UN
BRINDIS POR CONCHA
Arcelín es el nombre del médico de mi familia, un
negro haitiano que tiene su consultorio en la calle St. Joseph. Muy bueno como
médico y excelente como ser humano. Siempre que vas a su consulta no puedes
escapar a algunos de sus comentarios, muy ajenos a la razón que te llevó hasta
allí, y sin darte cuenta, transcurren los minutos en una amena conversación
entre amigos. Esa sociabilidad con sus pacientes ha sido la mejor medicina
empleada por él y tal vez por ello cada día sea más difícil verlo. Los otros
días vi cuando le entregaban el turno 65 a un hombre.
Fui por un agudo dolor en la espalda que me impedía
trabajar y estaba deseoso abandonar su consultorio, cada día más pequeño para
esa variopinta clientela latinoamericana, haitiana y africana. No escapan los
canadienses, quienes estoy encontrando allí con mucha frecuencia, parece que la
fama del negro corre y eso no es bueno para nosotros, cualquier momento lo
perdemos.
-¿Y usted bebe mucho? Siempre olvida que la vez
anterior me había preguntado lo mismo, razones sobran, la vez anterior ocurrió
hace unos dos años. Sabrá Dios cuantas personas habrán clavado el fondillo en
la butaca que hoy yo ocupaba.
-Bueno, depende de lo que considere mucho o poco, yo
creo que lo normal. Siempre le respondía lo mismo y era cuando reaccionaba.
-Pero según me ha contado, usted bebió mucho cuando
era marino, ¿a qué le llama normal ahora? Ya se encontraba sobre la pista, era
indiscutible que poseía buena memoria también.
-Bueno, normal digo yo tomarme una botella o un litro
de vodka semanal. El hombre dio un salto en su asiento.
-¿Normal? Yo pensé que me hablaría de unas copas,
pero me está mencionando un litro semanal, ¿y no se emborracha? Preguntó
invadido por la curiosidad.
-Si supiera, muy pocas veces, no lo bebo de un tirón,
me preparo tragos mientras escribo y así gasto el día. Le respondí con
tranquilidad.
-¿Y hasta escribe bebiéndose un litro de vodka?
-Con jugo de naranja doctor, ¿no ha probado ese
trago?, le llaman destornillador.
-No lo he probado, pero le prometo que me prepararé
uno este fin de semana. Sabes que tienes el síndrome del brandy… No recuerdo si
era ese el nombre y pensé que era algo malo. -No se asuste, son solo esas
venitas azuladas que tiene en la nariz. De todas maneras le voy a mandar un análisis
general haciendo énfasis en su hígado, señor. Vamos a ver cómo andan las cosas
después de haber bebido tanto. Nos despedimos como amigos, con un fuerte
apretón de manos, nunca establecía barreras con sus pacientes y yo no era un
privilegiado. A las viejitas les daba un beso y las acompañaba hasta la puerta
del consultorio con el brazo sobre sus hombros.
Quince días después me dijo que tenía el hígado como
el de un niño, pero me recomendó que no abusara de la bebida por eso. ¿Abusar?
Tampoco conocía el límite de esa palabra. Arcelín desconocía o no tenía la más
mínima idea de lo que significaba beber en mis buenos tiempos, empatar un día
con otro, semana tras semanas, años que luego sumaban gran parte de nuestras
vidas.
Vivir como lo hacíamos no tenía otro sentido que ese,
emborracharnos para escapar de la triste realidad que nos perseguía
implacablemente. Beber era más que un placer, era un estado emocional
diferente, no sentías dolor por nada, el borracho no siente, flota, vuela,
viaja, se recrea en la fetidez de su alcoholismo, no ve nada de lo que le
rodea, es ciego también.
Dicen que al otro día uno se deprime, puede ser
cierto, pero eso se evita “matando el ratón”, y luego matas al gato, y al perro
que lo persigue, te emborrachas sin darte cuenta y no hay espacio para la
depresión. El alcohol envalentona, te afloja la lengua y hablas, te sorprendes
de las cosas que dices y te consideras en ese momento un héroe. Luego, cuando
se te pasa la borrachera te cagas de miedo, te arrepientes, y es necesario
volver a emborracharse de nuevo, vuelves a ser valiente. La vida se transforma
en un círculo vicioso cuando se vive de esa manera, cuando es necesario beber
para decir lo que se siente y piensa. Es pura mierda y lo sabes, pero no deseas
escapar de ella y por donde quiera que marchas te persigue una botella.
