranjero.

Susana tenía más deseos que yo en que mencionaran mi nombre, estaba nerviosa y muy atenta al pase de lista. Estuve a punto de reclamarle y decirle varias cosas, como, por ejemplo: Ven acá vieja hijaputa, ¿quién es el que va para el tanque, tú o yo?, pero me contuve. Es que le tenía algo de miedo también, ya había sido testigo de sus desplantes con los gusanos, aquellos gusanos de principios de la revolución a los que ella culpaba de la muerte de su hijo. Al final de la jornada su hijo no había sido mártir ni un carajo, le quitaron su nombre a un cedeerre  que estaba en la calle Estela y muy cerca de La Curva de Párraga. Era un bandolero que siempre tuvo sus encontronazos con la policía, hasta un día, pero los gusanos, gente que eran vecinos nuestros de toda la vida, nunca tuvieron que ver con su muerte. La vieja Susana descargaba todo su odio en contra de ellos y de la noche a la mañana fuimos convertidos en enemigos, por cualquier razón los chivateaba y las relaciones se hacían cada vez más incómodas.

Allí estaba, gritaba y aplaudía cada vez que llamaban a alguien, era la única que asumía esa postura medio esquizofrénica y yo no me atrevía a mirarla, solo observaba los rostros y gestos de las otras madres sentadas en las gradas de aquel estadio. En la medida que iban mencionando nombres se iban llenando aquellos camiones rusos de guerra, ya quedábamos pocos en el estadio y aún conservaba la esperanza de que todo fuera un error.

¡Eugenio Esteban Casañas Lostal! ¡Coño! No sé si salté asustado o por los deseos tan grandes de desprenderme de la compañía de Susana. Ni la miré, bajé aquellos escalones a la velocidad de un peo. A mis espaldas se escuchaban una pila de consignas que nada tenían que ver conmigo, entregué el telegrama y me subí al camión sin mirar nuevamente hacia las gradas. Lo de Eugenio fue un capricho de mi madre, no sé cuál fue la razón, no aparecía en ningún documento oficial, pero ella me dijo que sí y así lo inscribí.

Partimos por toda la Avenida Acosta hasta la Calzada de Luyanó, Virgen del Camino y luego la Vía Blanca hasta la rotonda de la Monumental con dirección a Playas del Este. Un poco antes de llegar a Bacuranao, la caravana de camiones dobló a la derecha y nos perdimos de la carretera. Luego me enteré de que era un campamento militar llamado “Colinas de Villarreal”, muy discreto y oculto detrás de aquellas leves colinas.

Para los militares existe poca diferencia entre vacas y seres humanos, así nos transportaron y trataron a nuestra llegada. Tuve la impresión de arribar a ese punto para cumplir un castigo, mucho se alejaba el trato que nos daban de las consignas revolucionarias de Susana. Sin perder mucho tiempo nos fueron pasando hacia lo que sería una barbería y no lo era. Los guardias destinados a esa operación de trasquilar nos recibían burlones con la máquina eléctrica en la mano y no escatimaban ofensas. La mayoría de ellos eran de origen campesino que actuaban en venganza por algo que habían sufrido y nosotros desconocíamos. A pesar de mi corta edad fui un poco más despierto que todos mis compañeros de desgracia, me había pelado estilo militar el día anterior. Nadie duraba más de tres minutos en manos de aquellos depredadores y de allí nos pasaron a una especie de cubículo donde éramos fumigados como las reses. Continuaba el baño y por último un chequeo médico físico que se realizaba en tiempo récord con toda aquella larga fila de hombres desnudos. La última fase consistía en vestirnos de verde olivo, ya estábamos uniformados, éramos soldados dispuestos a defender la revolución cubana.

