Visitas recibidas en la Peña

martes, 27 de noviembre de 2018

INOCENCIA



                                                           INOCENCIA


Calle Padre Pico en Santiago de Cuba



Llegamos la noche anterior a los recintos de la escuela La Salle en Santiago de Cuba, nos pasamos tres días en la carretera desde Varadero a bordo de una guagua escolar. Viajábamos con destino a Baracoa y disponíamos de un día de descanso, la próxima escala sería en Guantánamo. Nuestros uniformes de brigadistas estaban recién estrenados y ninguno de los muchachos vestía de civil. Todos lo lucíamos con ignorado orgullo, motivados quizás por la aventura de lo desconocido, formaba parte también de la moda patriótica que se respiraba en esas fechas. En aquella guagua viajábamos siete u ocho benéficos, así nos llamaban a los que pertenecimos a la Casa de Beneficencia y Maternidad de La Habana, éramos tan inseparables, que todos fuimos destinados al mismo cuartón en Baracoa, se llamaba Cerqueo.

Ese mediodía me dispuse a caminar por la ciudad en compañía de mi amigo Nemesio Echeverría, aún recuerdo su nombre y el de muchos de aquellos muchachos, hoy comienza a traicionarme la memoria. “Padre Pico”, nunca pude olvidar ese nombre y luego, unos diez años más tarde, fui en su rescate durante una de mis visitas como marino a esa ciudad. Lo recordaba perfectamente, era una ancha escalera que desembocaba en una calle. Todo había cambiado y aquellas mujeres se transformaron en carteles con consignas revolucionarias, banderas, nada era igual, ni nuestro propio lenguaje.

Cuando logramos descender el último escalón doblamos a la izquierda y nos salió al paso un individuo con cara de pícaro muy sociable, recuerdo que andaba bien vestido a la moda de aquellos tiempos. Pantalón de piernas anchas que llamaban bataholas, no recuerdo si de drill cien o hacendado muy tieso, expertamente almidonado y planchado, posiblemente por una negra, eran las mejores en ese oficio. Guayabera de hilo con mangas largas algo desabotonadas para dejar al descubierto una camiseta de cuello y manguitas marca “Perro” con tres botones de oro, como usaban los chulos o guapos. Por encima de la camiseta pude ver el destello dorado producido por una gruesa cadena y cuando estuvo cerca de nosotros, descubrí que llevaba un medallón con la virgen de la Caridad del Cobre. Sus zapatos eran de dos tonos, el tiempo ha borrado su color, no recuerdo si carmelitas o negros con hermosos filigranas dibujados en las punteras. Para cubrirse del ardiente sol, su cabeza llevaba como lastre un sombrero jipijapa, así le llamaban entonces. Seguro que andaba perfumado con alguna colonia de sus tiempos, Varón Dandy u Old Spice eran muy populares, no puedo asegurarlo. Tenía un pañuelo en la mano con la que se secaba constantemente el sudor de la frente, era una pieza indispensable para el disfraz de guapo, se mantuvo invariable varios años después, hasta que se acabó la guapería elegante de aquellos años.

-¡Y qué, muchachos! ¿Buscan algo por aquí? ¿Quieren una mujer? No tenía la más remota idea de lo que deseaba decirme y que la pregunta la hiciera en plural. ¿Para qué deseaba yo una mujer? Fue una pregunta inmediata que llegó a mi mente infantil.

-¿Cuánto vale? Contestó con rapidez Nemesio y yo continuaba sin entender de lo que hablaban.

-A un Peso la hora. Le respondió el individuo sin dar tiempo a titubeos.           -¿Quieres una?

-¡Si, preséntame una! Me sorprendió Nemesio, no me había explicado nada de sus propósitos, yo ignoraba verdaderamente que rayos haría con una mujer. El hombre le hizo señal a una mulatica delgada que se encontraba parada en uno de los portales y su andar fue rápido en nuestro encuentro. Tenía un vestido ancho a media pierna y seguro que debajo llevaba oculto un refajo y sayuela. Aquellos rellenos de entonces la mostraban más gruesa, pero sus canillas lucían igual a dos palitos de escoba. Hice un paseo visual por los portales colindantes y pude distinguir a otras mujeres que esperaban también por una señal similar. Una de ellas se aventuró y llegó hasta nosotros sin que el chulo la llamara.

