Visitas recibidas en la Peña

viernes, 15 de febrero de 2019

SOR TERESA



                                                     SOR TERESA


Monjita de la Casa de Beneficencia y Maternidad de La Habana. El niño de la foto pudiera ser yo.

A la entrada del templo había una pareja de mujeres sentadas al lado de una mesita, vendían todo tipo de baratijas, bisutería y artesanía de inspiración religiosa. Vi de reojo parte de la mercancía, toda una colección de cuadritos, libritos, medallas, crucifijos, fotos de santos con oraciones y velas. Sus rasgos eran profundamente marcados con huellas de mayas, aztecas o incas, no puedo detectar mucho las diferencias, todos se parecen en algo. Pasaban unos quince minutos del mediodía y el sol brillaba sin calentar, muy propio de esta época otoñal, aunque la naturaleza se ha portado muy bien hasta ahora. El tráfico por la ciudad estaba muy flojo, lo comprobé durante ese recorrido que atraviesa la isla de norte a sur. La gente prefiere descansar los domingos, aunque los viejitos no dejan de ir a misa. No había un alma en la escalinata de aquel enorme templo, solo las dos mujeres con raíces indígenas y adaptadas perfectamente al clima de este país. Me detuve junto a la puerta y di un recorrido visual esperando encontrar algún conocido. Mi barrido se detuvo nuevamente junto a ellas y me llamó la atención el colorido de sus chumpas, son guatemaltecas, me dije mientras accionaba el picaporte y empujé con algo de fuerza. Está falta de mantenimiento y el chirrido producido fue casi un lamento.


En el saloncito intermedio entre la calle y el salón, un padre trataba de calmar el llanto de un bebé, debió haber salido para no interrumpir la misa. Aquella segunda puerta se encontraba semiabierta y observé por una ancha rendija que el salón estaba abarrotado hasta la última fila de bancos. La empujé un poco y me persigné al entrar como hacía en mi infancia o en las visitas frecuentes a este mismo templo en el pasado. Durante varios segundos permanecí en el mismo centro, su entrada daba directamente al altar. Buscaba reconocer a algún amigo por su nuca, esperaba hallar la cabeza de un mulato con sus pasas encanecidas, quién pudiera saber. Un poco más tarde desistí y elegí apartarme del corredor, opté por la banda izquierda y cuál no sería mi sorpresa. Pasé algo de trabajo en reconocerla, pero las dudas volaron unos segundos después, era ella.


Sor Teresa oraba como cada día, cada mañana, cada tarde, cada noche antes de acostarse. Lo hacía con la misma fe antes de tomar el desayuno, su almuerzo o comida, aquellos rezos eran de una profundidad tal, que la apartaba del mundo que vivimos, el suyo siempre ha sido celestial. Estaba encogidita, mucho más pequeña que en mi última visita. Arrugadita como una pasita, no tenía un solo cabello negro, muy delgadita y frágil. Ella continuaba concentrada en sus rezos y me acerqué, traté de pegarme lo más posible sin interrumpirle aquel contacto con Dios. La escuché claramente, ella no repetía aquella plegaria a la resurrección, la decía al mismo tiempo del sacerdote y daba las pausas para que los fieles la repitieran. Las sabía de memoria, conocía donde encontrar cada letra impresa en la Biblia. Tantos años de oraciones terminaron por abrir surcos en su mente y luego sembrar bendiciones, no lo dudo, siempre ha sido así.


En uno de esos instantes durante los cuales aquellos fieles repetían las palabras expresadas por el sacerdote, ella regresó al mundo de los vivos y pudo percatarse de mi presencia y cercanía, despertó. Dio dos pasos hacia su lado izquierdo y se apartó de mí unos treinta centímetros, sus pasitos eran muy pequeños también y tal vez calculó una distancia de varios metros. La dejé tranquila por un período de tiempo que no excedió el minuto, tampoco deseaba molestarla, solo regalarle una sorpresa. Cuando consideré que era prudente, vencí aquel espacio con un medio paso de los míos, volví a estar muy cerca de ella y disfrutar la plegaria cantada por un ángel, porque eso ha sido ella para mí desde que la conocí. Estaba tan concentrada en su acto de fe, que no pudo percatarse de la cercanía de mi existencia. Es muy probable haya sido descubierto por el olor de mi perfume, vanidad que disfruto desde joven.


