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jueves, 27 de diciembre de 2018

MONUMENTO A LA JINETERA DESCONOCIDA



             MONUMENTO A LA JINETERA DESCONOCIDA



       
Murió Celia la hija de Victoria, si la memoria no me traiciona, ella debió ser la séptima en el orden de los hijos paridos por su madre. Todos eran de diferentes colores, unos con pelos lacios envidiables, otros rizados y los más atrasaditos lo tenían encaracolados, ese que en el patio señalan como “pasa”, pero muy noble ante el peine, nada rebelde. 

Victoria fue muy agradecida con la revolución y bautizó a sus últimos hijos con nombres de mártires cuando la rescataron de lo que ella consideraba una tragedia. Tampoco fueron bautizados por la iglesia como puedan interpretar, ya para esas fechas gobierno y clero eran ácidos enemigos. María, Carlos, Arturo, Luís, Mirtha, René, Celia, Camilo, Fidel, Haydee, ninguno guarda parecido entre ellos y todos comentan, con mucha razón, eran de padres diferentes. 


Un día desapareció de su pueblo muy jovencita, ya para entonces, ella poseía un cuerpo monumental que los machos debían conformarse en mirar solamente. Muy formalita y dedicada a ayudar a su madre, inocente, sin malicia. Dicen quienes la conocieron en Antillas, aquella enorme prole vivió en una pobreza extrema y cuando su madre no pudo dedicarse al mercado del cuerpo, estuvo lavando ropa a manos para alimentarlos. Ejemplo de madre, comentaban todos y agregaban, era una puta con honor y vergüenza. Cargando uno de aquellos atados de ropa lavada para entregarla a un cliente y teniendo apenas catorce años de edad, aunque su figura la traicionara, fue abordada por Aurelio. Se trataba de un tipo joven y bien parecido, impecablemente vestido con un traje de drill 100 y zapatos de dos tonos dibujados con punticos en las puntas. Cuando hablaba, cualquier mujer temblaba ante aquella escultura de hombre. La infeliz de Victoria no sería la excepción, cayó fulminada ante las primeras estrofas escuchadas. Solo dos encuentros fueron necesarios para aceptar un perfecto plan de fuga, atrás quedaría toda la miseria de su corta vida transcurrida y por delante, veía con claridad la posibilidad de ayudar a su sacrificada madre.


Las luces y el intenso tráfico de La Habana encandilaron su alma y debía cruzar las calles tomada de la mano por su prometido, su aparente esposo. Tres días en el hotel Ambos Mundos serían suficientes para prepararla, ropas, calzados, peluquerías, manicures y algunos retoques de belleza, habían sido pagadas con su himen e inocencia. Enamorada y dispuesta a sacrificar la última gota de sangre para ayudar a su marido, comenzó sin demora a trabajar en la más antigua profesión de la humanidad. Se paseó por los mejores cabarets de la capital hasta que su cuerpo, agotado por los interminables orgasmos, fue cediendo en calidad y bajó de categoría. 


De una clientela compuesta por gente de la clase media alta, bastaron cuatro años para revolcarse con proletarios, así la conocí en el bar situado en la esquina de Subirana y Clavel. Amable, buena, bondadosa y muy cariñosa, siempre nos dejaba caer propina a los fiñes del barrio cuando le hacíamos algún mandado. Hubo un brusco cambio de aires, al bar le retiraron aquella victrola que solo cantaba a la tragedia, boleros de machos despechados y muchas veces escritos con la sangre necesaria para lavar infidelidades. Poco tiempo después el bar fue cerrado definitivamente y no volvimos a ver la atractiva figura de Victoria, la perdimos y no supimos de su suerte.

La encontré varios años más tarde en el paradero de La Víbora, estaba vestida de miliciana y trabajaba manejando una “Polaquita”, fueron aquellas furgonetas compradas a Polonia que se usaron para aliviar los problemas del transporte. Se comportaba como una mujer muy entusiasta y revolucionaria, no usaba maquillaje y el pantalón abombachado de su uniforme ocultaba parte de la belleza que comenzaba a marchitarse. Cruzamos dos o tres palabras, me reconoció por fortuna y no se abochornó con mi presencia, yo formaba parte de su reciente pasado. 