-¡Y tú, niño! ¿No quieres hacer nada? Me asusté mucho y no lograba escapar de mi asombro o ignorancia.

-¡No, yo no quiero hacer nada! Respondí con timidez y la voz me temblaba ¿Qué iba a hacer con una mujer? Yo no la conocía, no teníamos confianza como para invitarla a un helado o refresco con los diez pesos que nos pagaron en Varadero. En ese instante la mulatica tomaba de la mano a Nemesio y se lo llevaba en dirección al portal de donde vino, como si se tratara de una presa que no deseaba perder.

-¡Nemesio, te espero en la escalera! Me asusté mucho y regresé nuevamente sobre mis pasos, realmente no nos habíamos alejado demasiado, solo unos metros de Padre Pico. Me senté en uno de los escalones muy preocupado por la suerte de mi amigo, temí lo peor, pero aquella incertidumbre apenas duraría unos quince minutos. Regresó muy sonriente y fuimos caminando hasta el parque Céspedes donde bebí por primera vez el Pru Oriental. Me gustó, era espumoso y refrescante, de un sabor desconocido para mí, exótico, incomparable.

-Nemesio, si pagaste por una hora con esa mujer, creo que te han robado el dinero, solo estuviste quince minutos. Le dije con toda la candidez del mundo.

-Es que quince minutos fueron suficientes. Me respondió algo evasivo, como queriendo regresar mentalmente hasta Padre Pico.

-Y si fueron suficiente esos quince minutos, ¿Por qué no te devolvió la plata de los cuarenta y cinco restantes?

-Porque para estar con ellas pagas por la hora completa, si no la usas, ese no es su problema. Debes pagar por adelantado y no te devuelven nada.

-Son unas abusadoras, eso no se hace, es una estafa. ¿Y qué se hace con ellas que debes pagar un Peso por la hora?

-¿No lo sabes?

-No, no tengo ideas.

-Se paga para singar.

-¿Singar? ¿Singar? ¿Singar? ¿Qué es eso, Nemesio? ¿Es un juego? Nemesio me miró muy serio y se tomó algo de tiempo en responderme.

-¿No lo sabes? Las mujeres tienen entre las piernas un hueco rodeado de pelos que se llama bollo. Ese hueco fue hecho para que los hombres metieran la pinga y cuando lo haces, eso es singar. ¡Mira, es más o menos así! Yo atendía muy concentrado su explicación y él, para ilustrarla un poco más, levantó su mano izquierda e hizo un pequeño círculo con su dedo índice y el pulgar, después fue introduciendo el dedo índice de su mano derecha en aquel círculo repetidamente. Metía y sacaba, metía y sacaba, metía y sacaba. Tienes que imaginar que el círculo es el bollo y el otro dedo es la pinga, eso es singar, no lo olvides. 

-De todas maneras no entiendo mucho, si pagaste un peso por singar una hora, ¿Por qué lo hiciste en quince minutos? Nemesio no era muy paciente tampoco y no quiso continuar su explicación. A solo quince metros de nuestro banco, la banda municipal comenzaba su retreta en medio del parque con un danzón, se escuchaba muy raro interpretado por instrumentos de viento. En solo unos minutos se rompió el himen de mi inocencia y apareció ante mí las interrogantes de un mundo peludo. Yo tenía solamente once añitos, como acabado de sacar de una incubadora. Muy creyente de que todo ocurría por obra y gracia del espíritu santo, bueno, eso me decían las monjitas en la escuela.