La escuchaba y disfrutaba de su voz casi apagada y muy envejecida, no dejaba de ser una ópera bendita. Dios no ha logrado mucho en contra del envejecimiento humano, pensé. Tal vez sí, tiene la fórmula guardada y no se la ha entregado a nadie. Como anda el mundo de las falsificaciones es mejor que la conserve, pienso, aunque con ello deba sacrificar a Sor Teresa. ¡Tantos sacrificios y anulación de placeres banales y mundanos para ir al paraíso! ¿Y si no existe? ¿No es mejor convertir en paraíso ésta vida? Bueno, nadie ha regresado para contarnos cómo es la otra y si nos equivocamos, cuando menos disfrutamos una mitad, la terrenal con todos sus sufrimientos incluidos.


Mientras vagaba en medio de ideas absurdas que la marea movía caprichosamente de una orilla a otra, sus pensamientos y mis dudas. Ella recobró la conciencia y despertó al lado de un extraño que podía manchar la virginidad de su alma. Casi fue un salto si no fuera por lo apocado y limitado de sus pasos, luego, sus ojos mostraron una mueca de espanto o terror. ¡No te vuelvas acercar a mí! ¡Pecador, promiscuo, aventurero, impío, hereje, infiel! Lo leí en su mirada y sentí vergüenza por el susto causado. ¡Madre, dígame todo lo que se le ocurra, pero nunca me llame “comunista”! ¡Es más, le acepto que me diga homosexual! Al menos ellos son humanos, pensé cuando vi el terror reflejado en su rostro.


-¡Tranquila, madre! ¿No me reconoce? Reacomodó sus lentes y me observó de arriba abajo. Sus ojos continuaban siendo muy claros, algo agotados y tristes, como siempre. Se tomó varios minutos en responder, una familia curiosa nos observaba, se encontraban a solo unos pasos de nosotros. Avancé y la tomé por los hombros, le di un solo beso, como acostumbramos en nuestra tierra. Quizás aquella acción la despertó un poco, aquí se da uno en cada mejilla, la ayudé a identificarme.


-¡Resusitaste, apareciste, ¿no escuchaste esta última oración? ¡Claro que la había escuchado de su boca! Manantial inagotable de plegarias y rezos, fuente de amor y sacrificios. –¡No sabes cuánto te he buscado cada 8 de Septiembre! Se detuvo entonces, necesitaba coordinar ideas, Dios no la ha bendecido con el elixir para conservar la buena memoria.


-¡Madre, ya no vivo en Montreal He llegado hasta aquí porque se le va a celebrar una misa a Orlando. No le mentía, vivía fuera de la ciudad, solo le ocultaba desde cuándo. Deseaba evitar aquel interrogatorio al que siempre me sometía, ella es así. ¿Orlando? Vi la duda en su rostro, ¿cuántos Orlando no acuden a esta iglesia? Indios, mestizos, hispanos, hasta uno que otro quebecois. No quise someterla a un innecesario esfuerzo y ella escogió desviar el camino de la conversación.

-¿A qué hora es su misa?

-A la una de la tarde.

