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lunes, 6 de mayo de 2019

CUATRO ESQUINAS DE PÁRRAGA


CUATRO ESQUINAS DE PÁRRAGA 



Iglesia ¨Santa Bárbara¨donde predicaba el único cura negro de Cuba en aquellos tiempos.


Mi hermano Ernesto era un muchacho sumamente emprendedor, nunca esperó por donaciones o contribuciones de nuestro padrastro con el fin de disfrutar esa parte de la infancia limitada a un solo día. La semana entera se la pasaba haciendo algo y solo tomaba la tarde del domingo, tal vez el día entero, pero nunca con una frecuencia asegurada. Pedro, que así se llamó nuestro padre por sustitución reglamentaria, estaba programado para entregar a la vieja el dinero exacto de los gastos de la semana. Algunas veces se quedaba corto en los cálculos, todo dependía de las paradas que realizara el día del cobro. Generalmente venía en un “picop” que lo dejaba en la esquina de la calle Silvia y Carlos. Recuerdo que aquel vehículo era conducido por un negro al que todos llamaban “Pinillo”, lo supe, porque años después, ingresé como aprendiz en aquel taller donde Pedro ocupaba una plaza de chapista.

Aquella parada coincidía con la existencia del bar “Elsa”, parroquia de muchos trabajadores que se detenían a refrescar un poco aquella garganta resecada por cinco días y medio de trabajo. Siempre tenía cerveza en sus neveras, de variadas marcas, todas de producción nacional. Encima de sus neveras y en los estantes que ocupaban sus paredes, podía leerse el nombre de las botellas de ron o licores de importación que allí se mantenían castigadas por años. Los cubanos eran cerveceros por excelencia, quizás obligados por esa temperatura infernal que Dios nos asignó. Una cerveza costaba cuando aquello veinticinco centavos, no recuerdo haberla visto a granel, pero no olvido que un vasito de ella podía obtenerse a doce o trece centavos. Los viernes y sábados eran días muy concurridos en ese bar donde se bebía parado y las charlas entre conocidos resultaban ensordecedoras. Todo el que llegaba hasta el bar, no dejaba de decirle algo al “Cojo”. Trabajaba en una pequeña vidriera ubicada exactamente en la esquina, pero era un negocio independiente. Aquella “vidriera” tenía como nombre “Yímbula”, creo sea el apodo de su propietario, él y el Cojo se turnaban las horas de trabajo. En ese pequeño recinto que no superaba los dos metros de largo por ancho, se vendían todo tipo de cigarros y tabacos, además de las hojas de la lotería nacional que costaban veinticinco centavos. Todavía no me explico cuál era el negocio del Cojo, cuando te compraba las hojas que no habían sido premiadas en uno o dos centavos. Mal hablado y con el ácido humor de cualquier cojo cubano, aquel se distinguía también por su agresividad. No fueron pocas las veces que lo vi empuñar su bastón en contra de algunos parroquianos, y de qué manera.

En la esquina frontal al bar, pero manteniéndonos aún en la calle Carlos, se encontraba la “Sociedad” del barrio. Sitio donde se realizaban bailes populares con frecuencia casi semanal y donde no pocas terminaron en broncas. Gente de toda raza y credo asistía a esas celebraciones por un pago módico a la entrada o gratis cuando eras “socio”. Negros y blancos con aquellas almidonadas bataholas de Drill 100 o Hacendados, brillantes y estiradas, adornadas con dos o cuatro pliegues que nacían a la altura de la cintura y pocas pulgadas de la portañuela. Todos evitaban sentarse para impedir se les arrugaran, al menos, durante el tiempo que el alcohol se los permitía. Todo blanco o beige eran aquellos tiesos trajes que se remataban con una corbata de color escandaloso, alardoso, extravagante. Las medias armonizaban con el color de la corbata y el cinto, también los zapatos de dos tonos con filigranas blancos que eran rellenados por los limpiabotas con palillos de dientes. Ya por la década de los sesenta se usaba el tacón “Hollywood” que los españoles se encargaron de distinguir como “tacón cubano”. En el bolsillo del saco, casi siempre de abotonadura cruzada, remataban también con un pañuelo del color de la corbata, y si deseabas tener más caché o dártela de billetudo, sobre tu cabeza deberías colgar un sombrero de ala ancha que combinara con el traje y se correspondiera al usado por los verdaderos “hacendados”. ¡Nada! Fue la moda adoptada por los guapos de aquellos tiempos. Aquel pañuelo era usado casi siempre en la mano que se posaba en la cintura de la mujer con la cual se bailaba, también para secarse el sudor de la frente o cubrirse los labios cuando se decía algo y no se deseaba fueran leídos los labios, cosas de nuestros abuelos en los que no tengo mucha experiencia.