Después de soportar las fatigas de un interminable viaje entre montanas, me vi de pronto integrando el núcleo de una familia campesina compuesta por el matrimonio y dos varones de aproximadamente mi edad y una hembra hermosa algo mayor que todos nosotros. Tenía ella los cabellos rizados, largos  y muy negros. La piel blanca como la leche, le servía para ofrecer un bello contraste de colores que remataba con unos encantadores ojos verdes azulados. Tenía al alcance de un pestañazo a una verdadera diosa, ante la que pronto caí fulminado por su divino rostro. En aquellas tiernas etapas de mi vida ya conocía el amor, tuve a mi primera noviecita a los diez años. Mireya y yo nos amábamos por carticas y miradas. Solo una vez le besé las manos en la oscuridad del teatro de la escuela mientras ensayábamos una obra, ya poseía téticas, se le marcaban por encima del uniforme escolar. Siempre evadí fijar los ojos en esa parte de su cuerpecito de mujercita enana, lo consideraba indecente y vulgar. Nunca me fijé en sus piernas, caderas o nalgas, yo estaba enamorado de su rostro solamente, no necesitaba otra cosa para amar que no fuera una cara bonita. Esa misma conducta la mantuve durante un año posterior, creo, hasta que la influencia de los amiguitos o el medio donde me encontraba, extendieron mi mirada hacia otras partes del cuerpo femenino. Comenzó velozmente a despertarse esa curiosidad infantil con insaciable apetito, ante lo que se presentaba como un enigma por descubrir. Me enamoré del rostro de aquella guajirita mayor que yo y me conformaba con mirarla todos los días, cada mañana cuando ella se dirigía al fogón para encender la leña con la que luego preparara el desayuno de los demás. Yo me convertí en su novio secreto, tal vez lo comprendió y me aceptó en esa condición, hablábamos mucho. No podía incubar dentro de mi mente ingenua la idea de que, aquella mujercita estaba lista para su vuelo y podía estar ardiendo en la hoguera de sus pasiones o deseos reprimidos. Controlados férreamente por un viejo ambicioso que esperaba una buena oferta, hablemos quizás de posesiones en las laderas de cualquier montaña, algún mulo como medio de transporte, plantaciones de café o cacao, ¿Quién pudiera conocer las exigencias que encontraría ese príncipe azul de las montañas? Su futuro estaba próximo a cumplirse, desfilarán varios pretendientes por la casa ante el olor de la mujer en celo, como las vacas. Llegarán en hermosos corceles los de mejor linaje en aquellas empinadas lomas, montados sobre bellas monturas de las que pocos recuerdan fabricarlas. Los más vanidosos o especuladores, calzarán espuelas de plata, se bañarán en el arroyo más cercano a sus bohíos antes de ir al de Ramón e inundarlo de un fuerte olor a limón con sus presencias, quizás de aquella colonia barata 1800.
El viejo se desgastaba hablando de las cualidades de sus gallos de pelea, mientras ella cuela café dentro de un enorme colador del tamaño de la ubre de una vaca. La colada más fuerte para los mayores y el agua de culo para los más pequeños, yo me encontraba entre ellos. Desfilará uno tras otro sin darle oportunidad a ella para la selección, debía continuar con sus masturbaciones de madrugada, eso pienso.  Más tarde, llegará la comedia del compromiso, la presencia de la chaperona que no permite un beso entre los novios, los falsos planes de matrimonio y el fin de la obra. Viene el guajiro de madrugada y en un punto distante al bohío espera a su prometida, la monta en el caballo y se la roba. Continúa como segundo acto de aquella comedia la búsqueda de lo que no desea encontrarse, amenazas de muerte a machetazos y tampoco correrá la sangre. Fin de la comedia que no llegué a ver porque me fui de aquella casa.

No recuerdo por cual estúpida razón, me vi enredado a golpes con el guajirito contemporáneo con mi edad a la entrada de la casa. El hijoputa de Ramón, gallero hasta los tuétanos, en lugar de separarnos achuchaba a su hijo como si se encontrara en una pelea de gallos. Gracias a la intervención de aquella hermosa muchacha de ojos bellos, pude desprenderme de aquel león tusado, por poco me descojona el guajirito de mierda. Recogí mis pocas pertenencias y me largué al carajo. Nosotros estábamos subordinados a un maestro voluntario llamado Reunerio Cuellar, dichosa memoria la mía. Lo encontré años mas tarde en la calle San Lázaro y me llevó hasta su apartamento donde la esposa preparó café. 

