¡TIRAR
A MATAR!
Esa orden nunca ha caducado, prescrito, vencido,
anulada, suspendida, cancelada, condenada, prohibida. Se ha mantenido vigente
desde el mismo 1959 y se aplica como siempre se hizo, sin piedad y
arbitrariamente ante el silencio del mundo. Nos cayó como una condena o maldición
por aquellos gritos rabiosos y cargados de odio, mezclados con sed de venganza
que una vez exclamaron nuestros padres y abuelos desde los primeros días de
aquel fatídico año. ¡Paredón, paredón, paredón! Gritaban nuestros padres y
abuelos, yo lo escuchaba sin comprender en los noticieros o los leía con fotos
acompañadas en los periódicos. Total, que todos ellos han muerto y nos dejaron
como herencia aquella horrible maldición, luego legada a nuestros hijos y
nietos hasta hoy.
Todas esas hectáreas de terreno limitados por la
carretera Panamericana del Mariel y la costa, medida desde la playa El Salado
hasta la playita de Banes. Todo ese terreno comprendido desde esta playita
hasta el río Guajaibón, fue una vez el hogar de muchas especies silvestres, quizás
algunas de ellas endémicas. Desde la playa El Salado hasta la playita de Banes
su monte era bien tupido y salvaje sin acceso al ser humano, indiferente para
el que viajaba por esa carretera en uno u otro sentido. Carecía de cualquier
atractivo y bloqueaba la vista al mar en todo ese tramo. A mitad del trayecto
entre estos dos puntos, existió un terraplén que conducía desde la Panamericana
hasta otro terraplén que corría paralelo a la costa y unía a la playa El Salado
con el río Banes. La mayor parte de aquel monte salvaje que recorrí muchas
veces en camiones militares GAZ-63, era dominado plantas de GOAO con tamaños nunca
visto, muchas de ellas sobrepasaban la altura del camión. Este terraplén era
accidentado y en oportunidades corría dentro de pequeñas arboledas tupidas de
uva de caleta que lo separaban del mar.
La topografía comprendida desde la playa de Banes al río Guajaibón era más variada. Entre la playa y unos cuatrocientos metros después de pasar la granja Menelao Mora, siempre en la franja comprendida entre la carretera y la costa, dominó una maleza menos tupida y de menor altura que sirvió de albergue a muchos animales. Pasada la granja Menelao Mora, parte de aquellas malezas fueron eliminadas a golpe de machetes para dar espacio a lo que fuera el Campo de Tiro Antiaéreo de la DAAFAR UM 4222, sitio donde pasé mis tres años de Servicio Militar Obligatorio. Después de nuestra unidad y junto a la carretera existe una pequeña elevación. Allí radicó el campo de tiro de la UM 1900 perteneciente a la infantería, terreno que solo era usado en las temporadas de práctica. Unos cien metros después del montículo y en dirección al Mariel, existió un pequeño cañaveral desde la carretera a la costa y casi al límite de Guajaibón. Aquellos terrenos fueron desforestados en el año 1967 por la brigada Che Guevara, encargada o responsable de la destrucción de nuestra fauna y biodiversidad a lo largo de toda la isla. Cumplieron órdenes del demente que la gobernó y destruyó a lo largo de su vida.
Puede afirmarse que el Campo de Tiro se encuentra a
la mitad de la distancia entre Banes y Guajaibón, única área libre de malezas
en aquel tiempo y donde emplazaban unas cinco o seis baterías de cañones antiaéreos
en las temporadas de prácticas de tiro. Esas temporadas de prácticas se
limitaban a unos tres meses por año y el resto del tiempo lo gastábamos haciendo
guardias en el campamento además de las labores de mantenimiento. Nuestra
Unidad contaba con sesenta reclutas, su jefe era el Teniente Daniel y su
segundo al mando el Sargento Soto.
En la punta oeste de la playita de Banes existía una
casa de madera antigua que sirvió de base o campamento a las Tropas de Guarda Fronteras.
Contaría esa base con unos diez soldados, la mayoría de ellos de origen
campesino y semi analfabetos, revolucionarios ciegos o fanáticos dispuestos a
cumplir cualquier orden recibida. Le solicitaron ayuda a nuestra Unidad y
diariamente se le prestaban unos cuatro reclutas. Nosotros siempre iríamos acompañando
a uno de aquellos soldados distribuidos de la siguiente manera. Uno de nosotros,
junto a uno de ellos, permanecería apostado y bien escondido a mitad del tramo
comprendido entre El Salado y Banes. El otro realizaría recorridos entre esos
dos puntos y ambas parejas comenzarían sus funciones desde las 06:00 Pm hasta
las 06:00 Am del siguiente día. Igual labor realizarían los destinados al tramo
existente entre Banes y el río Guajaibón.