Detrás de aquella famosa “Sociedad” y aún en la calle Carlos, existía una carnicería que era propiedad del padre del boxeador “Urtiminio Rámos” o “Juvenal Mínguez”, no puedo recordar con exactitud. Fui con mucha frecuencia a comprar un bistec especial, casi la nalga de una vaca, que era consumida por el hermano de mi padrastro después de cada pelea. Se llamaba Jesús Prats y era conocido por sus amigos y vecinos como “Pototo Prats”. Justo al lado de aquella carnicería, existía una lavandería atendida por unos negros que no recuerdo si eran los propietarios. Pototo mandaba a lavar y planchar sus trajes de Drill y Hacendados, tarea de llevarlos y recogerlos me fue asignada en la mayoría de las veces, cuando no, era Ernesto el viajero.

Frente por frente al bar Elsa, pero esta vez en la calle Silvia, se encontraba el bar “Las Jimaguas”. Su nombre se debe precisamente a que los propietarios de ese local tuvieron dos hijas gemelas, los recuerdo perfectamente. Era un sitio más reservado y con un poco más de categoría que el Elsa, quizás más apropiado a otras prácticas a las del simple parroquiano que llega a tomarse una cerveza cuando cumple su semana laboral. Su vista al interior era interrumpida por el follaje de pequeños arbustos y sus paredes fueron diseñadas para bloquear la mirada de los curiosos. La música de su vitrola competía con la del Elsa, pero solo cobraba vida en horas de la tarde y la noche. De una acera podía escucharse a Benny Moré, al frente y solo separados por la estrecha calle, sonaba el ritmo del Cha Cha Chá impuesto por Jorrín o algún trágico bolero de la época. Entre melodías y bromas cruzadas con el Cojo de la vidriera “Yímbula”, se esperaba alegremente la llegada de la guagua, que en aquellos tiempos era cubierta por la ruta 2 solamente. No podías ser más dichoso si el chofer que abordabas era el famoso “Bigotes”, muy popular por su amabilidad con los pasajeros. Al lado del bar “Las Jimaguas” y por la calle Carlos, se encontraba un club de billar algo destartalado, pero muy concurrido.

Solo nos falta una esquina de aquella animada intersección, la que se encontraba frente al bar “Las Jimaguas”, pero por la calle Carlos. O sea, la misma que estaba frente a la “Sociedad”, pero por Silvia. Y si no comprenden, la diagonal al bar “Elsa” con su vidriera “Yímbula”. En esa esquina se encontraba la bodega de los chinos, una de las más prósperas de Párraga, no creo haber conocido otra similar en aquel barrio. Grande para su época y con una amplia oferta de productos a precios razonables que eran bien aceptados por la población. Esos negocios eran los puntos neurálgicos de aquellas cuatro esquinas bien conocidas por la gente del barrio, sin embargo, no puedo ignorar a la tienda que se encontraba al lado del bar “Elsa” por la calle Silvia, creo haya sido la más grande de todo el barrio. Exprimo la memoria y creo que se llamaba “Variedades, Novedades o Vanidades”, no estoy seguro.

Mi hermano Ernesto era un muchacho emprendedor, no digo yo, todos los fiñes de esa época lo fuimos. Recuerdo que en la acera del frente a la tienda “Variedades o Novedades” y a mediación de cuadra en dirección al paradero, abrieron un mercado de viandas, frutas y verduras. Ernesto me pidió cuatro cajas de bolas para fabricar una “chivichana”, yo había dejado el Plan de Becas y me encontraba estudiando-trabajando con mi padrastro. La construimos en el patio de la casa y él se dedicó, junto a otros chamas del barrio, al transporte de las compras de los clientes de aquel pequeño mercado a cambio de un simple propina que nunca excedía la peseta. Recogía las botellas que se pusieran a punto de disparo y las vendía en la “botellería” que existía entonces en la esquina de las calles Carlos y Fernando. No conformes, porque yo también participaba en aquella aventura, le disputaba cada guanábana de los dos árboles que teníamos en el patio a las aves. Se las vendíamos a una vecina, que a su vez, se buscaba algo de vida con los durofríos. Los fines de semana nos encargamos de limpiar los zapatos de los vecinos, negros, carmelitas, blancos, de dos tonos. Pagaban bien, no sé si por lástima o la buena calidad de nuestro trabajo. Diariamente yo recogía las flores de Jazmín de cinco hojas de dos matas que teníamos en el patio y las guardaba en un cartucho. Cuando se llenaba, lo vendía en la farmacia que se encontraba en la calle Calixto García y después de la iglesia de Santa Bárbara. Cada fin de semana, teníamos ahorrado más de diez pesos, toda una fortuna. 