Bebo, pero las razones son diferentes a las que un
día compartí con millones de seres. Lo hago por placer y puedo frenar o cambiar
a mi antojo, no soy un esclavo de la bebida, no siento necesidad por ella, no
soy un borracho cualquiera. Me sumerjo en la profundidad de los recuerdos y
viajo como aquellos borrachos. Hoy, los que defienden las otras razones de mis
antiguas borracheras, dicen que esto es nostalgia, como si extrañara o deseara
regresar hasta aquella pesadilla, imbéciles, pienso.
Bebo y se me aflojan los dedos para agredir al
teclado, dedos embrutecidos por el trabajo que realizo para pagar lo que
consumo, eso sí, muy honrado. Bebo para viajar y encontrarme con mis amigos,
que no fueron muchos, más bien diría que con los socios y compañeros, con mis
vecinos. Bebo para borrar la tristeza que siento por sus vidas, por aquella que
un día fuera mía, para olvidar que mi nieto me dice grand pére y no abuelo como
me hubiera gustado.
Bebo y pongo música para escribir, enseguida fluyen
esos recuerdos como si en mi mente tuviera un manantial. No todo es tristeza
tampoco, en medio de ese vaho etílico desfilaron muchas mujeres. No hay nada
más sabroso en el mundo que hacer el amor cuando se está en una “media nota”,
eso no lo saben los abstemios. No me alcanza el tiempo para describir tantos
placeres, ni para hablar de los dolores que se borran.
Siempre que llegaba de viaje me encontraba el
refrigerador repleto de cerveza, cuando vivía en casa de mi vieja era la
bañadera y desde ese mismo instante comenzaba esa fiesta que, solo frenaba con
el pitazo de salida por el Morro de La Habana.
Mi mejor amigo de borracheras se llama Eduardo Ríos,
ya he dicho en varias oportunidades que es un hermano para mí. Perdí la cuenta
de las veces que compartimos en familia o escapados en aventuras con otras
muchachas. Eduardo y yo también pescábamos en los arrecifes del Morro, largas
veladas para agarrar uno que otro ronquito, la mayor parte de las veces
acompañados por una botella. Cualquier justificación encontrábamos para celebraciones,
y siempre nos pasaba algo de lo cual nos reíamos y nos reímos actualmente.
Recuerdo que una vez tuvimos una jornada muy buena,
pescamos unos 20 bichitos entre ronquitos, rabirrubias, parguitos, etc. nada
significativo y todos de tamaños reducidos, pero éramos felices y aquello había
que celebrarlo al otro día. Eduardo vivía en un apartamentito que tenía un solo
cuarto, el baño, la cocinita y una salita donde no cabíamos más de tres
personas paradas, todo era reducido y allí vivía con su mujer, tres hijos y el
suegro. Es de suponer que el viejo debía esperar a la terminación de nuestras
festividades para armar su pim pam pum en la sala.
No lo perjudicamos mucho, creo que se benefició y
hasta lo conducimos después de viejo por el buen camino del alcoholismo. Se me
olvidaba un balconcito con menos de un metro de ancho, donde dormí una noche
bajo las estrellas y rodeado de cabos de cigarro, así y todo, éramos felices
como las lombrices. Pues Eduardo tuvo la magnífica idea de celebrar tan
productiva pesca y hasta allí me dirigí como otras veces con una caja de
cerveza, ya él tenía una en el refrigerador.
Comenzamos a freír los pescaditos mientras su mujer
permanecía postrada en la cama convaleciente de una operación. Los pescaditos
quedaron sabrosos, pero la cerveza nos provocaba más hambre y Eduardo propuso
comernos también las sardinas que guardábamos como carnada. ¡Hummm! Deliciosas
aquellas sardinas y le pasamos la cuenta a varios calamares (debo aclarar que
en esa época se encontraban abundantes en los mercados) Bueno, ya la borrachera
o estado de felicidad era tan grande, que Eduardo decidió meterle mano a lo
poco que quedaba en el viejo refrigerador.
Tarde en la noche me cansé de tocarle en la puerta
del baño y el hombre no salía, me estaba orinando a reventar y le dije a mi
esposa que partiéramos y yo orinaría en cualquier lugar de la calle. A la
mañana siguiente Eduardo pasó por mi casa muy preocupado y con el propósito
también de matar el ratón.
