La última vez que vi los bombos niquelados usados durante los sorteos de la Lotería, tuvo que haber ocurrido en la década de los años 80, fue durante una visita que hice con mi hijo al Museo Numismático de La Habana Vieja. Debo confesarles que aquel contacto visual con esos aparatos descansando su muerte obligada, me regresó al pasado con su inevitable sobrecarga de nostalgia. Algo le conté y pudo carecer de importancia para sus oídos y mente infantil, tendría mi hijo la misma edad y tamaño que yo cuando pertenecí al pequeño equipo que cantaba la lotería todos los sábados al mediodía. Tampoco se encontraban en exhibición, creo más bien, cumplían una condena injusta por las tantas alegrías que ofrecieron en vida.
Yo pertenecí a la última generación de muchachitos benéficos que cantó la lotería, pero esto no le resta importancia a la explicación que les daré. Todo fue muy común durante los años en que participamos en aquellos sorteos y, me encuentro también entre los que alguna vez regaló un poquito de felicidad a los cubanos cada sábado.
Si piensan que cantar la lotería es llegar y repetir numeritos como un papagayo, se equivocan. Nos consumió mas de una semana de ensayos llegar hasta ese instante y se los explicaré. Se deben cronometrar muchos movimientos, evitando en todo momento violar las reglas que regían una operación donde se jugaba tanto dinero, algo puedo afirmarles, no existía la posibilidad de cometer trampas. Al menos durante el tiempo que me mantuve activo en esto que, para nosotros, además de constituir otro entretenimiento, nos brindaba la posibilidad de estar fuera de la escuela bien atendidos.
Los sorteos en los que participé se desarrollaron en el teatro del INAV (Instituto Nacional de Ahorro y Viviendas), organismo que fuera presidido en esos tiempos por Pastorita Nuñez. Los sorteos importantes, aquellos donde los premios eran grandes, se transmitían directamente por la televisión, pero sin ser relevantes, el público tenía acceso libre al teatro. Razón por la que no fueran pocas las veces en las que vi saltar o gritar a algún afortunado ganador dentro del público.
La lotería de aquellos tiempos contaba con dos bombos, uno grande conteniendo bolitas con números y el otro pequeño con los premios. Cada bombo era operado por uno de nosotros, contaba con una manivela que giraba un pequeño depósito donde solo cabía una bolita. Esa bolita caía en una canalita e iba rodando hasta un platico hondo situado en una mesita que existía para ese fin y colocada al lado izquierdo del Notario. El bombo de los premios se encontraba en el lado derecho con características similares al anterior. En ningún momento podían encontrarse dos bolas en el plato situado al final del recorrido, ni en el de los números, ni en el de los premios.
En el centro de ambas mesitas se encontraba una destinada al Notario que supervisaba el sorteo. Tenía delante de sí un tablero que contaba con varias hileras de varillas, estas se levantaban paralelas de dos en dos. En la varilla de la izquierda debía ensartarse la bolita de los números y a su derecha la de los premios. Las bolitas contaban con un pequeño orificio destinado a ese uso y era perpendicular a los números que llevaba impresa, eso le permitía al Notario ir comprobando si los números y premios se cantaban correctamente. La parte más difícil en el canto de la lotería era ese, el momento de ensartar esa bolita tan pequeña en la varilla, razón por la que debimos ensayar mas de una semana esos movimientos. Con una mano tomabas la bola del plato y en el aire la ibas acomodando para entregarla a la otra mano mientras leías el número. Tomabas la bolita con los dedos índice y pulgar en una posición adecuada y con el dedo meñique guiabas la varita para ensartar la bola. Muy fácil decirlo desde esta distancia.
Las bolas de los números todas lo tenían inscrito en color negro, las bolas de los premios normales venían de negro también. Cuando traían un premio gordo esas bolas venían pintadas de rojo y desde que uno las veía en el plato, sabía que debía dar tres toques con esa bolita sobre un pedazo de caoba fija a la mesa del Notario y decir la cantidad del premio. El que cantaba los números debía repetirlo y era seguido por el de los premios en tres ocasiones.
El Notario verificaba si el número cantado y su premio eran correctos y lo anunciaba también. Acto seguido detenía el sorteo y paseaba la tablilla de las bolitas por la mesa de los que presidian ese sorteo y verificaran que era real. Yo pienso que las tablillas con las varillas tenían capacidad para unas doscientas bolitas de números e igual cantidad para premios, quizás menos, pero no lo recuerdo muy bien.
Cada vez que se llenaba una tablilla de bolitas, se detenía el sorteo para retirarla y mantenerla bajo custodia, se traía una nueva. En esos instantes los que estaban cantando bajaban a descansar, los que estaban operando los bombos pasaban a cantar y los que se incorporaron operaban los bombos. Regularmente éramos ocho niños, cuatro actuando en el sorteo y cuatro descansando.
Cada sábado después de cantar la lotería, un miniván del INAV nos llevaba hasta la playa El Salado, donde todo lo que consumíamos, incluyendo alquiler de bicicletas o caballos, era pagado por el INAV. Avanzada la tarde nos regresaban nuevamente a la escuela, la cual ya radicaba en lo que fuera el antiguo Instituto Cívico Militar de Ceiba del Agua.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canadá.
2020-08-05
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