- A esa hora celebramos la misa a San Judas Tadeo. Quise responderle que no conocía a ese santo, pero lo evité convencido de que la ofendería. Hay tantos nombres de santos en las calles de esta ciudad, que me parece se excedieron de los existentes en la Biblia. Hoy me obligó a buscar parte de su historia en Internet, gracias a Dios, el hombre ha creado esta herramienta de información. No por gusto, reconocí a varios traficantes y explotadores de inmigrantes sin documentos o status en este país, arrodillados y rezando junto a sus víctimas. Ellos, rezarían porque su nuevo contrabando tuviera éxito. Los otros, oraban a Dios para que les enviaran más indocumentados para explotar y no reclamaran nada. Todo era posible gracias a las bondades del Señor, pienso. Era posible observarlos cada fin de semana en el mismo salón que hoy ocupan cientos de desesperados, no me sentía cómodo con la presencia de ellos dentro de aquel templo. Tampoco podía decir nada, Dios es grande y perdona, no solo eso, enseña a colocar la otra mejilla para que esos cabrones te propinen una nueva trompada.


-Te he buscado mucho cada 8 de Septiembre, no te puedes marchar sin dejarme tu número de teléfono. Comprendí las razones de aquella insistencia suya, solo existen dos, aquel discurso pronunciado el día de la Virgen de la Caridad del Cobre o, ser la persona que trajo a esa iglesias la virgen que hoy poseen. Puede ser un secreto guardado por ella y no conste en el diario de aquella casa sagrada. Lo recuerdo perfectamente, otro individuo que nadie conocía reclamaba el privilegio a pronunciar aquel discurso y el sacerdote estuvo de acuerdo, no sabía quién era y le daba lo mismo. Ella se opuso rotundamente y se mantuvo firme, debía ser yo, el cura aceptó. Ignoraba a qué atenerme, nunca había hablado para tantas personas, supuse que sobrepasarían las mil y no me equivoqué. Toda la planta baja estaba ocupada hasta el límite de aquella puerta que me vio entrar ese día. No fue suficiente y hubo que darle acceso a la segunda planta, todos los espacios permitidos fueron ocupados ese día.


El preámbulo al discurso no pudo ser más difícil, varias de mis propuestas fueron rechazadas por razones que considero idiotas. Nadie puede imaginar hasta qué punto puede llegar la censura de la iglesia en sus actos, solo les traigo un ejemplo. Después de discutir en diferentes oportunidades el contenido de mi discurso, me sentí sorprendido por una frase sometida a esa censura implacable, decía algo así: “Pertenecemos a una isla que era habitada por indios inocentes que solo vestían taparrabos, no sé si hubiera sido mejor que no nos descubrieran”. Si no eran exactamente esas palabras, solo puedo decirles que se mantiene el sentido del mensaje y uso de “taparrabos”.


-¡Debes borrar la palabra “taparrabos”! Dijo ella esa tarde, alegó que era ofensiva. No tuve otra opción que complacerla, yo solo deseaba el micrófono en una oportunidad como aquella. Después de varios manuscritos e infinitas discusiones, fue aceptado el último que complacía las exigencias de censura de aquella iglesia y llegó el día final, la misa por La Virgen de la Caridad del Cobre. Yo ocupaba uno de los asientos situados a derecha del altar, no puedo negar que me encontraba algo nerviosos. Sería la primera vez en mi vida que me dirigiría a más de mil personas, esa era una de las razones. La otra, guardaba en el bolsillo interior de mi saco un manuscrito muy diferente al discurso aprobado por aquella iglesia. Me duelen los testículos de que siempre me estén prohibiendo o aceptando lo que debo decir. Escapé de una isla por las limitaciones a la libertad de expresión que allí existe, ¿por qué debo continuar viviendo así?, yo soy un hombre libre, supongo. Extraje el papel escrito a mano del bolsillo y comencé a leer. Logré superar el miedo escénico, me desahogué y no pude ocultar la existencia de nuestros presos y balseros muertos. La miraba de reojo y la noté muy seria, sin embargo, el sacerdote, español de origen y hace varios años muerto, la miraba a ella y no dejaba de sonreír. Al finalizar, ambos salones se pusieron de pie y el aplauso duró varios minutos, yo había logrado mi objetivo, llevar ese mensaje a la casa de Dios. 


–¡Me mentiste! Dijo ella al finalizar la ceremonia, no estaba enojada, el sacerdote tampoco. 