-¡Asere! Qué clase de candela me he buscado. Le dije
sin haberme levantado aún.
-Tú no sabes na, deja que te cuente. ¿Qué te pasó?
-Mira muchacho, dice ella que llegamos de lo más
bien, que me acosté y en lo que ella se llegó al baño, yo me levanté y me metí
dentro del escaparate a vomitar.
-¡Ja, ja, ja! ¡No jodas, chico! Eso nada más que se
te ocurre a ti, a quién cojones se le mete en el moropo vomitar dentro de un
escaparate, coño, vamos a tener que dejar de beber. En eso ella llegó al cuarto
con dos tazas de café, no quiso celebrar las bromas de Eduardo y se marchó.
-Y a ti, ¿qué te pasó? Porque me dijiste que tenías
algo que contarme.
-Mira muchacho, estoy metido en tremenda candela,
dice Gilda que te cansaste de tocar la puerta del baño y que te fuiste pal
carajo. ¡Ay, mi socio! Nada, resulta que me dio deseos de cagar y me senté en
la taza, todo perfecto hasta ahí. Luego en lo que hacía esto me entraron deseos
de vomitar, agarré el cubo que tenemos en el baño y aquello fue terrible, caga,
vomita, caga, y así hasta que me quedé dormido. Aquí hizo una pausa esperando
por mi consabida pregunta, siempre actuaba así.
-Pero yo lo veo todo muy normal, cagaste en la taza y
vomitaste en el cubo, yo lo hice dentro del escaparate, no le veo la gracia
para tanta preocupación.
-Sí, pero olvidaste que debia limpiarme el culo.
-Bueno, me imagino que agarraste unas hojas de la
Bohemia que tenías allí y te limpiaste. Pienso que el lío será por todo lo que
nos comimos, debes tener el refrigerador bien bruja hoy.
-Nada de eso mi hermano, ni la Bohemia aparecía en
medio de la borrachera, ni me importa un huevo el refrigerador. El asunto es
que agarré la toalla que quedaba frente a mí y me limpié el culo con ella.
¡Ja, ja, ja! Coñó, qué clase de candela te has
buscado con esa guajira, ven acá, ¿qué hiciste con la toalla?
-La tengo escondida en la ventana del baño, ya sabes,
en la parte que da al techo de los vecinos.
-Y lo lindo del caso, ni se te ocurra botarla porque
hace años que no dan por la libreta.
-Esa es la jodienda, ahora mismo está la suegra
metida en la casa con el lío de la operación de Gilda, la verdad es que no sé
qué rayos hacer.
-¡No te rompas el güiro, asere! ¡Échale la culpa al
chamaco tuyo y sanseacabó!
-No puedo, mi socio. La toalla tiene una raja muy
grande marcada para ser de un fiñe.
-Pues mira a ver qué haces, porque si le botas esa
toalla a Gilda, la bronca va a ser del carajo. Que va, mi socio, tenemos que
dejar esta bebedera de mierda.
-No jodas, hace años que lo estamos diciendo.
-Es verdad, deja levantarme para ver si hay algo para
matar el ratón. Ya sabes, está que ni me quiere hablar, así que lo mejor es ir
echando con la fresca.
A los curdas no le faltan los socios curdas, no hay
nada más lindo que estar parado en una de esas pilotos de mierda y compartir
con cualquier borracho que acabas de conocer. Media hora después se quieren
como buenos hermanos, se cuentan las tragedias de cada vida y hasta se hacen
invitaciones a celebraciones con la familia. No recuerdo cuando coincidimos con
mi primo Enrique, si estoy seguro de que fue en una de esas grandes curdas,
creo que fue en El Conejito.
Mi primo era todo un personaje, trabajó como operador
de equipos pesados y creo que no existió motoniveladora que se resistiera a su
poder destructivo, de allí lo expulsaron según me contó. En los momentos de
este encuentro, Enrique era jefe de una brigada que amueblaba aquellas
secundarias que se construían en el campo. Según sus cálculos y que eran
bastante modestos, por cada cinco secundarias que se construían, él le robaba
los muebles a una y los vendía en el mercado negro. Tuve que creerle porque me
lo confirmaron los compañeros integrantes de la brigada, eran gente muy chévere
y compartidores. Hasta parte de la familia de mi mujer se vio beneficiada por
esas secundarias, algunas literas pertenecieron a muchachos que hoy son hombres
y padres. Por último, mi primo fue chofer de la ruta 10, raramente paraba en
las paradas.