– Estuve en una escuela de rehabilitación gracias a la revolución. Me dijo y más o menos la comprendí.             -¡Subiendo, Subiendo! ¡Patria o Muerte! Casi les cantaba a sus clientes. Dos años más tarde la encontré de “conductora” en la Cutoa, era otro de los servicios de transporte emergentes para una época que ya apestaba de tanta gloria. Estaba formado por camiones rusos GAZ 63 y cubría viajes desde el Lawton a Mantilla. Se desplazaba por toda la calle Lucero y rendía viaje en la Carretera Central o Calzada de San Miguel del Padrón. Esa vez pudimos hablar con soltura y tuvo tiempo para contarme parte de esta historia que hoy les he narrado. Dicen que cuando ella murió a los pocos años de aquel encuentro en la Cutoa, la velaron en la funeraria Maulini y le rindieron los honores correspondientes a cualquier heroína. Hasta un discurso algo extenso se leyó antes de depositarla en su tumba, pero en ninguno de ellos apareció su antecedente de puta, la revolución la había perdonado.

Siempre que nuestros barcos se encontraban fondeados en la Bahía de La Habana, llegábamos hasta ellos a bordo de diferentes lanchas de Servicios Marítimos y nunca fueron puntuales. Normalmente pasábamos por la piloto “Two Brothers” a tomarnos una perga de cerveza y estar en verdadero contacto con la situación del país. Era muy frecuente encontrarse a cualquier hora del día con muchachitas dedicadas al negocio de la prostitución, solo que para esas fechas, habían retrocedido como los indios que habitaron nuestra isla. 


La posesión del dólar significaba una condena a prisión y variaba de acuerdo a la cantidad hallada en tu cuerpo. Razón por la cual esos servicios eran ofrecidos por especias en un mercado dominado por el “trueque”. Casi todas pertenecían a un submundo rechazado por los marinos que alguna vez acudieron a sus servicios, no eran muchos tampoco y en ese grupo se aglutinaban formando un desagradable caldo los timoratos, faltas de labia, feos, acomplejados, frustrados, viejos, etc. Las había que estaban muy buenas, buenísimas físicamente, pero provocaban un rechazo inmediato cuando hablabas con ellas y respirabas su aliento etílico añejado. Algunas mostraban sin recato sus pies sucios y un abandono nada femenino. La chusmeria era otro defecto que siempre rechacé, muy vulgar para mis gustos. Solo faltaba sumar a esos aspectos negativos los riesgos que se podían correr, no habían inventado el SIDA, reinaban entre ellas y sus clientes buenos antecedentes de enfermedades venéreas. 

Miraba, hablaba, me divertía y mataba el tiempo de demoras esperando las lanchas. Uno de esos días, entró una muchacha de color canela y pelo rizado muy negro, bella de rostro y hermosísima de cuerpo. Vestía medianamente aceptable cuando la comparabas con el resto de la mercancía expuesta en aquel sucio lugar, recuerdo que andaba en minifalda y dejaba para disfrute de los presentes unas lindas y bien torneadas piernas, como sacadas de un taller de arte. Su blusa era casi transparente y dejaban al alcance de los menos curiosos, unos senos aun resistentes de aureolas casi perfectas. Olía a colonia barata de la que vendían los marinos, podía identificarla a un kilómetro de distancia. Parte de su cabellera estaba protegida por un pañuelito con líneas de brillo, muy conocidos entre nosotros los marinos, la cajita con una docena de ellos costaban en Canarias alrededor de 150 pesetas, algo más que un dólar. Sin nadie pedírselo y sin ella solicitar autorización alguna, se paró en nuestra mesita a compartir como viejos amigos, así eran ellas de familiares o sociables. No recuerdo quién de nosotros fue hasta el tanque a comprarle una perga y en cuestión de minutos, las rizas cruzaron el diámetro de aquella asquerosa mesa.

- ¿Cómo te llamas? Le preguntó alguien en una de las pausas entre tantos chistes o disparates, que también uno u otro piropo.


- ¿Yo? Respondió riéndose y mostrando de paso una perfecta dentadura.


- ¡Claro que tú! Los demás nos conocemos.


- ¡Adivina, adivina, adivina! Dijo ella y aumentó el volumen de su risa.