Resulta muy sencillo resumirlo en letras después de
haber transcurrido unos cincuenta y siete años, pero no fue así de fácil en
aquellos momentos. No se sabía ¿qué era peor?, si permanecer atrincherado o
realizando el recorrido por aquel infernal terraplén. Cuando permanencias
quieto en el mismo sitio, eras blanco de cientos de jejenes o mosquitos y
resultaba desesperante permanecer doce horas en esa condición. La situación empeoraba
en tiempos de lluvia o frío, más aún, cuando debías soportar todo ese tiempo
con el estómago vacío sin posibilidad de ingerir absolutamente nada y mal
abrigado. El recorrido exigía de mí un sacrificio sobrehumano, apenas superaba
las 100 libras de peso. Recuerdo que la talla de mi pantalón era de 28” X 28” y
contaba solamente con 14 años. La historia de mi ingreso al SMO con 14 años
anda escrita por ahí. Digo que era un sacrificio porque a ese frágil cuerpo debía
agregarle el peso del casco, las botas rusas, el del fusil FAL y el de todos
los depósitos de proyectiles que cargaba en un grueso cinturón. En tiempos de
lluvias tenía que cargar con una capa de lona, la que al mojarse triplicaba su
peso. Luego, con la suma de todos esos pesos, debía seguir el ritmo de aquellos
ágiles guajiros durante la marcha.
Agobiados por el hambre, la fatiga, el ataque de los
mosquitos y jejenes, la lluvia, el frio o calor, el dolor en los pies, el
silencio mantenido durante esas interminables doce horas de agonía, eran
suficientes motivos para empujarme a cumplir la orden que recibíamos cada vez
que comenzábamos una de aquellas horribles rondas. ¡Tiren a matar! Debiera
sumarle a esa suma de calamidades la inexperiencia e irresponsabilidades
propias de un muchachito de esa edad. Si logré vencer todo aquel esfuerzo físico
al que fuera sometido mi frágil cuerpo, es probable que deba agradecerlo a los
seis meses que estuve trotando por las montañas de Baracoa en el año 1961, también
a los otros tres meses que anduve por las elevaciones de Mayarí Arriba en el 62
y que formara parte del equipo de futbol de mi escuela, deporte que exige mucha
resistencia.
Nunca pregunté la razón de aquella orden, ¿Por qué debía
privar de la vida a un ser humano que solo deseaba abandonar el país? Solo una
vez uno de aquellos guajiros me explicó que, se dieron casos en los cuales
aquellas personas andaban armadas y también disparaban. Tiene su justificación una
reacción como esa, si tú eres atacado a balazos y atentan contra la vida de tu
familia, están en todo el derecho a defenderse. Gracias a Dios nunca se presentó
una situación como esa en mis recorridos, pero hubo noches en las que se
detuvieron autos de la Seguridad del Estado en nuestra posta frente a la granja
Menelao Mora para alertarnos y ordenarnos disparar a matar si veíamos a
personas corriendo. Existieron noches en las que escuché detonaciones de
fusiles en la costa y nunca se preguntaba nada, no se puede estar preguntando
mucho en el ejército.
Una década mas tarde y estando en la marina mercante,
hablé con algunos oficiales que habían sido pilotos de la fuerza aérea cubana,
eran hombres en un constante estado de nerviosismo y posiblemente en lucha permanente
con sus conciencias. Me contaron, porque no fue uno solo, entre las misiones
cumplidas en las FAR, estaba el haber ametrallado a balsas indefensas en medio
del mar y sin testigos a la vista. Me contaron que en varias de ellas alguna
mujer levantaba a su hijo menor en los brazos como buscando se apiadaran de
ellos. Me dijeron que nunca hicieron blanco en aquellas frágiles embarcaciones,
solo que yo no les creí del todo. Si sus conciencias estuvieran limpias, ellos
no vivirían sufriendo esa crisis nerviosa crónica. Me hablaron de helicópteros bombardeando
sacos de arena a esas balsas que solo buscaban escapar del paraíso impuesto por
el proletariado.
Hoy veo que muchos se sorprenden cuando observan un
video donde un policía dispara contra manifestantes. No hallo el motivo que
provoque tal asombro, la orden de tirar a matar nunca ha caducado, mantiene la
misma vigencia de aquellos tiempos de nuestros padres y abuelos. Y mientras
disparan contra su propia gente, el pueblo ha mantenido silencio aceptando su
triste rol de cómplice ante esos crímenes. Es como si aquella maldición dejada
por nuestros antepasados no terminara nunca de calmar su sed de sangre y
muertos. Y el mundo, al ver el silencio complaciente de los cubanos, se unió a él
en un gesto de solidaridad sin precedentes, se volvió cómplice también de nuestras
muertes.
¡Paredón, paredón, paredón! Se escucha desde el fondo
de las tumbas de nuestros padres y abuelos. ¡Paredón, paredón, paredón! Gritan
algunos hijos y nietos descerebrados. Gracias a Dios va naciendo una generación
con los ojos abiertos, testículos y ovarios incorporados. Muchachos sin
compromisos con su pasado y hastiados del hoy que les ha tocado sufrir,
desconfiados del futuro que pretenden venderles, el presente que les legaron
sus padres y abuelos. Y lo más bello de esta generación, ellos no quieren irse
de su tierra.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2021-08-08
xxxxxxxx
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