Reunerio me destinó a la casa de Eusebio, un canario con una prole superior a la de Ramón. Estaba compuesta aquella familia por la esposa, cuatro hijas y un varón de mi edad con el que tuve buenas relaciones hasta el final de la campaña. Me trataron y comporté como lo que era, un niño. Todos dormían en el mismo cuarto del bohío, era inmenso, vivían en una imperdonable promiscuidad. Cuando fui dotado de la confianza que se otorga a cualquier miembro de la familia, yo pasaba al interior de aquel cuarto y las encontré muchas veces en blúmer y ajustadores. Eran blumers de tela cocidos por su madre y los ajustadores de igual material. Como muchos estaban desgastados de tanto uso, delataban en su interior pequeños bulticos negros que imaginé fueran los explicados por Nemesio. A la mayor se le escapaban algunos de aquellos pelos por las piernas del blúmer, eran lacios y bien negros. Cuando mi vista indiscreta se dirigía hacia ese punto de su cuerpo, la maldita se reía. Solo la más pequeña carecía de téticas y sin vergüenza se mostraba ante mí sin nada que le cubriera los pechos.

 El varón y yo nos pasábamos el día cazando pájaros o buscando cangrejos debajo de las palmas reales, no lo hacíamos por deportes, nos los comíamos. Uno que otro día, me llevaba hasta una de las pocetas de aquel río de aguas cristalinas donde escuchábamos voces femeninas. Permanecíamos escondidos en la maleza mientras las observamos lavando y como se iban desnudando al concluir aquella faena. Se pasaban largo rato nadando en aquellas aguas casi puras que bajaban de las montanas y nosotros permanecíamos embelesados, bobos, ante las bellezas de sus figuras. Era como decía Nemesio, pensaba, al menos tienen aquello cubierto de pelos, solo que no podía ver el huequito a la distancia de quince metros. El hijo de Eusebio se masturbó varias veces delante de mí y me invitaba a que lo imitara, nunca encontré razones para hacerlo, no lo comprendí.

Mi lugar fue ocupado por otro brigadista mayor que yo en casa de Ramón, lo conocí durante aquellas periódicas reuniones que teníamos con Reunerio en la escuelita del cuartón. Un día, al finalizar uno de esos encuentros y camino de regreso para nuestras casas, me mostró la fotografía de la muchacha de ojos bellos totalmente desnuda. La imagen captada por mis ojos fue grotesca, vulgar, aberrante. Aún así, no dejé de mirarla por un largo instante y mi vista se detenía entre los senos y su Monte de Venus. Le devolví muy ofendido la fotografía aunque no lo manifestara, sentí profanada mi inocencia nuevamente. Sin embargo, las explicaciones de Nemesio, las imágenes de las hijas de Eusebio, las guajiritas desnudas del río y la foto de la hija de Ramón, habían infestado mi mente con un enfermizo virus que viajará conmigo hasta el día de mi muerte. Los muchachos que hoy lean estas líneas dirán; ¡Que tronco de comemierda era ese viejo cuando fiñe! Yo les respondería con la misma moneda; ¡Que troncos de comemierdas son estos fiñes de ahora! Se pasan el puto día jugando con un Play Station o detrás de una computadora. Indudablemente que esa respuesta no se ajusta al caso de los niños cubanos, ellos no poseen Play Station ni ordenadores. Sus vidas son precoces y saben lo que es singar desde pequeños, están rodeados por millones de Nemesios

-¡Somos las brigadas Conrado Benítez! 

¡Somos la vanguardia de la revolución!

¡Con la pinga en alto cumplimos nuestra meta!

¡Salvar a toda Cuba de la inseminación!...







Esteban Casañas Lostal.
Montreal..Canada.
2018-11-27

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