Fueron varias las oportunidades que coincidimos con
Enrique en El Conejito o también en el Polinesio. Allí nos contó que vivía con
Concha, siempre nos advirtió que era una mujer mayor que él, pero que lo
atendía muy bien y tenía hasta teléfono. ¡Qué suertaza la de ese primo mío! ¿Se
imaginan eso? Era como ganarse la lotería en Cuba, no solo por el hecho de
encontrarse a una mujer soltera con apartamento, ¿teneeeer un teléfono?, solo
algunos afortunados. Tal vez sea una de las causas de tantos problemas en los
matrimonios con extranjeros actualmente, siempre salen a la luz exorbitantes
cuentas telefónicas, hasta yo me he visto perjudicado por ese virus tan cubano.
Concha no era mayor como dijo mi primo, ella era
hermana de Matusalén o se había escapado de las pirámides de Egipto. Toda una
antigüedad viviente, una pieza de colección que hubiera podido vender en la
tienda del indio para comprar un ventilador. Muy bajita para los seis pies seis
mi primo, o sea, de entrada, se descarta la posibilidad del palo parado porque
aquello de mi primo le daría en el pecho. Era jabá y con el pelo algo malito,
digamos bastante malo, aunque no necesitaba que le pasaran el criminal, pero aun
siendo tan clara no podía camuflarse de blanca, dejémosla jabá entonces. Tenía
un cuerpo que ni fí ni fá, nada espectacular que hablara bien de su juventud.
Concha no provocó muchos piropos cuando era una pepilla, y no hablemos del
rostro. ¿Y qué me dicen de su voz? Exceso de vibrato que la vetaría
inmediatamente en cualquier concurso de canto, ni me imagino oírla durante el
acto sexual, creo que me la tumbaría. ¿Sus ojos? Igualitos a los de Duquesa,
grandes y saltones, botados pa fuera como los de su perrita pequinesa, y hasta
con el mismo carácter, porque si había una perra más amargada en La Habana, esa
era Duquesa.
Tenía defectos y virtudes como todo ser humano, nadie
es perfecto en esta vida, eso pienso yo, por eso, entre todas las desgracias que
se puedan sumar en una persona, yo hurgaba hasta encontrarle su encanto. Concha
los tenía, no digo yo, de lo contrario hoy no escribiría, era mi socia y yo la
quería.
Los primeros tiempos de nuestras relaciones fueron
protocolares, serios, insípidos, casi muertos. Yo la visité en varias
oportunidades cuando su padre estaba vivo, un hombre que en el ocaso de su vida
midió seis pies de estatura, y eso que los viejos se encogen como sus memorias.
Muy serio, extremadamente respetuoso y señorial, tanto, que llegué a
considerarlo un objeto anacrónico por su lenguaje perdido entre consignas. Dice
Concha que fue un Gran Maestro o algo así de la Logia Masónica y que con su
dinero se ayudó a construir el edificio que se encuentra en la esquina de
Belascoaín y Carlos III, allí donde radicaba la Logia de los Masones. No puedo
ocultar que sentí placer al conversar con aquel viejo, aprendí algo de él,
siempre escuché a los viejos, poco después los ignoré.
En una de esas locas arribadas a la isla me dice mi
esposa; “Ni se te ocurra llamar a Concha, su padre ha muerto”. Pero qué coño me
iba a importar la muerte del padre de Concha ni un carajo, muchos morían
diariamente, hasta yo era un muerto mientras navegaba. Lo mío era llegar y
encontrarme el frío repleto de laguer, y después de una buena curda aparecerme
en el cabaret del Riviera, y ostentar con las cobas y la plata, y meter a mi
socio en un problema, y tener el socio que sacar una mesa de la cocina y
acomodarme, y luego gastar.
