RUISEÑORES
-¿Han comido ruiseñores?
-¡Nooooo! Debe ser un sacrilegio. Contestarán algunos sin conocer el contenido de la pregunta. -¡Nunca lo he visto, no sé de qué se trata! Responderán otros. -¿Debe ser un pájaro? Lo leí un día en algunos de mis cuentos infantiles. -¿Se come, sabe bien? La ingenuidad no puede ocultar la ignorancia.
-¡Tiene el mismo sabor de otros pájaros! Les respondo, su masa es algo oscura como las de los carpinteros, cabreros, negritos, tomeguines de la montaña, cotorras que nunca hablaron, caos y hasta el mismísimo tocororo con todos sus colores patrios, medio tonto, como nosotros.
El guajiro cortó una rama del árbol. Dijo su nombre y lo olvidé, han pasado muchos más años que hojas tuviera. Era laaarga, muy larga y fina. Liviana, no podía ser de otra manera. Tendría unos diez metros, tal vez menos, no puedo recordar con exactitud. ¿De qué vale un centímetro ahora? ¿Ya imperaba el sistema métrico decimal? No lo sé, ellos no lo conocían, ¿yarda, vara, pie, pulgada? Probablemente simple intuición.
Mi nieto cumplirá once años el próximo 12 de Diciembre, el mismo día de la virgen de Guadalupe. Con una sola diferencia, la virgencita no enviaría una tormenta de nieve como la de aquel día. Tendrá la misma edad que tuve cuando salí esa madrugada a cazar pájaros con aquel guajiro de las montañas de Baracoa. No eran pájaros cualquiera los que volaban sobre el cuartón Cerqueo en las Minas de Cabacú. Un ruiseñor era pagado a cinco pesos en aquella ciudad, no era ciudad tampoco, un pueblo bonito al que se podía acceder burlando los farallones de la Farola. Camino de tierra solo vencido por Jeeps y camiones. El aeropuerto se encontraba al lado del río Sabanilla, llanura que se inundaba en cada crecida. A la primera villa de Cuba no llegaban las señales de televisión, tal vez sí, quizás las de Haití o Dominicana.
Observo a mi nieto y lo encuentro tranquilo, relajado. Viaja en el asiento posterior del auto disfrutando la merienda que le llevamos, la consume rápido, siempre está hambriento. Después, se desconecta de nuestras vidas y se pone a jugar con cualquiera de sus aparatos favoritos. Entra en su mundo, donde las palabras son sustituidas por teclados. El tráfico es intenso y me mantengo concentrado en el movimiento de los coches que me siguen. Debo saltar desde la senda extrema izquierda hasta la primera derecha, son tres. Pongo el intermitente y me permiten el cambio, entro y me mantengo unos minutos en la misma vía. Vuelvo a conectar el intermitente y observo por el retrovisor. Hay gente apurada y nada cortés que impiden mi incorporación. Pasa el primer auto, una mujer hablando por el celular y presionada quizás por la preparación de la comida para sus hijos, la comprendo. Le sigue otro auto que bloquea mi intención, pasa a mi lado y lo miro. Una trigueña medio tiempo muy apurada en llegar a casa antes que su marido, pienso otra vez. Volteo el cuello y observo que no puedo entrar, el auto pasa veloz, iría a unos cien kilómetros por hora. Tiene cara de mujer angustiada, deprimida, como si hubiera acabado de enterarse que su marido le pega los tarros, ésta es la más peligrosa, no me detengo en pensar. El cuarto auto disminuye la velocidad y es tan generoso que hace señales de luz para indicarme que puedo entrar. Lo miro por el retrovisor y observo que es un viejo. Le hago una señal de agradecimiento con la mano, él no la verá por el color verde oscuro de mis cristales, puede ser un reflejo condicionado, me la han hecho muchas veces.
Mi nieto, y la niña también, andan sumergidos en ese extravagante paraíso de los teclados, cada día que pasa se convierten en inhumanos. Durante cada encuentro, debo reclamarles por un simple beso, nada caro, solo pido un contacto entre nietos y abuelo. Los otros días, hablando con mi nieta, le dije que me alegraría recordar infinitamente si alguno de mis abuelos, materno o paterno, se hubiera tomado la molestia de inclinar el lomo para regalarme un beso. Ella no comprendió muy bien y tuve que sintetizar lo que deseaba expresarle. -¡Hija, no tuve la dicha de contar con un abuelo cariñoso, no recuerdo me hayan besado alguna vez! Ella abrió los ojos con exageración mientras dirigía una mirada inquisidora hacia la madre y abuela. - ¡Yo creo que mejor le das un beso a Yeyo! Le dijo su madre sin dar tiempo a que hablara, es muy conversadora y demasiado simpática. Siempre reclama ser quebecoise, no se detiene mucho para aclarar que es canadiense, sin separaciones, me alegra. Habla el español perfectamente, tiene acento mexicano. De vez en cuando suelta alguna palabrita cubana y me río. ¡Mensa! Le digo. ¡Comemierda! Me responde, es linda.