-¡Lo siento, madre! Hay cosas que no se pueden censurar.


-Antes de marcharte debes dejarme tu número de teléfono, ¡espérame! Se apartó solo unos pasos de donde me encontraba y se dirigió a un matrimonio con un bebito en los brazos. Allí les dio algunas instrucciones que no pude escuchar por las oraciones del sacerdote, interrumpidas por cantos del coro. Ella no logró recordar el tiempo que me mantuve alejado de esta iglesia, gracias a Dios, comenzaba a perder la memoria. Creo haber sido el día del bautizo de mi nieto, dentro de apenas unos días cumplirá los once años, exactamente el día que se celebra la mejor de todas las misas, el 12 de Diciembre. La pareja comenzó a marchar lentamente por el corredor central y se detuvo justamente frente al sacerdote. Allí, le entregaron su bebé y él lo elevó hasta su cielo. Ella permaneció muy atenta a cada movimiento de la pareja, luego, tomó uno de los papeles que se encontraban en una mesita junto a varios ramos de flores dedicados a San Judas y regresó hasta mí. Tuve deseos de decirle que no soportaba aquellos actos que simulaban una obra de teatro.


-¿Cuáles? Preguntaría. 


–Ese de estar elevando a la criatura como un ofrecimiento a Dios.


–Es algo de un significado divino. Me contestaría.


-¡Vamos, madre! ¿A cuántos cabrones de los que asisten a esta misa no habrán elevado también? Ella no responderá, yo no le diré absolutamente nada, no deseo herirla ni sacarla de su burbuja.


-¡Anota aquí tu nombre y teléfono! Ordenó cuando me entregó el papelito y le pregunté si tenía bolígrafo. Tonta mi pregunta, su correspondencia con Dios era en directo, a viva voz. Le pregunté a la familia que se encontraba cerca de nosotros y atenta al intercambio, una mujer de mediana edad abrió su cartera y me ofreció uno.


-Voy hasta la mesita para escribir. Le dije y la dejé observándome, era algo desconfiada, como todos los cubanos. Regresé y le entregué el papel, también devolví el bolígrafo. Lo dobló y mantuvo entre sus manos, las monjas no usan carteras, aunque muy bien podía guardarlo en el bolsillo de su pantalón, no la recuerdo vistiendo hábitos.


-Debo retirarme, la misa está por terminar y tengo que estar junto al altar para la siguiente. Nos despedimos y la vi partir con pasos muy lentos, cansados, casi arrastrando los pies. Mientras se alejaba, miles de pensamientos acudieron a mi memoria. El temor porque fuera a acusarme de comunista era bien fundado, le negaron la entrada a Cuba cuando la visita del Papa. La acusaban de agente de la CIA y no se sabe cuántas mierdas más. De haberlo sido de verdad, el mundo hubiera ahorrado muchas guerras. Llevaba sin poder entrar a la isla más de cuarenta años, era un ángel que no podía volar hasta su tierra.


Lentamente fue desapareciendo de mi vista, yo sabía que debía entrar por la puerta que se encuentra junto al coro, la seguí hasta allí con la mirada. Le tomó largos minutos el recorrido, casi siglos para ella. Los fieles se pararon por una orden del sacerdote, ella desapareció totalmente dentro de un mar de cabezas, casi todas trigueñas. El cura ordenó que todos se dieran la mano, los de al lado con los de al lado, también los de atrás y el frente. Todos éramos hermanos, los ladrones allí presentes, los traficantes de drogas, los explotadores de indocumentados, hermanos todos en la casa del Señor. La misa estaba a punto de concluir y alguien me tocó por el hombro, era una trigueña de unos cuarenta años, le apreté la mano mientras ella decía una bendición.