Esa era mi vida cuando llegaba a la antesala del
infierno, pero que no lo era tanto porque aún disfrutaba de las cosas de mi
tierra. Me fui con Eduardo para el cabaret y en nuestra mesa sobraba la
langosta a lo Varadero, la botella de añejo que bajábamos con sidra y decíamos
que era España en llama. ¡Vengan daiquirís para las mujeres! Y lo más lindo,
cuando Eduardo se emborrachaba invitaba hasta los artistas del escenario. Así
cayeron algunos atraídos por su voz quebrada que provocaba la risa de los
presentes y por una de esas berracadas, también nos clavaron varias veces. Como
aquella que andaba yo preocupado porque Eduardo no aparecía en la mesa del
Conejito y me encuentro al gran maricón bebiendo en la barra con Tata Güines.
Pues a la hora de irnos viene el Capitán que era socio de nosotros y nos dice;
“Aquí tienen la cuenta del negro, me mandó a que se las cobrara a ustedes” De
pinga fue aquello, por poco mato a Eduardo, solo atinaba a decirle; ¿Lo ves?,
te lo dije cojones, si no la hacen a la entrada, lo hacen a la salida. Pero
bueno, no podía matarlo tampoco, yo tenía el mismo defecto.
Pues esa noche salimos del cabaret como a las cuatro
de la mañana y nos paramos a la entrada del hotel a esperar un taxi, qué les
cuento. Allí mismo había varios teléfonos públicos y en medio de mi nota
compruebo que tenía menudo en el bolsillo. Nadie se dio cuenta cuando me arrimé
a ellos y marqué el número de Concha, solo escuché su voz de bruja de Halloween
y le solté mi andanada; ¡Concha, me alegro de tus sentimientos! Cuando mi mujer
oyó aquello enseguida colgó el teléfono y partimos en el taxi.
Al día siguiente me contó lo sucedido y no tuve cara
de llamar a mi amiga, partí de viaje sin hacerlo y mi regreso duró unos meses.
Ella fue por mí y me disculpó ante toda la vergüenza que sentí, se normalizaron
las relaciones, pero creo que, para mal de ella, tal vez para bien. Como ya el
viejo había muerto y transcurriera ese período de luto que cada vez se acortara
más en la isla, pues el nuevo encuentro sería sobrecargado de felicidad. Curda
que tú ves, curda que te imaginas, curda para aquí y curda para allá. Concha me
esperaba como lo hacía mi madre, con la bañadera repleta de botellas de laguer
y tremenda jama preparada, yo era su primo preferido. Como su apartamento era
de dos cuartos, en el otro que no era dormitorio, Concha tenía un sofá y un
librero donde descansaba un tocadisco mono de origen checoslovaco. No recuerdo
si era de marca Akord, pero fueron los últimos que habían entrado a la isla.
Allí siempre nos sentábamos a compartir en medio de los platos de saladitos que
ella siempre preparaba con una exquisitez soberbia.
Nuestro concierto era interrumpido por la presencia
de Duquesa, era todo un espectáculo verla mear en medio de nuestras
borracheras. Concha interrumpía nuestra descarga y colocaba varios periódicos
en el piso. La perra llegaba y olfateaba, nos miraba a todos con los ojos
saltones igualitos a los de su ama, solo se diferenciaba de ella por los
sobresalientes colmillos y mal humor.
Nosotros permanecíamos en silencio para que ella
comprobara que no la estábamos vacilando y éramos gente seria. Entonces la muy
hija de puta, después de comprobar que se encontraba entre gente seria,
comenzaba a rotar sobre aquellos papeles, no recuerdo si lo hacía en sentido
horario o contrario a las manecillas del reloj, como si estuviera buscándose el
culo, o motivada por alguna droga. Permanecía en esa estúpida circulación por
varios minutos hasta que se cansaba y pegaba el bollito al papel para mear.
Nosotros continuábamos en silencio hasta que la hija de puta salía del cuarto y
partía para la sala a ver televisión, porque eso sí, Concha tenía un Admiral de
bombillos que se resistía a la muerte, ya nos encontrábamos en el año 75.
Lo extravagante de este espectáculo ocurría cuando
Duquesa tenía deseos de hacer caca, se repetía el protocolo de las vueltecitas
alrededor del periódico, las miradas inquisitivas hacia los presentes y el
culito cansado luego de tantas vueltas solsticiales y equinocciales, teniendo
como ejes un Granma o Juventud Rebelde. Cuando terminaba de cagar Concha le
limpiaba el culito como si fuera su bebé, a partir de esa hora yo no consumía
más saladitos.
