Visitas recibidas en la Peña

domingo, 2 de diciembre de 2018

PUBERTAD



                                                       "PUBERTAD"





La Beneficencia fue desintegrada en el año 1962 y sus alumnos distribuidos en el Plan de Becas de la Revolución. Me vi de pronto en un albergue de la zona del Laguito, estaba en la misma calle donde existían dos magnificas mansiones, recuerdo que una de ellas se llamaba Villa “Marigardo” y la otra Villa “Viejo”. Me parece que en esa última se filmó la película “Las 12 sillas”, ya recuerdo, hablo de la calle 150. Ya nos encargaríamos los becados de descojonar el interior de aquellos majestuosos palacios, después hice un amplio recorrido por lo que fuera el reparto “Siboney” sin lograr adaptarme al dichoso Plan de Becas. El ambiente era radicalmente distinto al de nuestra escuela y el discurso cotidiano comenzaba a afectar directamente a la infancia, extremadamente politizado con una abierta invitación a la delación de tus compañeros. Me sentí un objeto anacrónico dentro de aquel escenario  y mi rechazo fue inmediato. 


Luego de aplicarnos dos o tres vacunas que provocaron una fiebre alta y aún convaleciente, nos montaron de nuevo en guaguas escolares que nos condujeron hasta Mayarí Arriba. La revolución nos había encomendado la noble tarea de la primera zafra del café y marchamos, mochilas al hombro, durante todo un día en busca del cuartón “Soledad”. Ocho o diez muchachos de la misma escuela y con edades aproximadas, fuimos asignados a la casa del negro Papi Mojena, el mayor de todos no sobrepasaba los 14 años.


-¡Caballeros, no le echen la leche adentro, cojones! Gritaba uno de los muchachos en la colita organizada detrás de la yegua de Papi. Todos permanecían disciplinados con la pinga parada mientras esperaban pacientemente por su turno. Una que otra vez, se manoseaban el rabo para que se les mantuviera erecto. El que se encontraba parado detrás de la yegua, hacia movimientos lascivos en los que unas veces dejaba ver parte de su miembro y cuando se aproximaba a ella, su pene se perdía en las interioridades de aquella hermosa yegua. Otro de los chicos tenía la tarea de sostener la cola del animal a un lado y debían estar atento por si la yegua cagaba. El que sostenía la cola era relevado por alguno de los que ya habían terminado y se unía a la colita.  Aquellos movimientos iban adquiriendo mayor velocidad cuando el final se acercaba y el muchacho sacaba su pinga de la yegua y apuntaba al lado contrario del que aguantaba la cola. Un chorrito salía disparado a la distancia de medio metro, no era mucho, dos o tres goticas. Me acordé de las explicaciones dadas por Nemesio, solo que en este caso el círculo formado por sus dos dedos era más ancho y carente de pelos. 


-¡Pingaaaaaaa! ¡Qué rico es singar! Dijeron casi todos una vez concluido su turno y se dirigían a mí para invitarme. No me sentía atraído por aquel acto tan promiscuo, surrealista y algo asqueroso, no tenía sentido, aún no me había pajeado. Debo destacar que la yegua de Papi era un animal maravilloso, manso, noble, dócil. Se mantuvo muy quieta, sin tirar patadas y sin corcovear durante todo el tiempo que los muchachos estuvieron trajinando en su bollo. Era blanca como la nieve y el negro dedicaba mucho tiempo en cepillarla o bañarla, quizás fuera su mujer también. No se le conocía pareja alguna y el guajiro era además de joven, muy fuerte. Resultaba extraño aquel sentimiento amoroso del negro por el animal y las dudas nos mantuvieron cazándole la pelea para sorprenderlo. Una que otra vez y quizás fue casualidad, manifestó en un encubierto arranque de celos que, si agarraba  a alguien singándose al animal le caería a planazos de machete, nosotros lo respetábamos mucho, le temíamos. Las colitas detrás de su yegua se organizaron cada vez que el negro se ausentaba, resultaba también un medio de entretenimiento.