Sor Teresa se encontraba al lado derecho del altar, en el mismo sitio donde estuve yo aquel 8 de Septiembre. En un instante se puso de perfil y noté una pronunciada curvatura en su espalda, tal vez haya sido producida por el peso de todo su amor, Dios no le brindó la fórmula para evitarla. No le quité los ojos de encima mientras la gente salía apresurada, como demostrando haber cumplido una promesa o castigo, quién sabe. Allí permaneció ella durante muchos minutos y la imaginaba asistiendo al confesionario. ¡Tuvo que ser para hacer cumplir al sacerdote sus jornadas de trabajo! ¿Qué pecado podía cometer ella viviendo dentro de una burbuja aséptica? Tenía que inventarlos, mentir para ser castigada de alguna manera y demostrar así su fidelidad a Dios. No tenía teléfono en su celda, menos aún televisor. Si ella hubiera visto el serial The Tudors o The Borgias, creo que moriría recondenándose por la hora en que eligió casarse con Dios. Suerte para ella que morirá sin ver o escuchar algunas de las novelas que pasan por Univisión, hace rato le hubiera fallado el corazón.


Me quedé con deseos de decirle que no asistía a la iglesia por culpa de ellos mismos, no es de ahora mi rechazo, viene de la infancia, cuando me mantuvieron largos años alejado de las hembras. Quinto grado de varones, quinto grado de hembras. Sexto grado de varones, sexto grado de hembras. ¿Y el amor, quién podía separarlo? Solo la iglesia, decenas de metros de distancia para adivinar una mirada e intercambiar una sonrisa. Así fue aquel amor, el primero, el que no se olvida durante toda la vida y ellos se
 encargaron de condenarlo, castigarlo como si fuera el peor de los pecados. ¡Coño! Por eso no serví para monaguillo y de poco sirvió el tiempo perdido para enseñarme latín. Si fuera solamente eso, le diría que creo en Dios, pero no así en los curas. La culpa no la he tenido yo, la tienen todos aquellos que han violado niños en sus templos y la iglesia ha tratado de ocultar. La culpa la tiene el Cardenal cubano Jaime Ortega en ese culipandeo matrimonial con una dictadura, no digo yo si estaré perdido de sus templos. 


La veo y no la imagino confesándose y declarándose pecadora, ¿qué pecado pudiera cometer una persona que vive alejada del mundo? Reflexiono, eso puede suceder. Miren el caso de “Sor Tortilla”, ella la conoce y he olvidado su nombre. Fue la primera en asestarme un golpe casi mortal acabado de llegar a este país. Ella sabía de mi llegada, lo supo con mucha anterioridad, se lo había dicho su hermana. Tal vez todo fue mentira de Raimundo y no le dijo nada a aquella flaca puta, ni ésta le comentó de mi llegada a Sor Tortilla. Tengo sobradas razones para dudar, Raimundo anda por España, estableció contacto conmigo y se esfumó de la misma manera que hacen todos los que no quieren ensuciarse. Desde un hotel de St. John llamé a la flaca puta, no es que le diga así por venganza. Es que después le conocí a varios maridos o templantes en Montreal y todos tenían ruido en el sistema, eran chivas o cooperantes de la seguridad cubana. Prometió recibirnos, pero aquel compromiso lo escuché muy lejano.


Llegamos de madrugada y el autobús nos dejó en la rivera sur, no había autobús o Metro para cruzar a la ciudad. Por suerte traíamos algo de dinero y tomamos un taxi, le entregué al chofer un papelito con la dirección, todo estaba bañado de nieve y la temperatura era muy baja, al menos para nosotros. El hombre nos dejó en la acera contraria a la puerta y nos indicó cuál era. Tocamos el timbre varias veces, tocamos bien fuerte la madera y nunca obtuvimos respuesta, no se molestaron en encender la luz. Irma se puso muy nerviosa y temblaba de frío, vi a medianía de cuadra una cabina telefónica y andamos en pos de ella. Llamé primero a la flaca puta y no tomaron el teléfono. Marqué después el número de Sor Tortilla, levantó el auricular y me sentí afortunado, encontré algo de esperanza en aquella acción.