Fueron muchas las oportunidades las que dormí en el
mismo lugar donde le tendieran los periódicos a Duquesa para sus necesidades,
no lo hice por borracheras o simple amor a ese piso, fueron obras de fuerza
mayor al carecer de vivienda y dinero para entrar a una posada. Una de esas
noches siento que me pasaban la lengua por toda la cara y me excitó sobremanera
el estilo utilizado, cuando inconscientemente me bajo el pantalón con el
propósito de responder al pedido de sexo supuestamente realizado por mi joven
esposa, me encuentro cara a cara con la puta de Duquesa.
Aquellas relaciones con mi prima postiza duraron
bastante tiempo, yo adoraba desayunar en su casa, aquellos desayunos tenían
cierto ambiente aristocrático para nuestros tiempos. Concha acostumbraba a
darle nombre francés a las mismas mierdas que consumíamos en la calle, pero
decoraba con un gusto especial la mesa y hasta nos servía los huevos semi
hervidos en unas pequeñas copas especiales para ellos. Luego me enseñaba a
romperlos con cuidado para que consumiera su interior. No puedo negar que era
especial, pero perteneciente a una especie en proceso de extinción dentro de
aquella habitada por salvajes como yo.
La confianza crecía cada día entre nosotros y con
nuestro comportamiento lográbamos descender a Concha hasta nuestro nivel. Allí,
en aquella esquina donde nunca primó la bulla y las vulgaridades, nosotros
podíamos llegar a las tres de la mañana y gritar a todo pulmón; ¡Concepción de
la Valla, tiene peste en la papaya! Entonces mi primo sacaba la cabeza por la
ventana y se reía, Concha se levantaba complacida por nuestra inoportuna visita
y comenzaba a preparar saladitos, se repetían las circunvalaciones de Duquesa
sobre el papel, y después de cuatro tragos más, Eduardo y Enrique se ponían a
cantar a todo pulmón “Lágrimas Negras”. Lo hacían bien desafinados los muy
hijoputas y los vecinos protestaban solo por eso, al rato se podían escuchar
las reclamaciones; ¡Concha cojones, pon el tocadisco y dile a esos maricones
que se callen! Nos reíamos con las ocurrencias de ellos y a los pocos minutos
continuábamos. Estas son las cositas que extraño de mi gente, porque para
hablar en castellano, tengo unos viejos vecinos bien amargados que me han
llamado a la policía como cuatro veces.
No les hablo de aquella vez que alquilamos una casa
en Guanabo y a Concha le robaron la perra, nunca la había visto tan adolorida,
pero ella tenía el mismo olfato que Duquesa. A tres cuadras de allí se coló en
casa de unos maricones y descubrió que tenían escondida a su hijita del alma,
ni Enrique ni yo movimos un dedo por ella. De verdad que ya nos estorbaba la
perra con sus extravagantes circulaciones para cagar y mear. Creo que había
como doce pájaras en aquella casa y Concha las puso de cabeza, ni hablar de
teléfono para llamar a la policía en toda aquella zona, ella tuvo uno de los
días más felices de su vida.
No recuerdo cuando ni cómo dejé de visitarla, dejé de
verla inexplicablemente, no me acuerdo cuantos años antes de mi partida de
Cuba. Dudo que hoy esté viva, y si lo está es un milagro. Las hojas se han ido
cayendo y cada día va descendiendo la temperatura, todos los días oscurece un
poco más temprano, será así mientras el sol no toque fondo en los veintitrés
con veintisiete sur de latitud, eso ocurrirá el 21 ó 22 de Diciembre.
Serán unos meses deprimentes con vidas similares a
las de los murciélagos, sales de noche a trabajar y regresas con la oscuridad,
el frío comienza a calar los huesos y el cuerpo te pide un trago para
calentarlo, hoy mismo lo siento y me levanto a preparar un screwdriver.
Pongo el vaso frente al teclado, lo levanto y me doy
un trago, la perra comienza a girar sobre periódicos, en el tocadisco de mi
memoria se escucha “Lágrimas Negras”, pasamos por Montoro y Bruzón, se escucha
entre carcajadas ebrias gritos conocidos; ¡Concepción de la Valla, tiene peste
en la papaya! La perra deja de girar y mea, vuelvo a llevarme el vaso a los
labios, brindo por ella.
Esteban Casañas Lostal.
Montreal.. Canadá.
2003-12-15
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