Mi nieto va a cumplir once años, no me canso de observarlo, es un niño, es lo que yo fui hasta su edad. Tenemos cosas en común, se parece a su padre, se parece a mí. Escapa de vez en cuando de aquella trampa tendida por la modernidad, lee mucho, me manifiesta su abuela. –Este fin de año, como te encontrabas en Miami, le compramos un libro de esa colección que iniciaste y le dijimos que era tu regalo. Debes llevarlo ahora para que elija cuál es el siguiente.
-¿Y verdaderamente los lee? Por supuesto, ahora no tiene ninguno, tienes que ir con él. Son libros infantiles que regalan sueños y educan a la vez, esta semana regreso a una librería. Debo hacerlo también con la niña.
La carretera de Volokolams, Los hombres de Panfilov, La fortaleza del Brest, Así se templó el acero. Un hombre de verdad, de Boris Polevoi, creo haya sido el que más simpatías logró en mi mente inocente, fueron los que ocuparon gran parte de la mochila que subió aquellas montañas de Baracoa. Volé con él y no sentía mis piernas. Rabindranath Tagore, Alejandro Dumas y hasta José Martí, fueron sustituidos inesperadamente por nombres que nunca había escuchado mencionar.
Se quita la camisa del uniforme de la escuela para ponerse el kimono negro de su gimnasio de kárate. Tiene las tetillas inflamadas, así las tuve yo. Debe molestarle el roce con cualquier tela, no dice nada, no protesta, no lo sabe. Después vendrá otra etapa que nunca será como la mía, son muy sanos, infantiles, niños. ¿Ya orinas dulce? Nadie le preguntará y él continuará entretenido en su computadora o jugando con el Wii. ¿Y si se lo pregunto? No lo haré, le cederé el derecho a continuar siendo un niño.
-¡Tienes que botarte una paja para saberlo! Se te va a producir una cosquilla extraña y muy rica. Dijo un día aquellos amiguitos del albergue y me encerré en un closet con la luz encendida, creo que ya lo conté. ¡Me vine, me vine, me vine! Gritaba como un loco por todos los pasillos, ya estaba graduado de hombre. Le mostré con mucho orgullo aquella gotica de leche que conservaba en la palma de mi mano a los amigos. ¡Ya orinas dulce, eres un hombre! Me dijo alguno de ellos y traté de repetir la experiencia, pero esa vez solo alcancé la rica cosquilla.
Dentro de dos años tendrá trece años, ¿cómo será?, ¿le cuento cómo fui? No lo haré, permitiré que continúe siendo un niño, ¿para qué amargarle la vida tan pronto?, quiero disfrutar su infancia. ¿De qué servirá contarle que a esa edad yo me encontraba listo para matar? ¡Valiente regalo me hizo mi padre! ¿Saben lo que significa la palabra “zapador”? Eso era yo a esa edad, tenía la suficiente inteligencia para calcular con rapidez las fórmulas necesarias para volar un puente, edificio, auto. Mis juguetes fueron cambiados por ametralladoras de verdad, lo observo y no quepo en su cuerpo. Vi a niños como yo en Viet Nam, Angola. Los observo en los noticieros, no saben lo que dicen, no piensan. Luego, vuelan y desaparecen pensando ser recompensados por cualquier Dios. No quiero nada de eso para mis nietos, no lo tendrán mientras me encuentre vivo.
El guajiro se detuvo junto a un árbol y sacó su machete. Dio dos cortes diagonales al tronco y paralelos, como haciendo una zanja por donde desangrarlo. Antiguas cicatrices lo denunciaban, ya había estado allí y el árbol lo conocía. Una resina espesa y lechosa comenzó a gotear como lágrimas, él acercó la punta de la vara y la fue embarrando totalmente. - ¡Es un lechugo! Trató de explicar o justificar algo. Yo mantenía entre mis manos dos pequeñas jaulas que fueron tejidas con bejucos, como los del boniato o ñame, mucho más resistentes. Solo observaba, no hablaba. Tenía un poco de hambre y extraje un pedazo de pan de maíz que guardaba en un pequeño jabuco. Estaba envuelto en hojas de plátanos que Lucía había lavado en el río la tarde anterior, lo desenvolví con calma y le dí una mordida sin dejar de mirar lo que él hacía. No sé que hacía con él en medio de aquella maleza, yo vestía mi uniforme de brigadista. De pronto, se escuchó un trino muy diferente al de cualquier pájaro, nunca había escuchado aquella melodía, pudo ser de un ángel.
–Ese es uno de ellos! Dijo el guajiro.
-¿De quiénes? Pregunté con inocencia después de tragar un pedazo de aquel pan, casi sin masticarlo.
–¿De quién va a ser? Es un ruiseñor, pero vamos a buscarlo. Es viejo y estará posado en la cima de cualquier pino. Son cabrones, no se pueden atrapar.
-¿Entonces?