Regresamos a La Habana después de tres meses que duró la zafra y el ambiente empeoraba constantemente. Solo se hablaba de pajas y bollos, poco importaban las clases de física o matemáticas. Mis tetillas comenzaron a inflamarse como le ocurre a cualquier muchachita, dolían un poco y molestaba el roce con la tela gruesa de las camisas de aquellos uniformes un poco picúos. El pantalón era de color verde olivo y la camisa gris con una franja anaranjada bordeando toda la manga, para rematar el pésimo gusto, teníamos también un kepi. Los muchachos se masturbaban en los dormitorios a la vista de todos, nadie tenía un ápice de vergüenza, se actuaba como si se estuviera participando en una competencia.


 Aquel bombardeo constante de las palabras bollo, tetas, pendejos y leche, comenzaron a destruir el muro que protegía  mi inocencia y despertaron la natural curiosidad por placeres desconocidos hasta esos momentos. Una de esas noches y luego de que todos se durmieran, me hice mi primera paja. Los movimientos de la mano se fueron acelerando involuntariamente, fue como si esas manos se encontraran independientes a mi cuerpo y en la medida que lo hacían, un placer desconocido se apoderaba de mí. Un sublime espasmo las detuvo cuando menos lo esperaba y las contracciones invadieron cada pulgada de mi cuerpo y mente. Mi pene experimentó unas violentas convulsiones y me asusté muchísimo, pero no me arrepentí, lo disfruté como nada en la vida hasta esos momentos. Se mantuvo en movimiento durante varios largos segundos, sufriendo una especie de hipo, como si deseara expulsar algo de su interior y se encontrara atorado. Aquella nueva sensación fue tan deliciosa que quise experimentarla nuevamente, pero me quedé plácidamente dormido con la pinguita en la mano. Teóricamente me había venido, al menos, sabía lo que se sentía, pero continuaba sin orinar dulce, no tenia leche. Convertirme en hombre, o sea, orinar dulce, fue a partir de ese día una obsesión. No existió noche de tranquilidad para mis manos y ahora buscaba una razón solida para masturbarme. Colindante con nuestro albergue se encontraba uno de muchachitas, solo necesitábamos saltar la cerca de nuestro patio para penetrar en el de ellas. No hay casas sin ventanas y sus existencias fueron toda una tentación para nosotros, también sus tendederas de las que tomamos algunos blúmeres prestados. Luego pasarían de mano en mano, olfato a olfato, como perros buscando huellas de sus dueñas para excitarnos.


-¿Ya te viniste? Podían preguntarme con mucha naturalidad a la hora del desayuno o comidas. Todos vivían pendientes a ese acontecimiento que me obligaba a masturbarme diariamente. 


-¡Me vine, coño! ¡Me vine! ¡Me vine! Gritaba mientras corría por todos los pasillos de aquella casa con una gotica de leche en la palma de la mano para mostrarla. Solo una escasa gota fue el resultado de una asfixiante masturbación, una gota incolora. ¡Me vine, carajo! Gritaba de alegría, ya me había graduado de hombre al precio justo de casi una asfixia. Estaba muy sudado, acababa de salir del closet situado en el pasillo de la casa que daba a los cuartos. Fue precisamente en la tabla superior y muy pegado al bombillo donde me masturbe con la ayuda de una revista donde solo aparecía una mujer en bikini, era la novia de todos nosotros.