En Colina de Villarreal permanecimos tres días dedicados a marchas forzadas hasta altas horas de la noche, al tercer día nos montaron en los mismos camiones y viajamos por la periferia de la ciudad hasta Rancho Boyeros, luego me perdí por carreteras nunca visitadas y fuimos a parar a un pueblo que más tarde me enteré era el Wajay. En esa Unidad 3050 que pertenecía a las DAAFAR (Defensa Anti-Aérea y Fuerza Aérea Revolucionaria) había miles de reclutas que nos amontonaban en barracas. El primer jefe de esa escuela era un teniente que luego fue jefe de la División 50 de Oriente, era tolerable. Sin embargo, nuestros jefes inmediatos eran sargentos bajados de la Sierra Maestra, guajiros ignorantes e implacables. No he podido olvidar el nombre de uno de los sargentos más hijoputa conocido en mis tres años de vida militar, era un jabao oriental y de cuerpo parecido a la rana René de los Muppets de apellido Manso. El segundo jefe de aquella escuela lo fue el teniente Mengana, individuo tan odioso como el mencionado sargento. El tránsito por aquella escuela militar tuvo una duración superior a los cuarenta y cinco días, tiempo empleado en el aprendizaje de artillería antiaérea, fui destinado a los cañones CAAD 30 milímetros de fabricación checa.

Durante mi permanencia en aquella Unidad Militar, donde creo yo era el soldado más joven, estuve en varias ocasiones a punto de decir la verdad y renunciar. Solo me ataba una idea, cuentas matemáticas que nunca se equivocan. Tengo catorce años y cuando venza el servicio militar obligatorio habré cumplido los diecisiete, es buena edad aún para comenzar cualquier aventura. Si entro a los dieciséis como establece la ley, salgo a los diecinueve, soy un poco mayor, vale la pena soportar este castigo. Esos pensamientos se mantuvieron vigentes durante ese período tan duro de mi vida, apenas era un niño y consideraba imposible vencer todas las dificultades que se me presentaban diariamente. Estuve a punto de rajarme en varias oportunidades y temía decirle a mis compañeros la verdadera edad. Muchos de ellos tuvieron que darse cuenta y me protegían, yo era prácticamente un niño. No tenía vellos debajo de los sobacos, muy pocos en la pelvis y mis senos mostraban aún la inflamación del proceso de desarrollo.

Una tarde montaron a un grupo de unos cincuenta reclutas en dos camiones con rumbo desconocido, tampoco pude identificar a la carretera del Mariel. Nos bajaron en un monte y nos dijeron que aquella era nuestra Unidad Militar, solo existía un inconveniente, no había nada a nuestro alrededor. Durante varios meses estuvimos tumbando monte a golpe de machetes sin filo y viviendo en casas de campañas. En aquellos tres años no conocimos la existencia de servicios sanitarios o letrinas, nuestras necesidades se realizaban en el monte y nos bañábamos cuando era posible con el agua traída por una pipa. Seis meses después inaugurábamos el campo de tiro antiaéreo de la DAAFAR que existe entre la playa de Banes y El Mosquito, justo en frente a la granja Menelao Mora. Allí pasé mis tres años de servicio militar obligatorio cobrando los siete pesos mensuales que nos asignaron como salario.

-Si alguien trata de escapar del país tiren a matar. Esa fue la orden que recibimos cuando realizábamos rondas con los guardafronteras entre las playas El Salado y El Mosquito. Recorridos que hacíamos de seis de la tarde a seis de la mañana asediados por los mosquitos, la lluvia, el hambre, el peso de un FAL que prácticamente era mayor que yo y más de cien proyectiles en la cintura. Si hubieran tratado de pasar por allí con el sufrimiento de aquellas circunstancias, no duden de que yo les hubiera disparado. Gracias a Dios nunca tuve que hacerlo y puedo dormir con la conciencia tranquila.

 Terminé mi servicio militar a los diecisiete años y entré directo a la marina mercante.

¿Por qué sucedió toda esa aventura? Muy sencillo, no existía un sistema de identificación nacional (Carnet de Identidad) Yo me encontraba en una escuela taller donde era obligatorio tener más de dieciséis años y cuando sale la ley del SMO, exigieron el comprobante de inscripción. 

Fatalmente fui llamado al ejército en los primeros días de aquel primer llamado. ¡Muchachos! Lo orgullosa que se sentía Susana cuando me veía llegar a la casa vestido de verde, pa’matarla, coño.

 


Esteban Casañas Lostal.

Montreal..Canadá

2008-07-28


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