- ¡Chica, no jodas! Para adivinanzas estamos nosotros, va a venir la lancha y nos quedaremos con las dudas.


- ¿Rosa, María, Esther, Violeta, Aurora? Hay tantos nombres. Dijo otros de los presentes.


- ¡Frio, frio, frio! Soltó entonces otra carcajada. - ¡Les voy a dar una luz! Piensen en nombres revolucionarios. Hubo unos segundos de silencio.


-Haydee, Nadiezka, Mariana, Vilma, Lidia, Tania. Agregó otro de los presentes y ella continuó riéndose.


- ¡Mija, está al venir la lancha! No te des escofina en el ombligo, ¿cómo rayos te llamas?


-De verdad que ustedes están para el laguer, las puterías y la pacotilla solamente. Tienen cero en historia de la revolución, es que se las puse de jamón y no han caído, mi nombre es Celia.


- ¡Coño, tienes razón! La bruja del comandante. 


- ¿Celia, Celia, Celia? ¡Mírame a los ojos! La noté algo sorprendida al escuchar mi solicitud y me miró con aquellos ojos cautivadores que escondían muchas cosas, tenían un tono de dulzura inusual en aquel mundo suyo.


- ¿Y ahora? Ya te miré, ¿puedes explicarme? Su mirada y voz tuvo los mismos efectos de un flechazo en mi memoria y me trajo la imagen de aquella mujer que trabajo en la Cutoa vestida de miliciana. No era la primera vez que me sucedía, yo era buen fisonomista y poseía una excelente memoria. Una vez en Varadero, localicé a un antiguo amigo por el rostro de su hermana y en esta oportunidad estaba convencido de no haberme equivocado.

-Eres el retrato de tu madre. Le dije y todos guardaron silencio, ella permaneció petrificada y se tomó largos segundos en pronunciar una palabra.


- ¿La conociste o me estas vacilando? Rompió de esa manera el silencio impuesto por los recuerdos.


- ¡Lanchaaaaaaaaa! Gritó un marino desde la puerta de aquel infierno y un gran grupo salió corriendo como si se tratara de un zafarrancho practicado tantas veces en los barcos. Ninguno olvidó su perga, terminarían de beberla en la lancha y una vez vacía la arrojarían en medio de la bahía, nuestro basurero.


- ¡Si, la conocí cuando era apenas un niño! Me detuve intencionalmente, no deseaba escarbar en un pasado molesto.


- ¿Hablas de cuando se dedicaba al oficio o de su paso por las guaguas?


-Cuando las guaguas yo era un jovencito. Trataba de evadir el punto hacia donde ella intentaba acorralarme.





-Vas a perder la lancha.

-No importa, me voy en la próxima. ¿Qué ha sido de la vida de tu mama? 


-Murió con honores revolucionarios. Continuó hablando de lo sucedido durante el sepelio, lo hacía con admiración y desprecio. En el fondo comprendí que culpaba a su madre por los infortunios que le legó en vida.

-Eres tan hermosa como ella y el pañuelito que llevas te queda divino. Pude ser irónico al pronunciar las últimas palabras y no era mi propósito.


-Me lo regaló un cliente. Algo de enojo ocultaba en su corta respuesta.


-No era mi intención interrogarte para saber a qué te dedicas, es obvio que me doy cuenta. ¿sabes el precio de ese pañuelito?

-No tengo ideas, solo sé que media Habana anda con ellos en la cabeza.


-Los marinos los compramos para nuestras mujeres, no te preocupes, será difícil distinguir a esposas de meretrices. Entonces le expliqué algo sobre los precios que ya les he mencionado con anterioridad. - ¡Qué ironías tiene el destino! En la época de tu mamá un palo costaba $1.00 Peso.

- ¿Te lo contaron o lo leíste en alguna novela?


-Lo vi con mis ojos en Santiago de Cuba. ¿Mira ahora? Sus hijas venden sus cuerpos por unos doce centavos más o menos, porque ese es el precio de un pañuelito, un jabón y otras chucherías.


-Ese es el precio de las que trabajan en las calles, yo lo hago con más profesionalismo.


- ¿Profesionalismo?


- ¡Hago el pan en casas particulares o en algunas posadas!