Pototo tenía una novia que vivía donde la calle José Miguel casi se une con Carlos, allí existe un arroyito de aguas albañales que recorre el patio de casi todas las casas que se encuentran en Carlos y pasan por detrás de la bodega de los chinos. No los quiero enmarañar, Carlos y José Miguel de unen en el final de ambas, unos metros antes de esa unión, vivía o vive esa familia con la que tuvimos excelentes relaciones. Ellos eran numerosos y vivían mucho más apretados que nosotros. Tal vez aquellas condiciones de austeridad, despertó en nosotros, seres tan o más jodidos que ellos, ciertos sentimientos de simpatías o solidaridad, vaya usted a saber. Lo cierto es que cada fin de semana, nosotros pasábamos por aquella casa superpoblada y cargábamos con René, Armandito y creo que el menor se llamaba Mario. 

Siempre salíamos a cines de La Habana, por supuesto, conocíamos los más baratos, aquellos que por solo veinte centavos daban derecho a disfrutar cuatro películas, muñequitos, noticieros y algunos cómicos. Dentro de esos cines vendían de todo para satisfacer el hambre a precios módicos, o sea, entrabas al mediodía y salías en la noche muy satisfecho. Uno de nuestros cines favoritos era el “Majestic”, aunque hubo semanas dedicadas al zoológico, Coney Island, etc., éramos afortunados y no dependíamos de la voluntad de nadie. En este tiempo yo ganaba unos treinta pesos al mes, mitad del cual yo entregaba a mi madre.

Según recuerdo, la alegría de aquellas cuatro esquinas se fue apagando muy temprano, no hubo necesidad que pasara mucho tiempo. La primera en cerrar sus puertas fue la popular “Sociedad”, aquellos trajes tan llamativos de nuestros criollo se convirtió de buenas a primeras en un vicio del pasado, rezagos del capitalismo. Fue utilizada como cede de discursos bien distintos donde cada palabra imponía retos y odios que no necesitaban el pañuelo llevado en el bolsillo del saco. Se olvidaron de recoger las botellas y cerraron el Billar. Las Jimaguas partieron con sus padres en un viaje sin regreso, se apagó la música de aquel lado de la acera. “Yímbula no tuvo razón para existir cuando pusieron el cigarro por la libreta y suspendieron la lotería. ¿El Elsa? Creo que fue uno de los que más duró, supongo haya sido hasta la “Ofensiva Revolucionaria” del sesenta y ocho. Tiempo en el que desapareciera también el mercadito de verduras, frutas y viandas. 

Los muchachos no conocen quién antecedió a la ruta 85, no imaginan haya sido la M5 de los ómnibus Metropolitanos, aquellas guaguas conocidas como “Enfermeras”, antiguos Leylands pintados de blanco. No saben que el primer paradero se encontraba en la calle Guasimal, no recuerdo si esquina a Sta, Fe o Guantánamo, allí los vi. Se perdieron las bicicletas que alquilé en el “tren de La Curva”, con ellas recorrí La Fraternidad y Párraga. Se esfumaron los tambores que arroyaban las calles de aquel barrio, esporádicas congas, inoportunas, desorientadas, culos de mulatas, blancas y negras arroyando. Vientres sudorosos, axilas apestando, vaginas calientes por bailes eróticos, sexuales, tropicales, todo se transformó en discurso, himnos y consignas.
Se pudrieron las flores de Jazmín en el suelo del patio y los pájaros destrozaban las guanábanas. Nadie limpiaba sus zapatos, se perdió el betún.

Nos mudamos de Párraga en el año 67, fuimos a parar a Juanelo, otro barrio como el nuestro, un poco más violento. Pasé muchos años sin regresar, estuve navegando por el mundo y no podía detenerme en un barrio de tan poca importancia, eso creemos cuando conocemos majestuosas urbes. Hoy, casi medio siglo después, choco con un grupo de jóvenes y vecinos que anduvieron por las mismas calles que yo. Traen fotos de aquel humilde barrio que me hiciera tan feliz en mi infancia, y me avergüenza no reconocer nada, absolutamente nada de aquel maravilloso barrio donde vivimos. Me apena verlo tan destruido, me hiere que sus padres no les hayan hablado de él. Párraga no era la miseria que muestran sus fotografías actuales, ni el recuerdo de mi última visita en la década de los ochenta. Éramos pobres, no tengo la menor duda de ello, pero nunca vivimos en la miseria.

Vivo en Montreal, la segunda ciudad de uno de los países más desarrollados del mundo. No me falta nada, absolutamente nada, tengo todo lo que debería tener en mi país. Yuca, malanga, boniato, quimbombó, aguacate, mango. Tengo culos como aquellos al alcance de la vista, de todos colores y razas. Escucho la música que siempre me atrajo, pero me falta algo. Me falta Párraga, entre otras cosas, sus tambores.


Esteban Casañas Lostal
Montreal..Canadá.
2010-11-03 


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