-Tenemos que buscar a los más pichones. Lo vimos muy alto, nada atractivo por sus colores, sin embargo, era el pájaro mejor pagado, tuvo que ser su canto. Me explicó el guajiro que en La Habana costaban cincuenta pesos, una fortuna para aquellos tiempos.
-¡Aquí hay uno, no hables! Me detuve y vi como iba acercando lentamente la vara hasta el ave. Lo hacía con la paciencia de cualquier felino, ella no se espantaba, miraba y solo encontraba un pedazo de palo que muy bien confundió con la de su árbol. El movimiento fue brusco, rápido y certero. El animalito trataba de escapar, revoloteaba y mientras lo hacía, más se enredaba contra la resina. Me moví cuando comprendí que trataría de alcanzar la punta de la vara, todo ocurrió en segundos. Algunas plumas del ave quedaron pegadas a la vara, la tomó con cuidado, como tratando evitar que sufriera otros daños. Una, otra, fueron cayendo varias, estábamos en su zona.
-¡Esta no sirve! Aún así la metió en la jaula.
-¿Por qué?
-Ha perdido la cola y en esas condiciones no la compran.
-¿Y que hacemos con ella?
-La asamos y la comemos.
-¿Comernos un ruiseñor?
-¿Qué tiene de malo? Es un pájaro como los que tú cazas con Eugenio. Guardé silencio. No mentía, todos los días salíamos de cacerías y regresábamos con un bolsa llena de pajaritos muertos. Muchas veces desplumados y listos para meterlos junto al fogón de leña. Eugenio y su madre no desperdiciaban absolutamente nada, me enseñaron a consumir hasta la cabeza. Que no tenía carne, pero se masticaba. Aquello sí era tener puntería, donde ese guajirito ponía la vista, allí mismo daba la piedra. Casi siempre medio redondeadas que recogíamos a orillas del río Minas.
-¿Has comido ruiseñor?
-¡No!
-¡Prueba! La pechuguita era la única parte del cuerpo que poseía un poquito de carne, la mastiqué triturando de paso sus débiles huesitos. En seis meses viviendo en aquellas montañas no recuerdo cuántos devoré, solo sé algo y lo comprendí un poco más tarde, no valía la pena dejar sin música aquellas montañas. Nadie me lo dijo, nadie se molestó en explicarlo y siempre lo he cargado en mi conciencia.
Disfruté de maravillosos días compartiendo con mi nieto, no creo exista en Montreal un coche al que se le hayan gastado las ruedas como al de él. Me detuve muchas veces junto a un parque con un área destinada a los perros, todos vivían en el mismo barrio y eran amigos. Vivíamos a solo tres cuadras del parque Ile- de- la- Visitation, un sitio de escape a las ordinarias etapas de estrés que se experimentan en estas tierras. Huía de lo cotidiano y siempre bordeaba esa rivera norte del majestuoso río San Lorenzo. Fueron muchos los patos salvajes y cisnes que vieron los ojos de mi nieto. No hablaba aún, solo aprobaba esos paseos con sonidos casi guturales y de una sola sílaba, ti, ti, ti, ti, ta, ta, ta, tá. Yo protestaba y deseaba encarecidamente que hablara, fueron momentos de una felicidad indescriptible. Cerca de nosotros se posaban bellísimos Cardenales, sobre la hierba se acercaban aquellos Robin que siempre me recordaron a nuestros Zorzales. Le tirábamos alguna migaja que se discutían con los Mayitos y las atrevidas gaviotas. Se dormía y llegaba la hora de regresar a casa. Hoy no se acuerda de aquellos paseos.
-¡Mira, tito! Esa es una paloma salvaje. Le dijo los otros días mi hijo al suyo.
-No es tan salvaje y tiene su nombre, es una paloma “Rabiche”. Vienen cada verano junto a los Mayitos y algunas Tojosas, regresan a su tierra cuando llega el otoño.
-¡Verdad que sí! Es una Rabiche, se me había olvidado su nombre. El niño observó como comía algo en nuestro patio, muy cerca de algunas plantas de calabaza que yo había sembrado.
-Cuando arreglen el patio vamos a ponerle casitas a las aves.
-¿Para qué? Preguntó la nieta con su acento mexicano.
-¡Mensa! Para que encuentren un nido cuando nos visiten, le pondremos comida también. ¿Recuerdas, Tito? Cuando eras niñito le poníamos comida a los pájaros.
-¡No, no me acuerdo!
-¡Qué carajo vas a recordar si no sales de la puta computadora!
-¡Es cierto, es cierto! Agregó ella como desquite a la pronunciada indiferencia que enfrenta de su hermano desde que ha ido creciendo.
-¡Mensa, tarada! Dijo él.
-¡Guanajo, comemierda! Soltó ella.
-No se manden a correr, vamos a construirle las casitas a los pajaritos y les pondremos comida para que se sientan contentos.
-¡Yeeyo, pero es que después se irán!
-No se preocupen, regresarán si los tratamos con cariño. Yo solo deseo que ustedes nunca coman ruiseñores.
-¿Queeeeeé?
-¡No se preocupen!
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2011-10-03
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