-No lo sabía.


-Es una red oculta donde participan taxistas, dueños de casas y posaderos. La paga es más humana que digamos.


-Debes cuidarte, he visto a piquetes de muchachos jóvenes comunistas golpeando a Cufleteras en puertos del interior.


- ¡Vaya nombrecito que nos regalaron!


-Está justificado, la mayoría de ustedes solo entran en negocios con los marinos extranjeros fletados por la empresa CUFLET.


-Yo lo sé, ¿quién se atrevería a venderse en el mercado nacional? Cuando estás con algún cubano solo escuchas hablar de sus miserias, como si nosotras viviéramos en un mundo diferente al de ellos.


- ¿Tienes hijos?


-Tengo tres, dos hembras y un varón.


-Tremendo error para estos tiempos.


-No tuve opción, fue imposible hacerme un legrado por problemas de salud.


- ¿Ellos saben a qué te dedicas?


-Por nada de la vida.


- ¿Cómo se llaman?


-Yusnaivy es la mayor y va a cumplir cinco añitos, le sigue Yuslaidy con cuatro y Yurieski con dos.

-Vaya nombrecitos que les pusiste, te van a matar cuando sean grandes. Logré arrancarle una sonrisa en medio de un tema tan desagradable para ella.


-No imaginas cuánto detesto las razones por las cuales mi madre me puso el que tengo, al menos les doy la posibilidad de que puedan sentirse como unos marcianos. Esta vez quien se rio por aquella ocurrencia fui yo. Una hora después nos despedimos y mientras me dirigía hacia la entrada donde tomábamos la lancha, ella andaba con un paso muy elegante y exótico hacia la parada del Muelle de Luz.

-Yusnaivy me escribió hace unos años desde Italia, su madre le había hablado mucho de mí. No imaginaba remotamente que pudiera recordarme aun, solo nos encontramos tres veces en aquella piloto de mala muerte. Sus palabras encerraban cierta dosis de cariño y siempre se lo agradecí. Nunca le pregunté cómo había llegado a Italia, lo imaginaba y no deseaba abrir cicatrices. Hace cuatro años me encontré con su hermana en un Gogó de Montreal, pude llegar a ella gracias a Yusnaivy. Al principio se comportó con mucha desconfianza y no lo tomé a mal, es muy normal que ocurra entre cubanos o simplemente fuera una reacción de vergüenza al descubrir el mundo al que pertenecía. Vencida la tensión, ella se fue abriendo y observé cierto grado de felicidad que deseaba compartir conmigo. 


-Trabajo pocas horas bailando desnuda diariamente, pero no imaginas el salario que devengo. Puedo ayudar cómodamente a mi familia, pagarme la universidad y ahorrar para sacar a Yurieski de Cuba.


-Ya lo imagino. No tenía mucho para agregar, yo no pertenecía a su mundo.


-No creo que puedas imaginar de lo que te hablo, allá tuve que venderme por un bocadito y un refresco para alimentar a mi hijo. No sabes lo que es compartir la cama con un viejo que huele y suda amargo, asco es lo único que puedes sentir y muchas ganas de vomitar. Al menos aquí tengo un salario honorable y mi marido viene a buscarme cuando termino de trabajar.


-Me alegra mucho que tu suerte haya cambiado. En la segunda pausa conversamos mucho sobre su madre y se interesó por la vida de su abuela.


-Mamá falleció ayer de un paro respiratorio. Sonaron muy secas y tristes sus palabras, pude comprenderla, ella era una más que no asistió al funeral de su ser querido.


 El recuerdo me sumergió nuevamente dentro del ambiente nauseabundo de aquella inmunda piloto y el rostro hermoso de su madre con aquella preciosa sonrisa, era capaz de borrar por instantes la amargura de una juventud perdida entre himnos y consignas. Celia murió sin los honores con el que fuera premiada Victoria, no fue una heroína para muchos. Si lo era para mí, he admirado a esas chicas que se vieron obligadas a vender sus cuerpos, no solo para alimentar a sus crías, muchos padres comieron también con el sudor de sus vaginas. Ellas también se merecen un monumento que tenga una llama eterna.


Esteban Casañas Lostal.
Montreal. Canadá.
2016-05-20


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