-¡Asqueroso! ¡Cochino! ¡Indecente! ¡Ve a lavarte las manos inmediatamente! La cara se me cayó de vergüenza al escuchar la voz de la tía a mi espalda. Era una vieja negra algo pelona y con algunas canas, una de las mujeres más tiernas que he conocido en mi vida. Victoria había pertenecido a la servidumbre de aquella casa durante muchos años, creo que más de veinte, así nos contó. Era bajita y algo gambada, ya sus nalgas habían comenzado a cambiar de figura geométrica, cambiando las curvas que pudo tener en su juventud por un cuadrado casi perfecto. Su andar era sumamente lento y arrastraba los pies al hacerlo en chancletas por aquellos pasillos tan familiarizados con su presencia. Siempre nos contaba algo de los viejos habitantes de aquella enorme casona situada en la calle 202 entre 13 y 15, se refería a ellos con mucho cariño y lealtad. Sus ojos brillaban cuando tocaba algún capítulo de la niña, se refería a ella como si fuera su madre. No la amamantó porque según ella, nunca se había casado y al parecer continuaba virgen, no lo dudo en su clase de mujer. Mientras escuchábamos sus cuentos, aquella niña hermosa de bucles en el pelo corría a lo largo de toda la casa o jugaba bajo su mirada en el patio. El momento de la separación resultaba muy triste y tratábamos de que el tema narrado tomara otro curso, Victoria no podía contener el escape de una u otra lágrima. Se soplaba la moquera con un pañuelito que llevaba en su bata de casa y ese era el momento de su fin. Todos regresábamos a nuestros quehaceres mientras la veíamos desaparecer en dirección a su cuarto, el más pequeño de la casa con una puerta de acceso a la cocina y otra al exterior. No cupo en ninguna de las maletas de sus antiguos amos y allí quedo sembrada para siempre como el viejo flamboyán que nos regalaba su sombra en el patio. Dice que se quedó para cuidar la casa, yo creo que no tenía para donde tirar. Solo la visitaba una sobrina de Pascuas a San Juan y sus únicas salidas eran los domingos cuando nos daban pase, Victoria iba caminando hasta una iglesia que estaba en la 5ta. Avenida, la misma que visitaba con sus amos. Un día de aquellos confusos en esos tiempos que les narro, nos contó ella que llegaron un grupo de hombres en un camión del gobierno y se llevaron todos los muebles. ¡Que eran de valor! Puntualizaba siempre que nos repetía esa parte de la historia. Después vino uno vestido de miliciano con un maletín en la mano y le propuso continuar trabajando en la misma casa. Unas semanas más tarde descargaron las rusticas literas donde dormiríamos y algo de comida, solo unos días después llegaríamos nosotros. Ya estábamos en los primeros meses de 1962, “Año de la Planificación”. 


Entre pajas y pajas me cansé de aquella beca, había probado el sabor de la libertad en las montañas y no estaba dispuesto a continuar mi cautiverio. La cantidad de semen fue aumentando a dos goticas y cambiaba de color. Su transparencia se iba matizando con líneas o tonalidades blancas, su espesor aumentaba también, aunque no tanto. Tampoco podía consultar con alguien si era normal o me encontraba enfermo y las frecuencias de aquellas masturbaciones fueron casi diarias para poder hacer un diagnóstico exacto de mi estado. Mi madre se había unido en matrimonio con mi padrastro, claro, sin firmar papeles. Vivía en una guarida detrás de la casa de sus suegros y su vida no resultaba agradable ante el rechazo de la vieja. Las mujeres solteras con hijos no eran bien recibidas en aquellos tiempos y generalmente las suegras eran implacables. Todas querían una señorita para sus hijos, el himen, ese pellejito de mierda, era el barómetro que media moralmente a muchas mujeres. Muy pronto ingresé en una escuela taller donde estudiaba y trabajaba, ganaba $30.00 pesos al mes que dividía con mi madre a partes iguales. Con mi madre vivía mi hermano Ernesto, medio alocado desde la infancia, eso sí, muy laborioso. 