-¡Oui, aloooó! Su voz resultó dulce y muy femenina, como el que corresponde a una verdadera monja.


-Mire, disculpe la molestia en llamarla tan tarde, yo soy el amigo de Raimundo que llegó de Cuba. Creo que usted lo sabe y se lo mencionó su hermana la flaca puta. El problema es que es muy tarde y no conozco esta ciudad, ando también con una señora que venía en el barco.


-Señor, yo a usted no lo conozco, por favor, no vuelva a llamar es muy tarde.


-Sor Tortilla, no me reciba en su casa, yo soy hombre y me las puedo arreglar, pero por favor, tenga piedad de esta mujer. ¡Click! Fue toda la respuesta que recibí y pensé se había interrumpido la comunicación. Marqué nuevamente gracias a que cargaba algún menudo conmigo.


-¡Sí, parece que se interrumpió la comunicación!


-¡No, no se interrumpió, yo la di por terminada. No había terminado de pronunciar aquellas palabras cuando una voz de tono masculino, pero con raíces de mujer, se dejó escuchar. -¡Fíjese bien, no moleste más! Si vuelve a llamar me comunicaré inmediatamente con la policía. Su acento no era cubano.


-Irma, vamos a tratar de resolver la situación, no te pongas nerviosa. Por lo pronto, tomaremos un taxi y le pediremos que nos lleve hasta la estación central de ómnibus, debe estar abierta.


-¿No te respondieron nada?


-Creo que hemos tocado en la puerta equivocada, me parece que esta monja es tortillera y la segunda vez contestó su marido. ¡Vamos a caminar hasta aquella avenida con tránsito! Entre el miedo que sentía y el frío que nos calaba los huesos, Irma no comentó nada. El taxi nos dejó a la entrada del Metro Berri UQAM, allí radica la estación de autobuses interprovinciales y los que parten hacia los EU. Hicimos un breve recorrido y nos calentamos algo, las cafeterías se encontraban cerradas a esa hora. Luego de una hora en aquel local y con el fantasma de la persecución latente en nuestras mentes, le propuse caminar unas cuadras, no alejarnos mucho de allí, solo tratar de hallar un hotelito barato donde pasar la noche. Marchando por la calle St. Catherine y en la esquina con St. Denis, veo el cartel lumínico del Hotel St. Denís y le propuse averiguar el precio de las habitaciones. Solo costaba $35.00 dólares la noche y tomé una. Mientras me bañaba, Irma protestaba por la presencia de cucarachas.


Yo tenía un número telefónico de reserva y no se lo había comentado a Irma. Esa mañana y muy temprano, sería antes de las ocho, comencé a marcar el número y siempre me salió una máquina respondedora en inglés y francés. Unos minutos antes de las nueve, logré hablar con alguien y le pregunté por Máximo. No se encontraba en esos instantes, pero al menos me solicitaron que repitiera la llamada. Logré hablar con él a las nueve y media, le expliqué mi situación y quién me había dado su número en Cuba. Me dijo que enviaría a un empleado suyo por nosotros y bajamos al lobby a pagar la cuenta, unos cuarenta dólares con los taxes y propina incluido. Pregunté dónde hallar una cafetería y me respondió que a dos puertas del hotel, salimos. Nos demoramos una hora esperando que apareciera un desconocido y preguntara por nosotros. No fue difícil identificarnos, el hombre era panameño y nos condujo directamente al almacén donde trabajaba. Era viernes y se puso mucho interés en dejarnos ubicados, estábamos rodeados por varios cubanos y fuimos recobrando la tranquilidad. Esa tarde dormiríamos tranquilos en un hotelito de la YMCA, meses más tarde conocería perfectamente a la persona que me recogió aquel día. Tenía fama de bandido, traficante, delincuente y todo lo peor que se le puede conceder a un hombre. Sin embargo, han sido decenas de cubanos los que se vieron beneficiados por su ayuda y nunca dejó a nadie desamparado. Cuando lo comparo a él con Sor Tortilla, indudablemente que inclinaría mi balanza a su favor.