En los tiempos libres y antes de yo ingresar en la escuela taller, hacíamos maravillas para ganarnos unos centavos. Ernesto recogía botellas para venderlas en la esquina de la casa, se fabricó una chivichana para transportar mandados en el mercado, etc., vivíamos en la calle Carlos nr. 28 en el reparto Párraga. Limpiábamos los zapatos de los vecinos, vendíamos las guanábanas de nuestro árbol a una vecina que su vez vendía durofríos. Yo tenía la paciencia de recoger diariamente las flores caídas de una mata de jazmín y cuando llenaba un cartucho, las vendía en la farmacia que estaba cerca de la iglesia de Santa Bárbara. Los fines de semana eran días de fiestas para nosotros, lográbamos reunir unos tres o cuatro pesos, bastante dinero para esos tiempos. Nos íbamos desde temprano a los cines de La Habana cuyos precios andaban por los veinticinco centavos la entrada y no teníamos necesidad de salir cuando el hambre apretaba. Un vendedor recorría el cine constantemente y sus ofertas eran variadas, casi siempre elegimos pan con papa rellena y refrescos. Otras veces nos dábamos un salto al zoológico, playas, circos, etc., no dependíamos de nadie, nos ganábamos la vida desde pequeños. La gente pobre como nosotros, se propuso brindar a sus hijos todo aquello de lo que carecimos durante nuestras infancias y tal vez cometimos un error, los privamos de una buena oportunidad para enfrentar la vida. 



Por esas fechas había olvidado la frecuencia de las pajas y tampoco tenía noviecitas. Sí puedo afirmar que me enamoré de una vecinita que vivía casi frente a nosotros, Gladys era una muñequita, la carita más linda de ese barrio, pero inalcanzable para mí que era un muerto de hambre. Vivía con sus abuelos en una buena casa y ellos la mimaban mucho, era una princesita. La amé en silencio durante varios años, luego fuimos muy buenos amigos y nunca le expresé mis sentimientos. Aquella timidez me mantuvo en esa soltería infantil por largo tiempo, escuchaba a los muchachos decir que me debía “declarar” a una muchacha si pretendía conquistarla, pero no sabía qué rayos decirle y creo que ellos tampoco. Un día, nos picó la curiosidad por saber que guardaba el suegro de mi madre en un cuartico de herramientas al lado del nuestro. No sé donde lo aprendí, pero con la cabeza de un pequeño clavo confeccioné una ganzúa y pude abrir el candado de la puerta.


¡Voila! Entre herramientas y tarecos encontramos una caja repleta con “libritos de relajo”. Así le decían entonces a las revistas pornográficas criollas, todas en blanco y negro y de un papel áspero. Entre ellas existían algunas novelitas, ¡claro!, de muy pésima literatura y saturadas de vulgaridades. Tomé prestado dos o tres de aquellos libritos y creo haya sido la primera razón para pajearme escondido de mi madre en aquella casa. Siempre los devolvía a su lugar y tomaba prestado otros, eran horribles y hoy me provocan risa, pero fueron los que sirvieron para estimular a nuestros padres y abuelos. El viejo se dio cuenta que le estaban trasteando su podrida bibliografía y las retiró del sitio donde las tenia escondidas, no nos rendimos y fuimos en busca de ellas. Por el costado de la casa existía una pequeña ventanita por donde logré penetrar uno de esos días que ellos estaban ausentes, mientras Ernesto se encargaba de vigilar. La casa era inmensa y los viejos dormían separados. La madre de mi padrastro como toda una reina y el viejo en un oscuro cuarto que solo disponía de una columbina. Debajo de la vieja colchoneta se encontraba el tesoro que buscamos y siempre tomaba uno o dos libritos que posteriormente colocaba en su lugar. Varias veces llegaron mientras me encontraba dentro de la casa y estuvieron a punto de agarrarme, tampoco me asusté por eso.


Y luego, solo un poquito mas tarde, me hice adolescente, pero eso pertenece a una historia que viene más adelante.





Esteban Casañas Lostal
Montreal..Canadá
2018-12-02


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