Un día a Irma le entró el culillo de ir a conocer a Sor Tortilla y por mucho que insistí, no logré hacerla renunciar a sus propósitos. La habíamos localizado, era la presidenta de una organización “no lucrativa” dedicada a ayudar a los inmigrantes. Solo que al parecer, los cubanos no gozaban mucho de su simpatía. No lucraba, pero tenía un chalet en la campaña donde seguro y muy frecuentemente, realizaría sus orgías en el nombre del Señor. Allí pudimos observar quién era su marido, efectivamente, era una machona de rasgos indígenas. La flaca puta nos dijo más tarde que aquella mujer hombre era de origen guatemalteco. ¡Claro que se puede pecar viviendo dentro de una burbuja! No por gusto debía Sor Teresa confesarse periódicamente, aunque no cometiera pecado alguno.


Sor “Ladrona” fue una ex monja que conocí aquel 8 de Septiembre después de mi discurso, sí me acuerdo de su nombre, se llama Susana. Se las mencioné a Sor Teresa y me dijo un día conocerlas, solo eso, esquivó continuar el tema. Además de ladrona también era tortillera, solo que su marido era de origen canadiense. Sor Ladrona me robó $500.00 dólares, el dinero que más me ha dolido perder en la vida. Era el fruto del ahorro de tanto sudor y sufrimientos gastados en una factoría. Fue una platica que le entregamos con el propósito de cursar una carta de invitación a mi suegra. Le entregamos el Money Orders con copia incluida y se desapareció del mapa, ella tampoco respondía al teléfono y yo no tenía la prueba para acusarla. Pasado un tiempo, me enteré por una persona que había viajado hasta Jagüey Grande, su pueblo de origen, que Sor Ladrona había robado en la Casa del Balsero de Cayo Hueso. Parece que nunca se tranquilizaron, acá, se dedicaron al oficio de Agentes Inmobiliarios y fueron llevadas a la Corte con acusaciones por estafa a varios ancianos. ¡Vaya representantes de Dios en esta tierra! ¿Cómo explicarle a Sor Teresa que esas son mis razones para alejarme de la casa del Señor? Ella nunca entendería y trataría de hallar miles de justificaciones. Yo nunca la comprenderé y me mantendré alejado de aquel enorme salón. 


No dejo de observarla hasta el instante que decido abandonar la iglesia, ya había llegado parte del grupo que despediría a nuestro amigo Orlando. Eran tan creyentes como yo, a mi manera y sin el compromiso de asistir frecuentemente a esas óperas cristianas. Se sentó al lado derecho del altar, quizás aquel asiento fuera reservado para ella en una eternidad limitada. Le quedaba muy poco de vida, pienso, la abandono sin despedirme, yo quiero regresar al mundo de los vivos para despedir a un muerto. Habíamos acordado que unos minutos después de mencionar su nombre nos marcharíamos. La dejo sin la promesa de regresar, me ausento con la fe de que recibiría su llamada algún día, puede ser unas semanas antes del 8 de Septiembre. Me voy, rogándole a Dios me conceda el privilegio de un micrófono el día que decida llevársela a su reino. Si pudiera, mis palabras serían celestiales, sin rencores u odios, solo hablaría de ella. Calcuta tuvo a su Teresa, Cuba ha tenido a la nuestra, nadie la conoce, solo nosotros, los bendecidos por su amor y sacrificios. Ella no tiene teléfono en su celda, ya no le funciona muy bien la memoria.







Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2011-11-06




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1 comentario:

  1. Capi, nada me extraña ni me toma por sorpresa en éste mundo y prefiero ser como José que aceptó el embarazo de Maria por obra y gracia del "espíritu santo".
    Gracias a ello tenemos a quien agradecer y compartir lo bueno que nos ocurre y no sentirnos solos cuando nos faltan las esperanzas o estamos en dificultades.

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